Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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—gritaron los piratas—. ¡Mueran los ingleses! ¡Viva nuestra reina!

      Un segundo después, los tres paraos viraban a babor y navegaban hacia las Tres Islas.

      R

      Cambiada la ruta, los piratas trabajaron febrilmente para disponerse a la lucha, que sería tremenda y quizás la última que emprendieran contra el aborrecido enemigo. Cargaban cañones, montaban culebrinas, abrían barriles de pólvora, improvisaban barricadas y preparaban las grapas de abordaje.

      Sandokán los animaba.

      —¡Destruiré e incendiaré a ese maldito! —exclamaba—. ¡Dios quiera que llegue a tiempo para impedir que el lord se apodere de Mariana!

      —Atacaremos también al lord, si es necesario —dijo Yáñez—. Lo que me inquieta es la manera de apoderarnos del crucero. ¿Te acuerdas de lo que intentó hacer lord James cuando lo atacamos en el sendero de Victoria?

      —¿Crees que el comandante haya recibido orden de matarla? —preguntó Sandokán, que sintió que se le erizaban los cabellos.

      Yáñez guardó silencio largo rato. Después su rostro se iluminó y dijo:

      —¡Ya sé! Para impedir que suceda una catástrofe, uno de nosotros debe estar al lado de Mariana en el momento del ataque. Entonces, yo me convierto en oficial del sultán aliado de los ingleses, enarbolo la bandera de Varauni, y abordo el crucero fingiéndome enviado de lord James. Diré al comandante que debo entregar una carta a lady Mariana, y en cuanto esté en su camarote cierro la puerta y levanto una barricada. Al oír un silbido mío, ustedes saltan al barco y comienzan la lucha.

      —¡Ah, Yáñez! —exclamó Sandokán, estrechando a su amigo contra su pecho—. ¡Te lo deberé todo si lo consigues!

      —Lo conseguiré, Sandokán.

      En ese instante se oyó gritar en el puente:

      —¡Las Tres Islas!

      Sandokán y Yáñez se apresuraron a subir a cubierta. Sus ojos buscaban ávidos al crucero.

      —¡Allí está! —exclamó un dayaco—. ¡Veo el humo!

      —Procedamos con orden y preparémonos para el ataque —dijo Yáñez—. Paranoa, haz embarcar otros cuarenta hombres en nuestro parao.

      El transbordo se realizó rápidamente y la tripulación se reunió en torno de Sandokán.

      —¡Tigres de Mompracem! —les dijo con ese tono que los fascinaba e infundía en aquellos hombres un valor sobrehumano—. Esta es la última batalla que darán bajo el mando del Tigre de la Malasia, y será también la última vez que se encontrarán frente a los que destruyeron nuestro poderío y violaron nuestra isla, nuestra patria. ¡Cuando yo dé la señal, salten sobre el puente del barco enemigo y acaben con ellos!

      —¡Los exterminaremos a todos! —gritaron los piratas, agitando frenéticos sus armas.

      —¡Allí, en aquel barco maldito, está la reina de Mompracem! —dijo Sandokán—. ¡Quiero que vuelva a mí!

      —¡La salvaremos o moriremos todos!

      —¡Gracias, amigos! Y ahora desplieguen la bandera del sultán. Dentro de una hora estaremos en la bahía. Los paraos avanzaron con las velas medio recogidas y con la gran bandera del sultán en la punta del palo mayor. Los piratas tenían las armas en la mano para lanzarse al abordaje.

      Era mediodía cuando los paraos embocaron la ensenada. El crucero estaba anclado; sobre cubierta paseaban algunos hombres armados.

      Yáñez estaba ya disfrazado de oficial del sultán de Varauni, con una casaca verde, amplios pantalones y un enorme turbante en la cabeza. En la mano llevaba una carta.

      —No se la entregues a nadie más que a ella —dijo Sandokán—. ¿Qué harás si el comandante te acompaña a ver a Mariana?

      —Si el asunto se embrolla, lo mato —contestó Yáñez con frialdad.

      Estrechó la mano de Sandokán y gritó:

      —¡A la bahía!

      El parao penetró en la pequeña ensenada y se acercó al crucero, seguido por los otros dos barcos. Se puso borda contra borda y allí se quedó.

      —¿Dónde está el comandante? —preguntó Yáñez a dos centinelas que se acercaron.

      —Separe su barco —dijo uno de ellos.

      —¡Al diablo los reglamentos! —contestó Yáñez—. ¿Tienen miedo que los eche a pique? ¡Llamen al comandante, porque tengo órdenes que comunicarle!

      En ese momento el comandante salía a cubierta con sus oficiales. Al ver a Yáñez que le mostraba una carta, mandó bajar la escala. El portugués se encontró en un segundo en la cubierta del vapor.

      —Capitán —dijo—, tengo que entregar una carta a lady Mariana.

      —¿De dónde viene usted?

      —De Labuán. El lord está armando un barco para venir a reunirse con usted.

      —¿No le dio carta para mí?

      —No, señor.

      —¡Qué extraño! Déme la carta; yo se la entregaré a lady Mariana.

      Perdóneme, comandante, pero tengo que entregársela personalmente.

      —Entonces venga.

      Yáñez sintió que se le helaba la sangre en el cuerpo.

      —¡Si Mariana hace un gesto, estoy perdido! —murmuró.

      Bajaron juntos al camarote.

      —Un mensajero de su tío lord Guillonk —dijo al entrar el comandante.

      Mariana al ver a Yáñez no pudo evitar un estremecimiento, pero no dijo nada. Había comprendido todo de una sola mirada.

      Cogió la carta, la abrió y la leyó con una calma admirable.

      De pronto Yáñez se acercó a la ventanilla, lanzó un silbido, y exclamó:

      —Comandante, allí veo un vapor que se dirige hacia acá.

      El comandante se precipitó hacia la ventanilla. Rápido como un relámpago, el portugués se arrojó sobre él y le dio un fuerte golpe en la cabeza con la empuñadura del kriss.

      Mariana no pudo contener un grito de horror. -Silencio - dijo Yáñez mientras ataba y amordazaba al comandante.

      —¿Dónde está Sandokán?

      —Pronto a comenzar la lucha. Ayúdeme a poner aquí una barricada.

      Cogió un pesado armario y lo empujó hacia la puerta junto a unas sillas.

      En aquel momento estallaron sobre cubierta gritos feroces.

      —¡Venganza! ¡Viva el Tigre de la Malasia! Resonaron tiros de fusil y pistola, seguidos de maldiciones, gemidos, lamentos, un chocar de hierros, carreras y rumores sordos de cuerpos que caían en la cruenta lucha.

      —¡Yáñez! —clamó Mariana, pálida como una muerta.

      —¡Ánimo! ¡Por el gran rayo! —gritó el portugués—. ¡Viva el Tigre!

      Se oyeron pasos precipitados que bajaban la escalera.

      —¡Por mil escotillas! ¡Abra la puerta, comandante! —gritó una voz.

      —¡Viva el Tigre de la Malasia! —respondió Yáñez. Se sintió un golpe violento contra la puerta y gritos desesperados:

      —¡Traición! ¡Traición!

      La


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