Porno feminista. Группа авторов
Читать онлайн книгу.le conté mi secreto a Jack. Era una oportunidad tan increíble que quería que pensara que siempre escribía por un montón de dinero y que lo sabía todo sobre la escena erótica. A diferencia del buque insignia de Guccione, con sus desplegables pin-up, la revista Forum estaba llena de palabras sexis en vez de fotos sexis, y sus lectores eran tanto hombres como mujeres.
Heidenry me encontró porque admiraba mi trabajo como escritora y editora de la revista On Our Backs, que llevaba dos años en el mercado, era antisistema y trataba de sexo lésbico. Yo estaba muy sorprendida de que hubiera siquiera oído hablar de nosotras. Nuestro pequeño grupo de San Francisco no había publicado este manifiesto pensando en los hombres.
Jack me pidió que escribiera una columna mensual llamada «The Erotic Screen» («La pantalla erótica») con reseñas e información sobre las últimas novedades en cine erótico. Un año más tarde añadió una columna de consejos para que pudiera responder a preguntas sobre cine erótico.
Ese día de 1986 debería haber quedado marcado en la historia de la liberación de la mujer dentro del imperio Guccione: Heidenry me contrató a mí, a Veronica Vera y a Annie Sprinkle como colaboradoras mensuales. ¿Alguna revista líder de Nueva York ha contratado alguna otra vez a tres mujeres de talento como editoras asociadas y les ha pagado generosamente? Yo estaba feliz, sin saber que había muy pocas mujeres que trabajaran en puestos así.
Entonces tenía veintiocho años. Todas las películas hardcore famosas, como Garganta Profunda o Tras la puerta verde habían salido cuando yo todavía iba a un colegio católico, estaba en primaria, llevaba zapato plano y faldas de cuadros escoceses.
Por supuesto, cuando era niña sentía curiosidad por las «películas x», pero para cuando llegué a la adolescencia era una radical y consideraba patéticas no solo las películas pornográficas, sino toda la idea al completo. Pensaba que la gente que hacía o veía esas películas debían de ser unos solitarios, como mínimo. Lo que necesitaban era quitarse la ropa e ir a practicar sexo con todo el mundo en una playa nudista. Mi vida real por aquel entonces habría dado para una buena película porno.
Para cuando llegaron los ochenta, yo ya creaba material erótico lésbico a diario con una banda de artistas radicales de gran talento en nuestra oficina 100% bollera encima de un restaurante chino de comida para llevar en Castro, el barrio de San Francisco. Durante el día trabajaba como dependienta en una juguetería para adultos feminista del tamaño de un vestidor: la Good Vibrations original, fundada por Joani Blank. Era un lugar único en su especie. Nuestra gran desventaja en cuanto a inventario era que casi nadie dentro del mundo de lo «erótico» hacía nada que tuviera ningún interés para las mujeres.
Mis compañeras de la tienda de vibradores y yo hablábamos de que «algún día» publicaríamos un libro de relatos cortos eróticos hechos por mujeres. No se había hecho nunca. Yo veía solo unos pocos clientes al día, y entre conversaciones sobre el milagro del vibrador Magic Wand, comentábamos cómo parecía que nadie creía que las mujeres tuvieran intereses eróticos y estéticos propios.
En On Our Backs lo inventábamos todo desde cero. ¿Y si montásemos un espectáculo de striptease con auténticas putas y strippers bolleras que quieran actuar para su propio público? ¡Hecho! ¿Y si hiciéramos vídeos de camioneras y femmes y punkis auténticas, gente que tuviera nuestro aspecto, bolleras con rostros de verdad, practicando el tipo de sexo de las mujeres de verdad? ¡Hagámoslo!
Poco a poco nos dimos cuenta de que nunca había habido una revista erótica creada por mujeres de ninguna condición (hetero, bi, u homo) ni había existido antes ninguna abierta y visualmente fuera del armario. Nuestros nombres y nuestras caras estaban en los créditos.
Mi comienzo en Forum fue torpe. Le dije a Jack:
—Sabes que soy una lesbiana feminista, ¿verdad? No voy a cambiar de idea respecto a cómo veo las cosas.
