Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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13

      La proximidad de las fiestas interrumpió los paseos largos. Únicamente se salía un poco hacia la carretera, regresando en breve al pueblo, donde andaba mucha gente por la plaza. Componíase el paseo de señoritas combistas muy emperejiladas, de curas de aldea alicaídos, mal afeitados y enfermos, de jugadores de heteróclita facha, de forasteras venidas del Borde, tipos todos que Agonde comentaba con mordacidad, entreteniendo bastante a Nieves.

      —¿Ve aquellas? Son las señoritas de Gondás, tres solteronas y una solterita, que la tratan de sobrina, pero como las de Gondás no tienen hermano… Aquellas otras dos son las de Molende, de allá de Cebre, gente muy aristócrata, Dios nos libre… La gorda es capaz de pegarle un tiro de revolver al hijo del sol… ¡y la otra hace unos versos!, yo animo a Segundo García para que se le declare: compondrán una pareja de lo más refinado… Están de huéspedas en casa de Lamajosa: allí se encuentran ellas en su elemento, porque doña Mercedes Lamajosa, para que las visitas sepan que es noble, les dice a las hijas: —niñas, traedme acá la calceta, que debe estar en el armario sobre la carta ejecutoria—. Esas dos tan guapitas y tan majas son las de Camino, hijas del juez…

      La víspera de la feria salió mañana y tarde la música, aturdiendo las calles con su estrépito de murga victoriosa. Hallábase la plaza consistorial salpicada de tinglados que hacían vistosa confusión de colorines chillones y disparejos. Delante del Ayuntamiento se levantaban unos extraños armatostes, que así podían parecer instrumentos de martirio, como juguetes de chiquillos o espantapájaros, y no eran sino los árboles y ruedas de fuego que a la noche habían de quemarse con magnífica pompa, favorecidos por la serenidad del aire. Del balcón del Consistorio salía, a manera de brazo titánico, el mástil donde debía izarse el magno globo; y por el barandado corría una serie de vasitos de colores, formando las letras V.A. D. L.C.: delicado obsequio al representante del país.

      Había cerrado la noche, cuando don Victoriano y su familia salieron hacia el Ayuntamiento para presenciar la función de pólvora. Trabajo les costó romper por entre el gentío que llenaba la plaza, donde chocaban mil varios y opuestos ruidos, ya la pandereta y las castañuelas de un corro de baile, ya el mosconeo de la zanfona, ya una triste y prolongada copla popular, ya la interjección de un borracho agresivo, que quería tener por suyos los ámbitos de la feria. Agonde daba el brazo a Nieves, desviaba la gente y explicaba el programa de la fiesta nocturna.

      —Nunca se ha visto un globo como el de este año: es el mayor que se recuerda: los romeristas están furiosos.

      —¿Y qué tal ha salido mi estampa? —preguntaba con interés don Victoriano.

      —¡Ah! ¡Una cosa soberbia! Mejor que el retrato de La Ilustración.

      En el portal del Ayuntamiento redoblaron las dificultades, y fue preciso hollar sin misericordia pechos, vientres y espaldas de personas instaladas allí, y resueltas a no menearse ni perder el sitio.

      —Mire usted qué pedazos de asnos —murmuraba Agonde… —. Aunque uno los pisotee, nada… no se levantarán. Esos no tienen posada, y pasan ahí la noche; mañana se desperezan y se van tan contentos a sus aldeitas…

      Saltaron como pudieron por encima de aquel amasijo, donde en repugnante promiscuidad se amontonaban hombres, mujeres y muchachos entrenzados, adheridos, revueltos. Aún por los descansos de la escalera yacían grupos sospechosos, o roncaba un labriego chispo, ahíto de pulpo, o contaba cuartos en el regazo una vieja. Entraron en el salón, donde no había más luz que la dudosa proyectada por los vasos de colores. Algunas señoritas ocupaban ya el balcón; pero el alcalde, sombrero en mano, deshaciéndose de puro solícito, las fue arrinconando para dejar ancho sitio a Nieves, a Victorina y a Carmen Agonde, en torno de las cuales se formó una especie de círculo o tertulia obsequiosa. Trajeron sillas a las señoras, y a don Victoriano se lo llevó el alcalde a la Secretaría, donde le esperaban en una bandeja botellas de Tostado y tagarninas infames. La chiquillería y las muchachas se colocaron en primera fila, apoyándose en el antepecho del balcón, desafiando el riesgo de que un cohete se les viniese encima. Quedose Nieves algo más retirada, y se envolvió mejor en su chal argelino tramado de plata, porque en aquel salón lóbrego y vacío se notaba fresco. Había a su lado una silla desocupada, y de repente se apoderó de ella un bulto humano.

