El secuestro de la novia. Jennifer Drew
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—Aún no estamos en Halloween —soltó Stacy involuntariamente.
Su intención no era llamar la atención, simplemente se le había escapado. Al menos no llevaban pistolas o cuchillos, o lo que fuera que usaran los ladrones en tales casos. Aquella tenía que ser una broma, una broma de mal gusto. Sin embargo el desgarbado gordinflón la agarró del brazo, y no en broma. Tiró de ella con tanta fuerza que le hizo daño. Stacy se tambaleó, con los zapatos de tacón alto, y el hombre de negro, mucho más tenebroso que su compañero, la agarró del otro brazo.
—¡Basta! ¡Suéltenme! —gritó Stacy tratando de echarse atrás.
—¡Cierra la boca! —gritó a su vez el hombre de negro empujándola hacia la puerta.
—¡Cometen una terrible equivocación! No hay ninguna razón para secuestrarme a mí. Yo no soy rica. ¡Ni siquiera puedo pagar este vestido! Se han equivocado de persona.
—¡Cállate! —gritó el hombre de la máscara naranja mientras la arrastraban por la calle, presa de los brazos.
Conque querían que se callara, ¿no? Entonces gritaría. En la curva, cerca de la puerta de la tienda, había una furgoneta verde sucia aparcada marcha atrás.
—¡No se puede aparcar en el paso de peatones! —gritó Stacy.
El hombre de la máscara naranja la soltó para abrir las puertas traseras de la furgoneta, pero el de negro siguió sujetándola, y finalmente le tapó la boca. Stacy pensó en mordérsela, pero ¿quién sabía qué habría podido tocar aquella asquerosa mano peluda? En su lugar decidió dar patadas, asestándole una al de naranja en pleno trasero. El hombre gruñó, pero abrió la puerta. Dentro, la furgoneta estaba sucia y llena de desperdicios. Solo tenía dos asientos, en la parte delantera. Había basura y restos de césped por todas partes.
—No le hagas daño —advirtió el alto empujándola de cabeza sobre una pila de sábanas sucias, en el suelo.
Stacy aterrizó sobre el estómago. No podía pensar, y menos aún reaccionar. Aquello no podía estar sucediendo en un salón para novias en pleno centro de la ciudad. Incluso Jonathan había dado su aprobación, al consultarle su opinión sobre la tienda.
De improviso, Stacy dejó de estar sola en la parte de atrás de la furgoneta. Un hombre entró de bruces por la puerta delantera del conductor, rodando por encima de ella y del vestido, retorcido alrededor de su cuerpo. El hombre trató de agarrar el picaporte de una puerta, para evitar que cerraran. Stacy rodó por el suelo hasta quedar de lado, para ver qué ocurría. Su héroe salvador era «Nicky», el tipo de la tienda. Le asestó un par de golpes al de la máscara naranja, pero no pudo apartarlo de la puerta. El ladrón gordito seguía intentando trepar dentro de la furgoneta.
De pronto surgió una sombra, no se supo de dónde. Stacy gritó, pero fue demasiado tarde. Un paquete de seis latas de cerveza se estampó con fuerza contra la cabeza de Nicky, que cayó sobre sus piernas, en perpendicular a ella. Stacy quedó tumbada boca abajo, y las puertas traseras de la furgoneta se cerraron. El hombre de la máscara de negro había entrado por delante, y lo había golpeado.
Stacy no podía salir de debajo del enorme cuerpo de Nicky, inmóvil. Además, la furgoneta había arrancado, y giraba en una curva llena de baches. Luego continuó lentamente por la larga avenida plagada de tiendas. ¿Es que aquellos dos idiotas no sabían que debían huir de la escena del crimen? Acaban de cometer la peor felonía que pudiera imaginarse, y sin embargo paseaban por la calle más despacio que tía Lucille. ¿Acaso esperaban un premio de la policía, por buena conducta en carretera? Stacy se asustó. Estaba clavada al suelo bajo un hombre inconsciente, y quizá muerto.
