Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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tendida en el suelo; alzó el pie; era Perucho, en cueros, acurrucado. No se le oía el llanto: veíase únicamente el brillo de los gruesos lagrimones, y el vaivén del acongojado pecho. Compadecido el capellán, levantó a la criatura. Sus carnes, mojadas aún, estaban amoratadas y yertas.

      —Ven por tu ropa—le dijo—. Llévala a tu madre para que te vista. Calla.

      Insensible como un espartano al mal físico, Perucho sólo pensaba en la injusticia cometida con él.

      —No hacía mal...—balbució, ahogándose—. No—ha—cí—a—mal... ningu... no....

      Volvió Julián con el ama, pero la criatura tardó bastante en consolarse al pecho. Ponía la boquita en el pezón, y de repente torcía la cara, hacía pucheros, iniciaba un llanto quejumbroso. Nucha, con andar automático, salió del retrete formado por el biombo y se acercó a la ventana, haciendo seña a Julián de que la siguiese. Y, demudados ambos, se contemplaron algunos minutos silenciosamente, ella preguntando con imperiosa ojeada, él resuelto ya a engañar, a mentir. Hay problemas que sólo lo son planteados a sangre fría; en momentos de apuro, los resuelve el instinto con seguridad maravillosa. Julián estaba determinado a faltar a la verdad sin escrúpulos.

      Al cabo Nucha pronunció con sordo acento:

      —No crea que es la primera vez que se me ocurre que ese... chiquillo es... hijo de mi marido. Lo he pensado ya; sólo que fue como un relámpago, de esas cosas que desecha uno apenas las concibe. Ahora ya... ya estamos en otro caso. Sólo con ver su cara de usted....

      —¡Jesús!, ¡señorita Marcelina! ¿Qué tiene que ver mi cara?... No se acalore, le ruego que no se acalore.... ¡Por fuerza esto es cosa del demonio! ¡Jesús mil veces!

      —No, no me acaloro—exclamó ella, respirando fuerte y pasándose por la frente la palma extendida.

      —¡Válgame Dios! Señorita, a usted le va mal. Se le ha vuelto un color.... Estoy viendo que le da el ataque. ¿Quiere la cucharadita?

      —No, no y no; esto no es nada: un poco de ahogo en la garganta. Esto lo... noto muchas veces; es como una bola que se me forma allí.... Al mismo tiempo parece que me barrenan la sien.... Al caso, al caso. Decláreme usted lo que sabe. No calle nada.

      —Señorita...—Julián resolvió entonces, en su interior, apelar a eso que llaman subterfugio jesuítico, y no es sino natural recurso de cuantos, detestando la mentira, se ven compelidos a temer la verdad—. Señorita.... Reniego de mi cara. ¡Lo que se le ha ido a ocurrir! Yo no pensaba en semejante cosa. No, señora, no.

      La esposa hincó más sus ojos en los del capellán e hizo dos o tres interrogaciones concretas, terminantes. Aquí del jesuitismo, mejor dicho, de la verdad cogida por donde no pincha ni corta.

      —Me puede creer; ya ve que no había de tener gusto en decir una cosa por otra: no sé de quién es el chiquillo. Nadie lo sabe de cierto. Parece natural que sea del querido de la muchacha.

      —¿Usted está seguro de que tiene... querido?

      —Como de que ahora es de día.

      —¿Y de que el querido es un mozo aldeano?

      —Sí señora: un rapaz guapo por cierto; el que toca la gaita en las fiestas de Naya y en todas partes. Le he visto venir aquí mil veces, el año pasado, y... andaban juntos. Es más: me consta que trataban de sacar los papeles para casarse. Sí señora: me consta. Ya ve usted que....

      Nucha respiró de nuevo, llevándose la diestra a la garganta, que sin duda le oprimía el consabido ahogo. Sus facciones se serenaron un tanto, sin recobrar su habitual compostura y apacibilidad encantadora: persistía la arruga en el entrecejo, el extravío en el mirar.

