Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.eso quise poner fin a mi vida, cada vez más insufrible....
Interrumpiose de nuevo, y añadió, viendo que Lucía callaba:
—Quizá no me comprendas bien.... Son cosas, aunque tan ciertas, obscuras para quien por vez primera las oye.... Pero me entenderás si te digo llanamente que no moriré, porque te quiero, y me quieres, y ahora, suceda lo que suceda, vivo.
Dijo esto con ímpetu más violento aún que amoroso, y echó sus brazos al cuello de Lucía, y arrimola a sí con fuerza sobrehumana. Creyó ella sentir dos tenazas dulcísimas de fuego que la derretían y abrasaban toda, y reuniendo su vigor nervioso, se desprendió de ellas, quedándose trémula y erguida ante el pesimista. Su alta estatura, su ademán de indignación suprema, la asemejaran a bello mármol antiguo, si la bata de merino negro no borrase la clásica semejanza.
—Don Ignacio—balbucía la leonesa—usted se engaña, se engaña.... Yo no le quiero a usted... es decir, de ese modo, no, nunca.
—Atrévete a jurarlo—rugió él.
—No... no, me basta decirlo—replicó Lucía con creciente firmeza—. Eso no.
Y dio dos pasos hacia la puerta.
—Escúchame un instante—insistió él deteniéndola—. Sólo un instante. Tengo fortuna sobrada; mi viaje, según cree todo el mundo, se verificará esta noche. Estamos en un país libre, iremos a otro más libre aún. En los Estados Unidos nadie le pregunta a nadie de dónde viene, ni adónde va, ni quién es, ni qué hace. Nos vamos juntos. La vida juntos ¿oyes? la vida. Mira, yo sé que tú lo deseas. Tú estás muriendo por decir que sí. Sé de fijo que no eres dichosa, ni estás bien casada, y que te desmejoras, y sufres.... No pienses que no lo sé. Sólo yo te quiero, y te ofrezco....
Lucía dio otros dos pasos, pero fue hacia Artegui, y con uno de esos movimientos rápidos, infantiles, festivos, que suelen tener las mujeres en las ocasiones más solemnes y graves, se apretó la holgada bata en la cintura, y manifestó la curva, ya un tanto abultada, de sus gallardas caderas. Sacudió la cabeza, y dijo:
—¿Cree usted eso? Pues Don Ignacio.... ¡ya mandará Dios quien me quiera!
Ignacio bajó la frente, abrumado por aquel grito de triunfo de la naturaleza vencedora. Pareciole que era Lucía la personificación de la gran madre calumniada, maldecida por él, que risueña, fecunda, próvida, indulgente, le presentaba la vida inextinguible encerrada en su seno, y le decía: «Tonto de pesimista, mira lo que puedes tú contra mí. Soy eterna.»
—No importa—murmuró él resignado y humilde—. Por lo mismo.... Yo le serviré de padre, Lucía; yo respetaré tus sacros derechos como no los respetará tu marido, no. Seremos tres dichosos en vez de dos... nada más.
Cogiola de la falda y la obligó blandamente a sentarse.
—Hablemos así, tranquilos.... Pero, ¿por qué no quieres? Yo no te entiendo—dijo con renovada vehemencia—. ¿No era amor, no era amor lo que mostrabas en el camino y en Bayona? ¿No es amor venir aquí hoy... sola... por verme? ¡Oh! no puedes defenderte.... Urdirás mil sofismas, idearás mil sutilezas, pero.... ¡ello se ve! Mientes si lo niegas, ¿sabes? No creí que en tu inocencia cupiese el mentir.
Alzó la frente Lucía.
—No, Don Ignacio; diré la verdad... creo que ya es mejor que la diga, porque tiene usted razón, he venido aquí.... Sí, señor; oígalo usted. Yo le quiero como una loca, desde Bayona... no desde que le vi.... Ya lo oye usted. Yo no tengo la culpa; ha sido contra mi voluntad, bien lo sabe Dios.... Al principio creí que no era posible, que sólo me daba usted... lástima... y así... mucho agradecimiento por sus bondades conmigo... Creía yo que una mujer casada sólo puede querer a su marido.... Si alguien me dijese que era esto... le insultaría, de fijo.... Pero a fuerza de cavilar... no, yo no lo acerté, ni por pienso.... Fue otro, fue quien conoce y entiende más que yo de los misterios del corazón.... Mire usted, si yo supiese que era usted feliz, me hubiera curado... y también si alguien me mostrase compasión a su vez.... ¡Caridad! ¡Compasión!... Yo la tengo de todo el mundo... y de mí... nadie, nadie la tiene.... Así es que.... ¿Se acuerda usted de lo alegre que era yo? Usted aseguraba que mi presencia le traía regocijo.... Pues... ya me he acostumbrado a pensar cosas tan negras como usted.... Y a desear la muerte. Si no fuese por lo que espero... me daría el mejor rato del mundo el que me pusiese donde está Pilar. Yo era fuerte y sana.... Ya no tengo ni una hora buena. Esto ha sido como si un rayo me abrasase toda.... Es un azote de Dios. Lo más amargo de todo es pensar en usted... que ha de ser desdichado en este mundo, réprobo en el otro....