Pero eso no era ni la mitad. No era una periodista profesional, a pesar de mis credenciales políticas. Hoy, a mis ojos, mi primera reseña en Forum suena como una redacción sobre un libro que hubiera tenido que leerme para la escuela. Es más, no tenía contactos en el negocio, nadie que me pudiera presentar. Tenía que comprarme una entrada como cualquier otro viejo verde y plantarme en el Pussycat Theater para ver una proyección corriente. No sabía lo que eran las cintas de vídeo: ninguno de mis amigos veía vídeos en casa.
Ahora estoy contenta de mi pobreza inicial. Acabé viendo películas increíbles en 35 mm en algunas de las mayores y más elegantes pantallas de San Francisco y Nueva York. Elevaron mis expectativas, en el buen sentido.
Era la única mujer de las salas porno que no estaba trabajando. Al principio, al sentarme en aquella butaca de terciopelo raído con mi libreta, pensé que los clientes masculinos me fastidiarían. Pero no me importunaron: se alejaron de mí como si yo fuera un detective. Tenía toda la fila para mí.
También me di cuenta de que muchos hombres estaban manteniendo relaciones sexuales entre sí en las últimas filas del cine, tan inspirados por la actividad en su mayor parte heterosexual de la pantalla como indiferentes hacia ella. Recuerdo sentirme molesta al oír gruñidos, y gritarles: «¡Os estáis perdiendo una parte buena!».
Tenía un amigo, hoy fallecido, llamado Víctor Chávez, que trabajaba en el salón de banquetes de Local 2 here (el sindicato de horeca de San Francisco). Ambos éramos representantes sindicales, un tema que me interesa muchísimo. ¡Pero hablábamos de otras cosas, aparte de contratos injustos! Fue él quien un día abrió su maletín y me dijo que había dos libros que siempre llevaba consigo. El primero, la Biblia, que sacó y puso encima de la mesa, frente a nosotros. A continuación sacó de su maletín Cómo agrandar el pene, que según él era el segundo libro más vendido de la historia después del Génesis.
Víctor tenía un aparato de vídeo Betamax y una pantalla, que insistió en prestarme para que pudiera ser mejor crítica cinematográfica. Él creía en mi potencial. La pantalla era enorme y apenas cabía en mi habitación individual. Pero comprendí al instante la intimidad de esta nueva experiencia de visionado. Podía enchufar mi Magic Wand y montar tanto escándalo como los tíos del Pussycat.
Entendí así el doble golpe del porno. Toda esa gente follando y respirando fuerte te afecta. Por lo menos antes de haber reseñado unas cuantas miles de películas. Te excita hasta la distracción. Por otra parte, yo era muy aficionada al cine, una friki de las películas, y no podía evitar criticar los fracasos de taquilla, las pifias y los extraños bulos del porno; aparte de valorar positivamente a los directores que obviamente tuvieran un gran talento.
Veréis, los directores de cine erótico fueron los directores indie originales. El hecho de que sus películas te pusieran no era diferente de cualquier otro género que te asustara a muerte o te hiciera llorar. Las películas son grandes vehículos de transmisión de emociones fuertes. Cuando te tocan en múltiples niveles al mismo tiempo, las llamamos «obras maestras».
La era hardcore que comenzó a finales de los años sesenta se comprende ahora como parte de la ola de películas independientes que se desgajaron del sistema de los estudios de Hollywood. Los realizadores de cine erótico fueron pioneros en la misma liga que los directores de spaghetti western o los productores de torpes películas de horror o ciencia ficción. A veces, eran las mismas personas. La guetización del cine pornográfico era extraña, y completamente injustificada, excepto por la mojigatería de los políticos.
Cuando Forum me contrató, había muchas «revistas de fans» sobre pornografía, pero no había reseñas independientes o periodismo auténtico. No se había visto nunca un artículo en un diario corriente o en una revista de verdad sobre la economía, la estética o el trabajo diario dentro de la industria del cine para adultos. (La misma expresión «para adultos», como eufemismo de «sexo», pasó a la lengua vernácula debido a las batallas legales que definieron la sexualidad como un tema prohibido para los ojos de la gente joven).
Era la «zona de penumbra» de la que solo se hablaba en los debates legales y morales sobre la obscenidad. Ningún periodista del sindicato visitó un rodaje o una oficina. Ningún periodista que no se dedicara al género de adultos sabía qué cifras se manejaban.