Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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el pincel e intentase copiarlas. Gracias sin duda a la pomada, el pelo no se quedó atrás y también se mostró cual Dios lo hizo, negro, crespo, brillante. Sólo dos accesorios del rostro no mejoraron, tal vez porque eran inmejorables: ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un tipo moreno . Tenía Amparo por ojos dos globos, en que el azulado de la córnea, bañado siempre en un líquido puro, hacía resaltar el negror de la ancha pupila, mal velada por cortas y espesas pestañas. En cuanto a los dientes, servidos por un estómago que no conocía la gastralgia, parecían treinta y dos grumos de cuajada leche, graciosísimamente desiguales y algo puntiagudos, como los de un perro cachorro.

      Observándose, no obstante, en tan gallardo ejemplar femenino rasgos reveladores de su extracción: la frente era corta, un tanto arremangada la nariz, largos los colmillos, el cabello recio al tacto, la mirada directa, los tobillos y muñecas no muy delicados. Su mismo hermoso cutis estaba predestinado a inyectarse, como el del señor Rosendo, que allá en la fuerza de la edad había sido, al decir de las vecinas y de su mujer, guapo mozo. Pero, ¿quién piensa en el invierno al ver el arbusto florido? Si Baltasar no rondó desde luego las inmediaciones de la Fábrica, fue que destinaron a Borrén por algún tiempo a Ciudad Real, y temió aburrirse yendo solo.

       —IX— La Gloriosa

      Ocurrió poco después en España un suceso que entretuvo a la nación siete años cabales, y aún la está entreteniendo de rechazo y en sus consecuencias, a saber: que en vez de los pronunciamientos chicos acostumbrados, se realizó otro muy grande, llamado Revolución de Setiembre de 1868.

      Quedose España al pronto sin saber lo que le pasaba y como quien ve visiones. No era para menos. ¡Un pronunciamiento de veras, que derrocaba la dinastía! Por fin el país había hecho una hombrada, o se la daban hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban marina, ejército, progresistas y unionistas. González Bravo y la Reina estaban ya en Francia cuando aún ignoraba la inmensa mayoría de los españoles si era el Ministerio o los Borbones quienes caían «para siempre», según rezaban los famosos letreros de Madrid. No obstante, en breve se persuadió la nación de que el caso era serio, de que no sólo la raza Real, sino la monarquía misma, iban a andar en tela de juicio, y entonces cada quisque se dio a alborotar por su lado. Sólo guardaron reserva y silencio relativo aquellos que al cabo de los siete años habían de llevarse el gato al agua.

      Durante la deshecha borrasca de ideas políticas que se alzó de pronto, observose que el campo y las ciudades situadas tierra adentro se inclinaron a la tradición monárquica, mientras las poblaciones fabriles y comerciales, y los puertos de mar, aclamaron la república. En la costa cantábrica, el Malecón y Marineda se distinguieron por la abundancia de comités, juntas, clubs , proclamas, periódicos y manifestaciones. Y es de notar que desde el primer instante la forma republicana invocada fue la federal. Nada, la unitaria no servía: tan sólo la federal brindaba al pueblo la beatitud perfecta. ¿Y por qué así? ¡Vaya a saber! Un escritor ingenioso dijo más adelante que la república federal no se le hubiera ocurrido a nadie para España si Proudhon no escribe un libro sobre el principio federativo y si Pi no le traduce y le comenta. Sea como sea, y valga la explicación lo que valiere, es evidente que el federalismo se improvisó allí y doquiera en menos que canta un gallo.

      La Fábrica de Tabacos de Marineda fue centro simpatizador (como ahora se dice) para la federal . De la colectividad fabril nació la confraternidad política; a las cigarreras se les abrió el horizonte republicano de varias maneras: por medio de la propaganda oral, a la sazón tan activa, y también, muy principalmente, de los periódicos que pululaban. Hubo en cada taller una o dos lectoras; les abonaban sus compañeras el tiempo perdido, y adelante. Amparo fue de las más apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería tantas veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, más bien que leía, con fuego y expresión, subrayando los pasajes que merecían subrayarse, realzando las palabras de letra bastardilla, añadiendo la mímica necesaria cuando lo requería el caso, y comenzando con lentitud y misterio, y en voz contenida, los párrafos importantes, para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonación más rápida y vibrante a cada paso. Su alma impresionable, combustible, móvil y superficial, se teñía fácilmente del color del periódico que andaba en sus manos, y lo reflejaba con viveza y fidelidad extraordinarias. Nadie más a propósito para un oficio que requiere gran fogosidad, pero externa; caudal de energía incesantemente renovado y disponible para gastarlo en exclamaciones, en escenas de indignación y de fanática esperanza. La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos, las inflexiones cálidas y pastosas de su timbrada voz de contralto, contribuían al sorprendente efecto de la lectura.