Artegui escuchaba entre jubiloso y compadecido.
—Entonces, Lucía...—dijo con expresión.
—Entonces, usted que es bueno y rebonísimo, porque si no lo fuese yo no le querría de tal modo, me va a dejar marchar... y en caso contrario, me marcharé yo, aunque salte por la ventana.
—¡Desdichada!—murmuró él torvamente, volviendo a su abatimiento antiguo—. ¡Das con el pie a la felicidad! es decir, a la felicidad no, pero al menos a su sombra, y sombra tan hermosa al fin....
Incorporose de pronto; sacudiéndose y retorciéndose como un león en la agonía.
—Dame una razón—gritó—. Si no, me mataré a tu vista. Sepa yo al menos por qué. ¿Es por tu padre? ¿es por tu marido? ¿es por tu hijo? ¿es por el mundo? ¿es?...
—Es—murmuró ella bajándose y con gran dulzura—. Es... por Dios.
—¡Dios!—gimió el pesimista—. Y si no lo hub....
Una mano le tapó la boca.
—¡Duda usted aún después de que hoy, por un milagro... usted lo dijo, por un milagro... ha preservado su vida!
—Pero tu Dios está enojado contigo—objetó él—. Le ofendiste al amarme; le ofendes al seguir amándome; viniendo aquí, le agraviastes más....
—Con un pie en el borde del abismo para caer, con el cuerpo medio hundido ya en las llamas del infierno... mi Dios me salva y me perdona, si a él se convierte mi voluntad.... Ahora, ahora voy a pedirle que me salve.
—Y no te salvará—repuso Artegui tomándole las manos—; no te salvará, porque adondequiera que vayas, aunque huyas de mí hasta ocultarte en el mismo centro de la tierra, aunque te escondas en la celda de un convento, me querrás, me adorarás, le ofenderás recordándome. No, tu sinceridad no te permite negarlo. ¡Ah! ¡Si se pudiese querer o no, a voluntad! pero harto te dice la conciencia que, hagas lo que hagas, yo estaré contigo siempre... siempre. Mira: por lo mismo que te horroriza... por lo mismo sucederá. Y te digo más: vendrá un día en que, como hoy, desearás verme, aunque sólo sea el espacio de un segundo... y atropellando por cuantos obstáculos se ofrezcan, y despreciando cuantas trabas te lo impidan, vendrás a mí... a mí.
Diciendo esto la sacudía por las muñecas, como el huracán sacude al tierno arbusto.
—Dios—murmuraba ella débilmente—. Dios sabe más que usted, y que yo, y que todos.... Le pediré que me ampare, y lo hará; le conviene hacerlo; lo hará, lo hará.
—No—respondió Artegui con fuerza—. Sé que vendrás, que vendrás arrastrada como la piedra, por tu peso propio, a caer en este abismo... o en este cielo; vendrás, vendrás. Mira, estoy tan cierto de ello, que ya no debes temer que me mate.... No quiero morir, porque sé que es la ley de las cosas que un día vengas a mí, y ese día—que llegará—quiero estar aún en el mundo para abrirte así los brazos.
A no estar Lucía vuelta de espaldas a la luz, Artegui pudiera haber visto el júbilo que se difundía por su rostro, y sus ojos que un segundo se alzaron al cielo dando gracias. Los brazos de Artegui, abiertos esperaban, Lucía se inclinó, y más rápida que las golondrinas, cuando al cruzar los mares rozan el agua, apoyó un instante la cabeza en los hombros de Artegui.
En seguida, y con presteza no menor, fue a la mesa, y tomando el candelero y entregándoselo a Ignacio, dijo en voz entera y tranquila: