Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.¿Se acuerda usted, Nieves, la noche que jugamos al escondite en la huerta; la noche que me cerraron el portal y entré muy tarde ya por la paredilla?
A no estar el lugar tan sombrío por lo espeso de los pinos y lo desmayado y escaso de la luz solar, se vería el rubor de Nieves.
—Vamos —dijo eludiendo la respuesta— por donde sea más fácil y haya mejor piso… Yo soy muy torpe para andar por vericuetos…
Segundo la ofreció el brazo, murmurando en tono de broma:
—Este bendito de Tropiezo está tan fuerte en caminos como en el arte de curar… Venga usted y se convencerá de que ganamos mucho.
Tropiezo, por su parte, decía a Carmen Agonde, meneando con obstinación la cabeza:
—Pues también hemos de tener el gusto de ir por el atajo y llegar antes que ellos, y sanos y buenos gracias a Dios.
Victorina, según costumbre, iba a colocarse al lado de su madre; pero el médico la llamó.
—Cógete aquí, al puño de mi bastón, anda, que si no, resbalarás… A mamá le basta con no resbalar ella… ¡Y Dios nos aparte de un tropiezo! —añadió riendo a carcajadas de su propio retruécano.
Las voces y los pasos se alejaron, y Segundo y Nieves prosiguieron su ruta, sin pronunciar una sola frase. Nieves empezaba a sentir cierto temor, por lo muy endiablado de la vereda que pisaban. Era un senderillo excavado en el desplome del pinar, al borde mismo del despeñadero, casi perpendicular con el río. Aunque Segundo dejaba a Nieves el lado menos expuesto, el del pinar, quedándose él sin tierra en que sentar la planta, y teniendo que poner un pie horizontalmente delante del otro, no por eso cedía el pavor en el ánimo de Nieves, ni le parecía menos arriesgada la aventura: se centuplicó su recelo al ver que iban solos.
—¡No vienen! —murmuró con angustia.
—Les alcanzaremos antes de diez minutos… Van por el otro camino —respondió Segundo, sin añadir más palabra amorosa, ni estrechar siquiera el brazo que se crispaba sobre el suyo con toda la energía del terror.
—Pues vamos —suplicó Nieves con apremiante ruego—… Deseo llegar…
—¿Por qué? —preguntó el poeta, que se detuvo de repente.
—Estoy cansada… sofocada…
—Pues va usted a descansar y a beber si gusta…
Y con loco ardimiento, sin aguardar respuesta, Segundo arrastró a Nieves, torció a la izquierda, bajó una cuestecilla, y dando vuelta a la roca, detúvose en una meseta estrecha que avanzaba atrevidamente sobre el río. A los últimos rayos del sol se veía rezumar hilo a hilo, por la negra faz del peñasco, un límpido manantial.
—Beba usted, si gusta… en el hueco de la mano, porque vaso no lo tenemos —indicó Segundo.
Nieves obedeció maquinalmente, sin saber lo que hacía, y soltando el brazo de Segundo, quiso acercarse al manantial; pero la base de la roca, continuamente bañada por el agua, había criado esa vegetación húmeda, que resbala como las algas marinas, y Nieves, al apoyar el tacón en el suelo, sintió que se deslizaba, que perdía el pie… Allá, en el fondo de su vértigo, vio el río terrible y mugidor, los cortantes peñascos que habían de recibirla y destrozarla, y sintió el frío ambiente del abismo… Un brazo la cogió por donde pudo, por la ropa, acaso por las carnes, y la sostuvo y la levantó en peso… Dobló ella la cabeza sobre el hombro de Segundo, y este sintió por vez primera latir el corazón de Nieves bajo su mano… ¡Y bien aprisa! Latía de miedo. El poeta se inclinó, y derramó en la boca misma de Nieves esta pregunta:
—¿Me amas, di? ¿Me amas?
