Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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tenía al presidente del Círculo y a su izquierda al orador de tenebrosa faz, el que, según Amparo, «echaba términos» difíciles de entender. Seguían los demás delegados por orden de respetabilidad, alternando con individuos de la Junta, de la Prensa, del partido.

      Fue poco a poco acrecentándose el ruido de la charla y desatándose las lenguas, por donde rebosaba ya la abundancia del corazón. El que, merced a su ancianidad venerable, podía ser llamado patriarca, sonreía, aprobaba, estaba de acuerdo con todo el mundo, mientras el delegado tétrico y ceñudo se las componía lo mejor posible para disputar. Al tercer plato disparó con bala rasa contra la propiedad, el capital y la clase media, y el presidente del Círculo, patrón y dueño del establecimiento, hubo de amoscarse; poco después fue el patriarca mismo el enojado, a causa de no sé qué frases sobre el derecho de insurrección y el empleo de medios violentos y coercitivos. Ninguno le parecía al patriarca lícito; en su concepto, el amor, la paz, la fraternidad, eran las mejores bases para fundar la unión federativa, no sólo de Cantabria y de España, sino del mundo. Cada cual alegaba sus razones, tratando de quimera el ajeno parecer; la discusión se hacía general; intervenían en ella periodistas y delegados desde los más remotos extremos de la mesa; alguien brindaba sin ser oído; personas de voz escasa exclamaban en tono suplicante: «Pero oigan ustedes, señores... si ustedes oyesen una palabra...». Era en balde. El grupo central se lo hablaba todo; de su confuso vocerío sólo se destacaban frases sueltas, airadas, empeñadas en descollar. «Eso son utopías, utopías fatales.... No, es que le convenzo a usted con la historia en la mano.... Sí, sí, hagámonos de miel.... La Revolución Francesa.... Era otro régimen, señores.... No confundamos los tiempos.... Está usted en un error.... Un hecho no es ley general.... Eso lo ha dicho Pi.... Cantú es un reaccionario.... El bautismo de la sangre.... Horrores infecundos...». Mientras duraba la polémica, los mozos no se entendían para pasar las fuentes del asado y para escanciar el Champaña.... Uno de ellos se inclinó hacia el presidente y le dijo al oído no sé qué... El presidente se levantó al punto y salió de la sala, volviendo a entrar presto seguido de un grupo de mujeres.

      Amparo lo capitaneaba. Penetró airosa, vestida con bata de percal claro y pañolón de Manila de un rojo vivo que atraía la luz del gas, el rojo del trapo de los toreros. Su pañuelito de seda era del mismo color, y en la diestra sostenía un enorme ramo de flores artificiales, rosas de Bengala de sangriento matiz, sujetas con largas cintas lacre, donde se leía en letras de oro la dedicatoria. Diríase que era el genio protector de aquel lugar, el duende del Círculo Rojo; las notas del mantón, del pañuelo, de las flores y cintas se reunían en un vibrante acorde escarlata, a manera de sinfonía de fuego.

      Adelantose intrépida la muchacha levantando en alto el ramo y recogiendo, con el brazo libre, el pañolón, cuyos flecos le llovían sobre las caderas. Y como el conspicuo disputador, dejando su asiento, mostrase querer tomar el ex—voto que la muchacha ofrecía en aras de la diosa Libertad, Amparo se desvió y fuese derecha al patriarca. El corro se abrió para dejarla paso.

      La muchacha, sin soltar el ramo, miraba al viejo. Este, de pie, con su barba plateada y levemente ondulosa como la de los ermitaños de tragedia, con su calva central guarnecida de abundantes mechones canos, con su alta estatura, un tanto encorvada ya, se le figuraba la ancianidad clásica, adornada de sus atributos, coronando la cima de los tiempos. Y el patriarca, a su vez, creía ver en aquella buena moza el viviente símbolo del pueblo joven. Ambos formularon en sus adentros el pensamiento de simpatía que les asaltaba.

      —Este señor mete respeto lo mismo que un obispo—se dijo Amparo.

      —Esta chica parece la Libertad—murmuró el patriarca.