      Al comunicar la chispa eléctrica, Amparo se electrizaba también. Era a la vez sujeto agente y paciente. A fuerza de leer todos los días unos mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos. La fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable, porque le sucedía con el periódico lo que a los aldeanos con los aparatos telegráficos: jamás intentó saber cómo sería por de dentro; sufría sus efectos, sin analizar sus causas. ¡Y cuánto se sorprendería la fogosa lectora si pudiese entrar en una redacción de diario político, ver de qué modo un artículo trascendental y furibundo se escribe cabeceando de sueño, en la esquina de la mugrienta mesa, despachando una chuleta o una ración de merluza frita! La lectora, que tomaba al pie de la letra aquello de «Cogemos la pluma trémulos de indignación», y lo otro de «La emoción ahoga nuestra voz, la vergüenza enrojece nuestra faz», y hasta lo de «Y si no bastan las palabras, ¡corramos a las armas y derramemos la última gota de nuestra sangre!».

      Lo que en el periódico faltaba de sinceridad sobraba en Amparo de crédulo asentimiento. Acostumbrábase a pensar en estilo de artículo de fondo y a hablar lo mismo: acudían a sus labios los giros trillados, los lugares comunes de la prensa diaria, y con ellos aderezaba y componía su lenguaje. Iba adquiriendo gran soltura en el hablar; es verdad que empleaba a veces palabras y hasta frases enteras cuyo sentido exacto no le era patente, y otras las trabucaba; pero hasta en eso se parecía a la desaliñada y antiliteraria prensa de entonces. ¡Daba tanto que hacer la revuelta y absorbente política, que no había tiempo para escribir en castellano! Ello es que Amparo iba teniendo un pico de oro; se la estaría uno escuchando sin sentir cuando trataba de ciertas cuestiones. El taller entero se embelesaba oyéndola, y compartía sus afectos y sus odios. De común acuerdo, las operarias detestaban a Olózaga, llamándole «el viejo del borrego» porque andaba el muy indino buscando un rey que no nos hacía maldita la falta... sólo por cogerse él para sí embajadas y otras prebendas; hablar de González Bravo era promover un motín; con Prim estaban a mal, porque se inclinaba a la forma monárquica; a Serrano había que darle de codo; era un ambicioso hipócrita, muy capaz, si pudiese, de hacerse rey o emperador, cuando menos.

      Creció la efervescencia republicana mientras que trascurría el primer invierno revolucionario; al acercarse el verano subió más grados aún el termómetro político en la Fábrica. En el curso de horas de sol, sin embargo, decaía la conversación, y entre tanto la atmósfera se cargaba de asfixiantes vapores y espesaba hasta parecer que podía cortarse con cuchillo. Penetrantes efluvios de nicotina subían de los serones llenos de seca y prensada hoja. Las manos se movían a impulsos de la necesidad, liando tagarninas; pero los cerebros rehuían el trabajo, abrumador del pensamiento; a veces una cabeza caía inerte sobre la tabla de liar, y una mujer, rendida de calor, se quedaba sepultada en sueño profundo. Más felices que las demás, las que espurriaban la hoja, sentadas a la turca en el suelo, con un montón de tabaco delante, tenían el puchero de agua en la diestra, y al rociar, muy hinchadas de carrillos, el Virginia, las consolaba un aura de frescura. Tendidas las barrenderas al lado del montón de polvo que acababan de reunir, roncaban con la boca abierta y se estremecían de gusto cuando la suave llovizna les salpicaba el rostro. Revoloteaban las moscas con porfiado zumbido, y ya se unían en el aire y caían rápidamente sobre la labor o las manos de las operarias, ya se prendían las patas en la goma del tarrillo, pugnando en balde por alzar el vuelo. Andaban esparcidos por las mesas,


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