La respuesta no se oyó, porque, caso de haberse formado en la laringe, no pudieron los sellados labios articularla. Durante aquel brevísimo espacio de tiempo, que compendiaba, sin embargo, una eternidad, cruzó por el cerebro de Segundo cierta idea poderosa, destructora, como la chispa eléctrica… El poeta estaba de frente al precipicio, y Nieves a su orilla, de espaldas, sostenida únicamente por el brazo de su salvador. Con apretar un poco más los labios, con avanzar dos pulgadas e inclinarse, el grupo caería en el vacío… Era un final muy bello, digno de un alma ambiciosa, de un poeta… Pensándolo, Segundo lo encontraba tentador y apetecible… y no obstante, el instinto de conservación, un impulso animal, pero muy superior en fuerza a la idea romántica, le ponía entre el pensamiento y la acción muralla inexpugnable. Recreábase, en su imaginación, con el cuadro de los dos cadáveres enlazados, que las aguas del río arrastrarían… Hasta presentía la escena de recogerlos, las exclamaciones, la impresión profunda que haría en la comarca un suceso semejante… y algo, algo lírico que se agitaba y latía en su alma juvenil, le aconsejaba el salto… pero a la vez, un frío temor le congelaba la sangre, obligándole a caminar poco a poco, y no hacia el abismo, sino en sentido contrario, hacia la senda…
Todo esto, breve en la narración, fue momentáneo en el cerebro. Segundo advertía en sí un hielo, que le paralizaba para el amor como para la muerte… Era la yerta boca de Nieves, desmayada en sus brazos…
Mojó el pañuelo en la fuente, y se lo aplicó a sienes y pulsos. Ella entreabría los ojos. Se oía hablar a Tropiezo, reír a Carmen: venían sin duda a buscarles y a cantar victoria. Nieves, al recobrar los espíritus y verse con vida, no hizo el menor movimiento para apartarse del poeta.
Capítulo 21
Como por tácito acuerdo, los dos héroes de la aventura disminuyeron la importancia del peligro corrido, primero ante sus compañeros de excursión, después ante el senado consulto de las Vides. Segundo guardaba cierta reserva sobre los detalles del caso; Nieves, en cambio, hablaba más que de costumbre, con nerviosa locuacidad, repitiendo cien veces los mismos insignificantes pormenores: había resbalado; García le tendió la mano; ella se cogió, y como era así, medrosa, se asustó un poquillo, por más que la cosa no lo merecía… Pero el terco de Tropiezo, con mansa sorna, le llevó la contraria. ¡Jesús, qué disparate! ¡No haber peligro! ¡Pues si era un milagro que Nieves no estuviese a estas horas nadando en el Avieiro! El terreno resbala allí como jabón puro, y las piedras de abajo cortan como cuchillos, y el río lleva una fuerza, que no sé… Nieves negaba, haciendo por reírse; mas el terror de la catástrofe duraba escrito en su rostro con tan indelebles rasgos, que su fresca fisonomía, de sana y caliente palidez, se había convertido en un rostro ojeroso, deshecho, un cuerpo agitado por escalofríos y espasmos, de esos que llaman muerte chiquita…
Ansiaba Segundo decirle dos palabras, para pedirle una entrevista: comprendía que era preciso aprovechar el primer instante en que la gratitud y la pavura ablandaban el alma de Nieves, haciendo palpitar su insensible corazón bajo las ballenas de su corsé. En la breve escena del precipicio apenas dio lugar la llegada de Tropiezo para que Nieves correspondiese explícitamente al arrebato del poeta, y Segundo quería concertar algo, arbitrar un medio para verse, para hablarse, para establecer de una vez que aquellos afanes, desvelos e intrigas eran amor, y amor correspondido: mutua pasión, en fin… ¿Dónde y cuándo lograría la apetecida ocasión de ponerse de acuerdo con Nieves?
Diríase que existe en toda historia amorosa un primer período en que los obstáculos se amontonan y las dificultades renacen pujantes e invencibles, desesperando al galán propuesto a vencerlas; y también que llega siempre otro segundo período en que la fuerza misteriosa del deseo y el dinamismo de la voluntad derrocan esos estorbos, y las circunstancias, momentáneamente sometidas, se ponen al servicio de los amantes. Así aconteció la noche de aquel memorable día. Como la niña se había asustado algo al saber el peligro de su madre, hiciéronla acostarse temprano; y para que cogiese fácilmente el sueño, la acompañó Carmen Agonde dispuesta a contarla cuentos y simplezas. Suprimidos así los principales testigos, y engolfados los señores mayores en una de sus interminables discusiones vitícolas, agrícolas y sociológicas, Nieves, que había salido al balcón a respirar porque sentía como un nudo en la garganta, pudo charlar diez minutos con Segundo, situado a la parte de afuera, entre las vidrieras y no lejos de las mecedoras.