Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado a esa cosa particular que en el cuerpo llaman la peña, tendencia mixta de orgulloso retraimiento y de feroz insociabilidad, que en él llegaba al extremo de pasarse tres horas en la esquina de una calle de Segovia, atisbando el momento en que saliesen de su casa unas señoras a quienes su padre le ordenaba visitar, para cumplir con dejarles una tarjeta en la portería.
¡Y que apenas era él entonces reaccionario, como los demás individuos del noble cuerpo! Sentía un odio profundo hacia las ideas nuevas y la revolución, la cual justo es decir que se hallaba en su más desatentado y anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba a la setembrina maldecida, era el haberle echado a perder su España, la España histórica condensada en su cabeza de estudiante asiduo y formal, una España épica y gloriosa, compuesta de grandes capitanes y monarcas invictos, cuyos bustos adornaban el Salón de los Reyes en el Alcázar. Gabriel se tenía por heredero directo de aquellos héroes acorazados, esgrimidores de tizona. Arrinconados el montante y la espada, la artillería era el arma de los tiempos modernos. ¡Qué de ilusiones y de fermentaciones locas producía en Gabriel el solo nombre de batalla! A la idea de barrer a cañonazos un reducto enemigo, le parecía no caberle el corazón en el pecho, y un frío sutil, el divino escalofrío del entusiasmo, le serpeaba por la espina dorsal. En esta disposición de ánimo le incorporaban a una batería montada y le enviaban a la guerra contra los carlistas en el Norte…
Quince días a lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas. No eran aquellas las marciales funciones que había soñado. Si en las rudas montañas de Vasconia no faltaban las fatigas propias de la vida militar, los fríos, los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta media pierna, las raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el suelo, la ropa hecha girones, cuanto constituye el poético aparato de la campaña, en cambio no veía Gabriel el elemento moral que vigoriza la fibra y calienta los cascos; no veía flotar la sagrada bandera de la patria contra el odiado pabellón extranjero. Aquellas aldeas en que entraba vencedor, eran españolas; aquellas gentes a quienes combatía, españolas también. Se llamaban carlistas, y él amadeísta: única diferencia. Por otra parte la guerra, aunque civil, se hacía sin saña ni furor; en los intervalos en que no se disparaban tiros, los destacamentos enemigos, divididos sólo por el ancho de una trinchera, se insultaban festivamente, llamándose carcas y guiris; también se prestaban pequeños servicios, pasándose El Cuartel Real y El Imparcial de campo a campo; y en los frecuentes ratos de tregua, bajaban, se hablaban, se pedían fuego para el cigarro, y el teniente de artillería guiri fraternizaba muy gustoso con los oficiales carcas, tan buenos mozos y tan elegantes y marciales con sus guerreras orladas de astracán, a cuyo lado izquierdo lucía el rojo corazón del detente, y sus boinas con borla de oro, gentilmente ladeadas. A menudo hasta le sucedía a Gabriel dudar si el deber y la patria estaban del lado acá o del lado allá de la trinchera. A pesar de las burlas con que sus compañeros acogían los pepinillos carlistas, en el campamento se contaban maravillas de la improvisada artillería de don Carlos, organizada en un decir Jesús, por un par de oficiales que había ingresado en sus filas y algunos cabos y sargentos listos; cosa que inducía a Gabriel a pensar que no se necesitaban tantas matemáticas de colegio para santiguar al enemigo a cañonazos. Sí; Gabriel cumplía con su obligación; pero sin calor ni fe. Batirse, corriente, para eso vestía el uniforme; otra cosa que no se la pidieran. Un casco de metralla saltaba los sesos a su asistente, aragonés más cabal que el oro, a quien Gabriel profesaba entrañable cariño, y su muerte le causaba la impresión de haber presenciado un aleve asesinato, más bien que un episodio bélico.
Entre la oscuridad nocturna, Gabriel Pardo sonreía a la reminiscencia de un recelo que le apretó mucho por entonces. Al encontrarse tan frío en medio de las escaramuzas, al conocer que le hastiaba la guerrilla y la tienda, recordó que se había interrogado a sí mismo con un miedo atroz… de tener miedo.
—¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?