      —Adiós, García… Dichosos los ojos… Hace dos días que no le vemos.

      —Ni ahora me ve usted tampoco, Nieves —murmuró el poeta, inclinándose para hablarla en voz baja—. No es fácil verse aquí.

      —Es verdad… —contestó Nieves, turbada por tan sencilla observación—. ¿Cómo no habrán traído luz?

      —Porque perjudicaría al efecto del fuego… ¿No le gusta a usted más esta especie de penumbra? —añadió, anticipándose a sonreírse de lo muy selecto de la frase.

      Nieves no chistó. Instintivamente le agradaba la situación, que era delicadísima mezcla de riesgo y seguridad, y tenía sus puntas de romancesca; sentíase protegida por el abierto balcón, por las chicas que se agolpaban en él, por la plaza donde hormigueaba la multitud, y de donde salían rumores oceánicos y cantos y voces confusas, llenas de amante melancolía; pero al mismo tiempo la soledad y tinieblas del salón y la especie de aislamiento en que se hallaban ella y el Cisne preparaban una de esas ocasiones casuales que tientan a las mujeres semilivianas, no tan apasionadas que se despeñen ni tan cautas que huyan hasta la sombra del peligro.

      Siguió callada, sintiendo casi en su rostro el aliento de Segundo. De pronto se estremecieron ambos. El primer cohete rasgaba el cielo con prolongadísimo arco luminoso, y su estallido, aunque apagado por la distancia, levantaba en la plaza un clamoreo. En pos de aquella centinela avanzada salieron unas tras otras, a intervalos iguales, ocho formidables, pausadas y retumbadoras bombas de palenque, la señal anunciada en el programa de las fiestas. Retemblaba el balcón al grave estampido, y Nieves no se atrevía a mirar al firmamento, sin duda por temor de que se viniese abajo con la repercusión de las bombas. Pareciole después ruido grato y ligero el de los voladores que a porfía se iban persiguiendo por las soledades del espacio.

      Fueron los primeros cohetes vulgares y sin novedad alguna; un trazo de luz, un tronido sofocado y un haz de chispas. Mas en breve les llegó el turno a las sorpresas; novedades y maravillas artísticas. Fuegos había que al estallar se partían en tres o cuatro cascadas de lumbre, y con fantástica rapidez se sepultaban en las profundidades del cielo; de otros se desprendían, con misteriosa lentitud y silencio, lucecillas violadas, verdes y rojas, igual que si los angelitos volcasen desde arriba una caja llena de amatistas, esmeraldas y rubíes. Caían las luces despacio, despacio, como lágrimas, y antes de llegar al suelo se extinguían repentinamente. Lo más bonito eran los cohetes de lluvia de oro, que exhalaban caprichosamente una constelación de chispas, un chorro de gotas de lumbre tan presto encendidas como apagadas. No obstante, el regocijo de la plaza fue mayor ante los fuegos de tres estallos y culebrina. Estos no carecían de gracia: salían y estallaban como los cohetes sencillos, y de allí a poco soltaban una lagartija de luz, un reptil que bufando y haciendo eses correteaba por el cielo y se hundía de golpe en la sombra.

      Tan pronto se quedaba a oscuras la escena como se inundaba de claridad y parecía ascender hasta el balcón la plaza, con su avispero de gente, las manchas de color de los tinglados y los cientos de rostros humanos vueltos hacia arriba, disfrutando y saboreando el gran placer de los hijos de Galicia, raza que ha conservado el culto y amor del celta por los fenómenos ígneos, por la noche iluminada, compensación del brumoso horizonte diurno.

      También a Nieves le gustaba la alternativa de la luz con las tinieblas, fiel imagen del estado ambiguo de su alma. Cuando el firmamento se encendía y resplandecía; ella alzaba los ojos, atraída por la brillantez y júbilo de las luminarias que daban a momentos tan agradables un colorido veneciano. Cuando volvía a quedarse todo oscuro, atrevíase a mirar al poeta, sin verle, pues sus pupilas, deslumbradas por la pirotecnia, no distinguían los contornos. El poeta, en cambio, tenía las suyas tenazmente fijas en Nieves, y la veía inundada de claridad, con ese matiz lunar hermoso y raro que presta la lucería de los cohetes, y que centuplica la suavidad y frescura de las facciones. Sentía vivos impulsos de


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