      —¡Mi niña...—articuló en voz baja—, mi niña abrazada con él! Aunque usted diga y jure y perjure.... Julián, esto hay que remediarlo. ¿Cómo voy a vivir de esta manera? ¡Ya me debía usted avisar antes! Si el chiquillo y la mujer no salen de aquí, yo me volveré loca. Estoy enferma; estas cosas me hacen daño..., daño.

      Sonrió con amargura y añadió:

      —Tengo poca suerte.... No he hecho mal a nadie, me he casado a gusto de papá, y mire usted ¡cómo se me arreglan las cosas!

      —Señorita....

      —No me engañe usted también recalcó el también . Usted se ha criado en mi casa, Julián, y para mí es usted como de la familia. Aquí no cuento con otro amigo. Aconséjeme.

      —Señorita—exclamó el capellán con fuego—, quisiera librarla de todos los disgustos que pueda tener en el mundo, aunque me costase sangre de las venas.

      —O esa mujer se casa y se va—pronunció Nucha—, o....

      Interrumpió aquí la frase. Hay momentos críticos en que la mente acaricia dos o tres soluciones violentísimas, extremas, y la lengua, más cobarde, no se atreve a formularlas.

      —Pero, señorita Marcelina, no se mate así—porfió Julián—. Son figuraciones, señorita, figuraciones.

      Ella le tomó las manos entre las suyas, que ardían.

      —Dígale usted a mi marido que la eche, Julián. ¡Por amor de Dios y su madre santísima!

      El contacto de aquellas palmas febriles, la súplica, turbaron al capellán de un modo inexplicable, y sin reflexionar exclamó:

      —¡Tantas veces se lo he dicho!

      —¡Ve usted!—repuso ella, sacudiendo la cabeza y cruzando las manos.

      Enmudecieron. En la campiña se oía el ronco graznido de los cuervos; tras el biombo, la niña lloriqueaba, inconsolable. Nucha se estremeció dos o tres veces. Por último articuló dando con los nudillos en los vidrios de la ventana:

      —Entonces seré yo....

      El capellán murmuró como si rezase:

      —Señorita.... Por Dios.... No se revuelva la cabeza.... Déjese de eso....

      La señora de Moscoso cerró los ojos y apoyó la faz en los vidrios de la ventana. Procuraba contenerse: la energía y serenidad de su carácter querían salir a flote en tan deshecha tempestad. Pero agitaba sus hombros un temblor, que delataba la tiranía del sistema nervioso sobre su debilitado organismo. El temblor, por fin, fue disminuyendo y cesando.... Nucha se volvió, con los ojos secos y los nervios domados ya.

      —XXIV—

      Poco después sufrió una metamorfosis el vivir entumecido y soñoliento de los Pazos. Entró allí cierta hechicera más poderosa que la señora María la Sabia: la política, si tal nombre merece el enredijo de intrigas y miserias que en las aldeas lo recibe. Por todas partes cubre el manto de la política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero, al menos, en las capitales populosas, la superficie, el aspecto, y a veces los empeños de la lid, presentan carácter de grandiosidad. Ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambición la codicia, y el fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria por la victoria. En el campo, ni aun por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las ideas no entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca.

      Forzoso es reconocer, no obstante, que en la época de la revolución, la exaltación política, la fe en las teorías llevada al fanatismo, lograba infiltrarse doquiera, saneando con ráfagas de huracán el mefítico ambiente de las intrigas cuotidianas en las aldeas. Vivía entonces España pendiente de una discusión de Cortes, de un grito que se daba aquí o acullá, en los talleres de un arsenal o en los vericuetos de una montaña; y cada quince días o cada mes, se agitaban, se debatían, se querían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el sociólogo necesitan madurar lentamente, meditar quizás años enteros antes de descifrarlos, y que una multitud en revolución decide en pocas horas, mediante


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