Nicky gimió. Bien, no estaba muerto, pero debía de tener una fuerte contusión. No era más que un holgazán y un fresco, como hubiera dicho su tía, pero al menos había intentado salvarla.
—Mi héroe —susurró Stacy.
Stacy trató desesperadamente de moverse, pero entonces oyó ruido de tela rasgándose. El vestido debía de estar arruinado. Si salía viva de la aventura, tendría que pagarlo. ¿Y quién sabía qué manchas podía tener, tras arrastrarse por la furgoneta?
—¡Ohh! —se quejó Nicky.
—¿Te encuentras bien? Por favor, si estás bien, quítate de encima. Ya sé que no suena muy amable por mi parte, pero me tienes clavada al suelo. ¡No, mejor no te muevas! No debes moverte, si tienes una herida en la cabeza.
—Creía que eras de las calladitas —gimió él.
De pronto Stacy se dio cuenta de que, entre ella y Nicky, oprimiéndole el trasero y la espalda, había un montón de tela crujiente. Tenía el vestido levantado hasta la cintura, enredado por todas partes excepto por donde lo necesitaba.
—¡Detesto que me digan que soy calladita! ¿Es que es necesario estar de cháchara todo el día? ¡Dios, me aplastas las piernas!
—Bonitas piernas —contestó él—. Y lo otro, también. ¿Con qué me han pegado?
—Con cerveza, con un paquete de seis latas de cerveza. ¿Dónde te duele? ¡No, no te muevas! Te han herido en la cabeza. ¡Sí, Dios, muévete! —Nicky se sentó al fin, y ella hizo lo mismo, tratando de bajarse el vestido—. Quizá debas quedarte tumbado.
Él estaba pálido, todo lo pálido que puede estar un hombre de tez morena. Stacy deseó palparlo para ver si estaba herido. Aunque, pensándolo bien, acariciar aquellos rizos resultaría excesivamente excitante.
—Estoy bien —dijo él moviendo con precaución la cabeza—. ¿Me han pegado con cerveza?
—Sí, debería verte un médico.
—No, tengo la cabeza muy dura. Bastará con que descanse un poco.
—Mejor, porque vamos de paseo con estos amigos.
—¿Quiénes son? —preguntó él en un susurro.
—No tengo ni idea.
—¿No te han dicho por qué te han secuestrado y te han metido aquí?
—No, además mis padres no son ricos, ni nada parecido. Gracias por intentar salvarme.
—Intentar… —repitió él de mal humor, trepando al otro lado de la furgoneta y dándose de bruces contra la pared.
—¡Este hombre está herido! —gritó Stacy mirando hacia delante, mientras el que conducía se detenía ante una señal de stop.
—¡Cállate!
—¡Pero puede estar mal herido! —insistió Stacy.
—Debería atarlos, ¿no crees, Perce?
—¡Sí, y darles también nuestra dirección y número de teléfono, idiota!
—Lo siento, olvidé eso de no decir el nombre.
—¡Tienen que dejar salir a este hombre! ¡Y a mí! ¡Se han equivocado de persona! —exclamó Stacy.
—Hazla callar —ordenó el que conducía.
Stacy cerró los ojos, aterrorizada ante lo que iba a hacerle el hombre de la máscara naranja. El enorme rollo de esparadrapo que sacó la hizo tragar.
Capítulo 2
DEBE de picarte toda la cara con esa máscara, Perce —comentó Nick tras un largo viaje en la furgoneta, que había acabado a orillas de un lago, donde habían tomado una barca para llegar a una remota isla.
Perce, el secuestrador alto vestido de negro, le dio un golpe entre los omoplatos, y Nick aceleró el paso por el sendero hasta una cabaña, a orillas del bosque. Los habían llevado a una isla desconocida, en algún lugar del norte de Michigan. Aparte de eso, Nick no tenía ni idea de dónde estaban.
De no haber tenido las manos atadas a la espalda, Nick podría