      Entre tanto la muchacha comenzaba su peroración. Temblábale la voz al principio; dos o tres veces tuvo que pasarse la mano, yerta, por la frente húmeda, y sin saber lo que hacía accionó con el ramo, cuyas cintas culebrearon como serpientes de llama, y carraspeó para deshacer un nudo que le apretaba el galillo. Poco a poco, el rumor de la mesa, el cuchicheo de los convidados más distantes, la luz de los mecheros de gas que le calentaba los sesos, el aroma de los vinos y la espuma del Champaña, que aún parecía bullir en la iluminada atmósfera, la embriagaron, y sintió fluir de sus labios las palabras y habló con afluencia, con desparpajo, sin cortarse ni tropezar. Los convidados se daban al codo sonriendo, pronunciando entre dientes algún «¡bravo!, ¡muy bien!», al oír que las operarias republicanas de la Fábrica ofrecían aquel ramo a la Asamblea de la Unión del Norte y al Círculo Rojo en prueba de que... y para manifestar cuanto... y como testimonio de que los corazones que latían..., etc. El patriarca se colocaba la mano sobre el pecho, se la llevaba a la boca con sincerísima complacencia, mientras el disputador, tieso y serio, inclinaba de vez en cuando lentamente la cabeza en señal de aprobación. Por fin, la oradora acabó su discurso entregando el ramo al patriarca y gritando: «¡Ciudadanos delegados, salud y fraternidad!».

      Tomó el viejo la ofrenda y la pasó al presidente, que se quedó con ella muy empuñada y sin saber qué hacer. Confusas las compañeras de Amparo por el silencio repentino, miraban de reojo hacia todas partes, maravillándose del esplendor de la mesa y algo sorprendidas de que el banquete republicano fuese cosa de tanto orden y de que los delegados comiesen en vez de salvar la patria. El patriarca se acercó a Amparo; sus mejillas arrugadas y marchitas tenían a la sazón sonrosados los pómulos.

      —Gracias, hijas...—tartamudeó cabeceando senilmente—. Gracias, ciudadanas.... Acércate, tribuna del pueblo... que nos una un santo abrazo de fraternidad.... ¡Viva la tribuna del pueblo! ¡Viva la Unión del Norte!

      —¡Viva!—balbució Amparo toda enternecida, ahogándose—. ¡Viva usted... muchos años!—Y el viejo y la niña estaban a dos dedos de romper a llorar, y algunos de los convidados se reían a socapa viendo aquel brazo paternal que rodeaba aquel cuello juvenil.

       —XIX— La Unión del Norte

      Sobre el duro azul de un celaje no empañado por la más leve bruma, ondean las flámulas, colocadas en mástiles a la veneciana alrededor del baluarte de la Puerta del Castillo, y sus gayos colores no desdicen del júbilo radiante del cielo y de la estrepitosa y alegre multitud. Arcos y ondas de follaje verde corren de mástil a mástil, disonando y contrastando con el tono cerúleo del firmamento. En mitad del anfiteatro se alzaba el palco destinado a la Asamblea de la Unión, con su tribuna al centro, y flanqueado de otros dos más bajos, pero mayores, destinados a las comisiones del partido. Bien podía la Asamblea constitutiva de la Unión del Norte de la costa ibérica—que así se nombraba en sus documentos oficiales—ocupar oronda y satisfecha el palco presidencial: pocas sesiones y breves horas le habían bastado para sentar las bases del gran contrato unionista federativo; actividad gloriosa, sobre todo comparándola con la flema y machaconería de aquellas holgazanas de Cortes Constituyentes, que tardaban meses en redactar un código fundamental y definitivo para la nación.

      Caminaba impetuosa hacia el anfiteatro la comitiva, compuesta del partido y juventud republicana, de mucha chiquillería, de los comités rurales, de los delegados y de todo fiel cristiano que movido de curiosidad quiso injerirse en la procesión. Apresuradamente, como si fuese un ser único animado por un solo soplo vital, y tuviese por voz la banda de música que aturdía el ambiente con himnos y más himnos, adelantábase la palpitante masa humana; y empujadas por la compacta muchedumbre, las banderas, coronadas de flores, vacilaban cual si estuviesen ebrias, y tan pronto daban traspiés y se inclinaban acá o acullá, como tornaban a erguirse rectas y altivas. Y las casas del tránsito parecían contemplar el cuadro y entender su asunto, y de unas llovían flores, ramos, coronas, y otras, en menor número, cerradas a piedra y lodo, dijérase que fruncían el ceño y se ponían hurañas y serias al sentir el roce de las olas revolucionarias.

      Cuando estas llegaron a estrellarse en el baluarte, se esparcieron y derramaron por doquiera. El gentío trepó a las escaleras, cabalgó en el caballete de los bastiones, invadió los palcos de los comisionados, y se extendió coronando las alturas vecinas; por los troncos de los mástiles se encaramó más de un granuja, resuelto a dominar la situación. Penetró majestuosamente en su palco la Asamblea, y así que los delegados ocuparon sus asientos, el tumulto se apaciguó como por magia, y cerca de veinte


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