Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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un azul metálico, como pavonado, reposaba, viéndose inmóviles las jarcias y arboladura de los buques surtos en la bahía, y quietos hasta los impacientes gallardetes de los mástiles. Ni un soplo de brisa, ni nada que desdijese de la apacibilidad profunda y soñolienta del ambiente.

      Caído el pañuelo y recibiendo a plomo el sol en la mollera, miraba Amparo con gran interés el espectáculo que el paseo presentaba. Señoras y caballeros giraban en el corto trecho de las Filas , a paso lento y acompasado, guardando escrupulosamente la derecha. La implacable claridad solar azuleaba el paño negro de las relucientes levitas, suavizaba los fuertes colores de las sedas, descubría las menores imperfecciones de los cutis, el salseo de los guantes, el sitio de las antiguas puntadas en la ropa reformada ya. No era difícil conocer al primer golpe de vista a las notabilidades de la ciudad: una fila de altos sombreros de felpa, de bastones de roten o concha con puño de oro, de gabanes de castor, todo puesto en caballeros provectos y seriotes, revelaba claramente a las autoridades, regente, magistrados, segundo cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud; unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascendían de mil leguas a importación madrileña, indicaban a las dueñas del cetro de la moda. Las gentes pasaban, y volvían a pasar, y estaban pasando continuamente, y a cada vuelta se renovaba la misma profesión por el mismo orden.

      Un grupo de oficiales de Infantería y Caballería ocupaba un banco entero, y el sol parecía concentrarse allí, atraído por el resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pantalones rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los roses. Los oficiales, gente de buen humor y jóvenes casi todos, reían, charlaban y hasta jugaban con un enjambre de elegantes niñas, que ni la mayor sumaría doce años, ni la menor bajaba de tres. Tenían a las más pequeñas sentadas en las rodillas, mientras las otras, de pie y con unos atisbos de timidez y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco, haciendo como que platicaban entre sí, cuando realmente sólo atendían a la conversación de los militares. Al otro extremo del paseo se oyó entonces un grito conocidísimo de la chiquillería.

      —Barquilleeeeé....

      —Batilos... a mí batilos, chilló al oírlo una rubilla carrilluda, que cabalgaba en la pierna izquierda de un capitán de infantería portador de formidables mostachos.

      —Nisita, no seas fastidiosa: te llevo a mamá—amonestó una de las mayores, con gravedad imponente.

      —Pué teo batilos, batiiilos—berreó descompasadamente la rubia, colorada como un pavo y apretando sus puñitos.

      —Tiene usted razón, señorita, díjole risueño un alférez de linda y adamada figura, al ver que el angelito pateaba y hacía pucheros para romper a llorar. Espérese usted, que habrá barquillos. Llamaremos a ese digno funcionario.... Ya viene hacia acá. Usted, Borrén—añadió dirigiéndose al capitán...—, ¿quiere usted darle una voz?

      —¡Eh... chss! ¡Barquilleeeeró!—gritó el capitán mostachudo, sin notar que el círculo de las grandecitas se reía de su ronquera crónica. No obstante la cual, el señor Rosendo le oyó, y se acercaba, derrengado con el peso de la caja, que depositó en el suelo delante del grupo. Se oyeron como píos y aleteos, el ruido de una canariera cuando le ponen alpiste, y las chiquillas corrieron a rodear el tubo, mientras las grandes se hacían las desdeñosas, cual si las humillase la idea de que a su edad las convidaran a barquillos. Inclinada la rubia pedigüeña sobre la especie de ruleta que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su dedito la aguja, chillando de regocijo cuando se detenía en un número, ya ganase, ya perdiese. Su júbilo rayó en paroxismo al momento que, tendiendo la mano abierta, encima de cada dedo fue el señor Rosendo calzándole una torre de barquillos: quedose extasiada mirándolos, sin atreverse a abrir la boca para comérselos.

      Estando en esto, el alférez volvió casualmente la cabeza y divisó del otro lado de los bancos un rostro de niña pobre que devoraba con los ojos la reunión. Figurose que sería por apetito de barquillos, y le hizo una seña, con ánimo de regalarle algunos. La muchacha se acercó, fascinada por el brillo de la sociedad alegre y juvenil; pero al entender que la brindaban con tomar parte en el banquete, encogiose de hombros y movió negativamente la cabeza.