Al ver cómo le felicitaban unánimemente los jefes y los compañeros por su serenidad, comprendió que lo que padecía era atrofia del entusiasmo. Y así le cogió la disolución del cuerpo de artillería por decreto revolucionario. Casi se alegró. Ya no tenía cariño al uniforme. Y sin embargo, todavía el espíritu de cuerpo le dominaba. Le cruzó por las mientes irse al campo carlista, y no lo hizo, porque los compañeros habían determinado «aguardar, estar a ver venir». Se fue a Madrid, hospedándose en casa de unos parientes encumbrados, un título primo de su madre.
¡Cuántos recuerdos se le agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de estrellas y constelaciones, de centelleos misteriosos… Gabriel sentía una impresión, frecuente en las personas a quienes la viveza de la fantasía y de la sensibilidad hacen pasar, durante una existencia relativamente corta, por muchas y muy variadas fases psíquicas. Admirábase del cambio producido en él por aquellos meses de residencia en Madrid, y al mismo tiempo, se sorprendía ahora de lo que se había realizado en él entonces, y no creía ser la misma persona, sino evocar la historia de otro hombre. Él no fue ni pudo ser jamás el brillante y frívolo mancebo a quien tan especiales agasajos y tan lisonjera acogida dispensaron las damas de alto copete, que le obsequiaban por oficial del cuerpo hostil a la Revolución y por hidalgo provinciano, pero de vieja cepa, de veintitantos abriles y gallarda figura. ¡Cuán dulces bromas le habían sido disparadas entonces por risueños labios, recalcadas por el guiño semi—altanero y semi—picaresco de algunos flecheros ojos de rica hembra, a propósito de su afición a la peña, entonces erigida en sociedad reaccionaria, ojalatera del alfonsismo! Gabriel en el fondo se sentía muy peñasco, igual que antes, y abominaba de saraos y visitas de cumplido, de andar poniéndose el frac y el ramito en el ojal, de saludos en la Castellana y bailes por todo lo fino; pero el asunto es que iba, iba, iba, seguía yendo, arrastrado por una blanca mano cuya piel suave le causaba mareos deliciosos… Era una viuda, hermana de la mujer de su primo, en cuya casa vivía; hermosa hembra de treinta y tantos, dotada de ingenio, oro y blasones… Gabriel no había tenido sino aventuras de alojamiento o de días de salida en Segovia. Volviose loco, y un día, con la mente y la sangre caldeadas, habló de bodas, para asegurar hasta el fin de la vida la dicha actual… Se le rieron blandamente, y como insistió, le pusieron de patitas fuera del paraíso. ¡Qué crujida, Dios! Gabriel, al pensar en ella, se admiraba de su juventud, de su sincera pasión y de sus románticos desvaríos. Lo de menos era no dormir, no comer, sufrir abrasadora calentura, beber y jugar para aturdirse… ¿Pues no se le ocurrió cierta mañana mirar con ojos foscos y extraviados un par de pistolas inglesas?… ¡Aquello sí que tuvo gracia!, discurría hoy el hombre de pelo ralo acordándose de las fogosidades del teniente…
El caso es que con el desengaño amoroso, se había vuelto más peñasco que nunca. Por entonces, apartado ya del gran mundo y de sus pompas y vanidades, sin que le quedase más rastro que los buenos modales adquiridos, ese baño delicadísimo que sobre la corteza brusca del tenientillo recién salido de la academia derrama el trato con damas y el ingreso familiar en círculos selectos —baño permanente cuando se recibe en la primera juventud— empezaron para Gabriel estudios libres que se impuso a sí propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa, dejándole siempre cierta lucidez dolorosa; de que el fatal tapete verde no le divertía, y de que las mujeres, no queriéndolas mucho, le eran casi indiferentes, se dio a la lectura por recurso, y en ella encontró la deseada distracción, y la convalecencia de aquella herida al parecer tan profunda, y que en realidad no pasaba de la epidermis.
Con los libros sí que se había emborrachado de veras. Eran obras de filosofía alemana, unas traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que artista, más sediento de doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase al fondo, a la médula. Las matemáticas del colegio le tenían divinamente preparado para las peliagudas ascensiones de la metafísica y las generosas quintaesencias de la ética. Eran sus actuales estudios lo que el riego a la planta tierna cuyas raíces penetran en terreno bien cultivado y removido ya. La inteligencia de Gabriel se abría, comprendiendo períodos enrevesados y diabólicos, y lisonjeaba su orgullo el que los demás afirmasen no poder entender semejante monserga. Sus nuevas aficiones le pusieron en contacto con muchos jóvenes, prosélitos de la entonces flamante y boyante escuela krausista. Y resolvió que