      —Bien harta estoy de ellos—pronunció con desdén.

      —Es la hija—explicó sin manifestar sorpresa el barquillero, que embolsaba la calderilla y bajaba el hombro para ceñirse otra vez la correa.

      —Por lo visto, eres la señorita de Rosendez—murmuró el alférez en son de broma—. Vamos, Borrén, usted que es animado, dígale algo a esta pollita.

      El de los mostachos consideraba a la recién venida atentamente, como un arqueólogo miraría un ánfora acabada de encontrar en una excavación. A las palabras del alférez contestó con ronco acento:

      —Pues vaya si le diré, hombre. Si estoy reparando esta chica, y es de lo mejorcito que pasea por Marineda. Es decir, por ahora está sin formar, ¿eh?—y el capitán abría y cerraba las dos manos como dibujando en el aire unos contornos mujeriles—. Pero yo no necesito verlas cuando se completan, hombre; yo las huelo antes, amigo Baltasar. Soy perro viejo, ¿eh? Dentro de un par de años...—y Borrén hizo otro gesto expresivo cual si se relamiese.

      Miraba el alférez a la muchacha, y admirábase de las predicciones de Borrén: es verdad que había ojos grandes, pobladas pestañas, dientes como gotas de leche; pero la tez era cetrina, el pelo embrollado semejaba un felpudo, y el cuerpo y traje competían en desaliño y poca gracia. Con todo, por seguir la broma, hizo el alférez que asentía a la opinión del capitán, y pronunció:

      —Digo lo que el amigo Borrén: esta pollita nos va a dar muchos disgustos.... Los oficiales se echaron a reír, y Amparo a su vez se fijó en el que hablaba, sin comprender al pronto sus frases.

      —Cosas de Borrén.... Ese Borrén es célebre—exclamaron con algazara los militares, a quienes no parecía ningún prodigio la chiquilla.

      —Reparen ustedes, señores—siguió el alférez—; la chica es una perla; dentro de dos años nos mareará a todos. ¿Qué dices tú a eso, señorita de Rosendez? Por de pronto, a mí me ha desairado no aceptando mis barquillos.... Mira, te convido a lo que quieras, a dulces, a jerez... pero con una condición.

      Amparo enrollaba las puntas del pañuelo sin dejar de mirar de reojo a su interlocutor. No era lerda, y recelaba que se estuviesen burlando; sin embargo, le agradaba oír aquella voz y mirar aquel uniforme refulgente.

      —¿Aceptas la condición? Lo dicho, te convido... pero tienes que darme algo tú también: me darás un beso.

      Soltaron la carcajada los oficiales, ni más ni menos que si el alférez hubiese proferido alguna notable agudeza; las niñas grandecitas se volvieron haciendo que no oían, y Amparo, que tenía sus pupilas oscuras clavadas en el rostro del mancebo, las bajó de pronto, quiso disparar una callejera fresca, sintió que la voz se le atascaba en la laringe, se encendió en rubor desde la frente hasta la barba, y echó a correr como alma que lleva el diablo.

       —IV— Que los tenga muy felices

      Se ha mudado la decoración; ha pasado casi un año; corre el mes de enero. No llueve; el cielo está aborregado de nubes lívidas que presagian tormenta, y el viento costeño, redondo, giratorio como los ciclones, arremolina el polvo, los fragmentos de papel, los residuos de toda especie que deja la vida diaria en las calles de una ciudad. Parece como si se hubiesen asociado vendaval y cierzo: aquel para aullar, soplar, mugir; este para herir los semblantes con finísimos picotazos de aguja, colgar gotitas de fluxión en las fosas nasales, azulear las mejillas y enrojecer los párpados. En verdad que con semejante tiempo los Santos Reyes, que caballeros en sus dromedarios venían desde el misterioso país de la luz, atravesando la Palestina, a saludar al Niño, debieron notar que se les helaban las manos, llenas de incienso y mirra, y subir más que a paso la esclavina de aquellas dulletas de armiño y púrpura con que los representan los pintores. A falta de esclavina, los marinedinos alzaban cuanto podían el cuello del gabán


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