E-Pack Bianca y Deseo octubre 2020. Varias Autoras

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E-Pack Bianca y Deseo octubre 2020 - Varias Autoras


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hacia la limusina, abrió la portezuela y clavó en ella sus insondables ojos negros.

      Min tuvo la sensación de que podía ver hasta los rincones más oscuros de su alma, y recordó las cosas que le habían contado de él: que Robert King lo había conocido en Roma cuando Dante era un adolescente y que Dante le había intentado atracar; que Robert le había dado su reloj y que, creyendo ver algo en el chico, le dio también su tarjeta y le dijo que, si quería cambiar de vida, lo llamara.

      Y sorprendentemente, Dante lo llamó.

      Min conocía muchas historias sobre el hombre que la estaba mirando; casi todas, terribles. Pero nunca se las había creído, porque su padre tendía a adornar sus narraciones y porque algunos detalles no encajaban del todo. De hecho, habría apostado cualquier cosa a que la verdad sobre Dante era mucho menos dramática.

      –Tenemos que hablar, ¿no crees? –dijo él.

      Dante la tomó de la mano y la ayudó a salir del vehículo. Para entonces, Maximus y Robert ya estaban a su lado.

      –Y cuando termines de hablar con él, hablarás conmigo –intervino Maximus.

      –Acompáñame. Así te librarás del pelotón de fusilamiento –añadió Dante, irónico.

      Min miró la mano que aún se cerraba sobre sus dedos y se acordó de un día lejano, cuando tenía doce años de edad. Se acababa de caer de un árbol y, al verla en tales circunstancias, Dante se acercó a ella y la tomó en brazos. Su contacto le gustó tanto que se estremeció; pero le dio miedo, y se apartó al instante.

      –Eres un peligro para la humanidad –continuó él.

      –Sí, bueno… Tengo que sacar a Isabella del coche.

      –Adelante.

      Ella se inclinó sobre la limusina, desabrochó el cinturón de seguridad de la sillita del bebé y lo alcanzó. A esas alturas, ya no importaba que Isabella fuera hija de la difunta Katie. Min la quería como si fuera suya, y estaba verdaderamente asustada con la posibilidad de que Carlo la encontrara; pero, aunque nunca se había considerado valiente, haría lo que fuera necesario por salvarla.

      Dante la llevó al despacho de Robert y, una vez allí, cerró la puerta y dijo:

      –Explícate. Sabes tan bien como yo que esa niña no es mía.

      –¿Se lo has dicho a mi familia? –preguntó, acunando al bebé.

      –No, no he dicho nada. Tendrás que decírselo tú porque, si se lo digo yo, no me creerán –respondió–. En la hora que has tardado en volver a casa, he tenido que dar cien razones a tu hermano para que no me asesinara. ¿Y sabes cuál era la más importante? Que si soy su padre, me necesitarás.

      –Y es verdad. Te necesito.

      Dante arqueó una ceja, pero no dijo nada.

      –Lo siento. Tuve pánico –añadió ella.

      –¿Pánico? ¿De qué? –se interesó–. ¿Qué ocurre?

      –Fuiste el único hombre que me vino a la cabeza, el único que tenía el poder suficiente. Y tenía que protegerme, Dante. ¡Tenía que proteger a Isabella! Y, como siempre has sido amigo de la familia, pensé que todos creerían que tú y yo… en fin, que…

      –Sí, ya, no hace falta que termines la frase. Pero pensaste mal. La idea de que yo pueda acostarme contigo es sencillamente ridícula.

      Minerva no se había sentido tan pequeña y despreciable en toda su vida. Dante tenía razón. La idea de que un hombre como él la quisiera en su cama era absurda. Pero Robert y Maximus se lo habían creído y, si ellos lo creían, también podía engañar a los demás.

      –Oh, vamos, los hombres tienden a mantener relaciones que, en principio, no tienen ni pies ni cabeza –declaró ella, intentando mantener su orgullo a salvo–. Son cosas de sus fantasías sexuales ocultas.

      –¿Ah, sí? Pues las mías están tan a la vista de todos que las publican en los periódicos de medio mundo. Y tú no encajas en ellas.

      Min se volvió a sentir insultada, aunque el comentario no le sorprendió en absoluto. A Dante le daba igual que las mujeres fueran rubias, morenas o pelirrojas; solo quería que fueran esbeltas y refinadas, es decir, como Violet.

      –Me alegro de saberlo –replicó.

      –¿Por qué lo has hecho, Minerva?

      –Lo siento, no quería causarte problemas –se volvió a disculpar–. Alguien nos ha amenazado a Isabella y a mí, y tenía que inventarme una historia para protegernos… una paternidad alternativa, por así decirlo.

      –¿Una paternidad alternativa?

      Min tragó saliva.

      –Sí, es que el padre de Isabella es el hombre que nos ha amenazado.

      Dante la miró con escepticismo.

      –Ah, pero ¿sabes quién es? Pensé que no lo sabías.

      Minerva no supo si sentirse sorprendida, ofendida o encantada con su intento de zaherirla, porque implicaba que la creía capaz de mantener relaciones amorosas secretas; pero, a decir verdad, solo la habían besado una vez, estando en Roma en compañía de Katie.

      Una noche, se fueron a una discoteca y, mientras bailaba con un joven del que ni siquiera conocía el nombre, él se inclinó y la besó sin previo aviso. Pero no le gustó nada, así que fingió que le dolía la cabeza, salió del local y tomó un taxi para volver al hostal donde su amiga y ella se alojaban.

      –Por supuesto que sé quién es. Desgraciadamente, su identidad tiene implicaciones de las que no fui consciente hasta más tarde.

      –¿Qué significa eso?

      Min dudó; quizá, porque no podía decirle la verdad sin confesarle que Isabella no era hija suya. Pero, por otra parte, Dante era una de las pocas personas de las que confiaba. Siempre había cuidado de ella, desde que era una niña. Y, a fin de cuentas, sus vidas estaban en peligro.

      –Su padre es miembro de una familia del crimen organizado –dijo, armándose de valor–. Huelga decir que yo no lo sabía cuando lo conocí. Y ahora la está buscando… bueno, nos está buscando.

      –¿Insinúas que estás verdaderamente en peligro?

      –Sí. Y la única forma de que nos deje en paz es convencerlo de que no es el padre de Isabella –contestó.

      –¿Y crees que se lo tragará?

      –Bueno, no tenía más opción que intentarlo –se defendió–. Necesito que me protejas.

      Él la miró con intensidad, como si estuviera mirando a una niña que había hecho una travesura. Y, de repente, su expresión cambió.

      –Si esa niña fuera hija mía, seríamos familia –afirmó Dante.

      –Sí, supongo que sí.

      –Y tendremos que hacernos fotografías, para que todo el mundo sepa que estamos juntos. De lo contrario, pensarán que soy un mal padre.

      –Sí, imagino que sí…

      –Pero, si Isabella fuera mi hija, tendríamos que hacer una cosa.

      –¿Una cosa? –dijo ella, frunciendo el ceño.

      Dante, que había empezado a caminar de un lado a otro como un tigre enjaulado, se detuvo súbitamente y respondió:

      –Sí, la única salida que tenemos.

      –¿Cuál?

      –Casarnos.

      DANTE supo dos cosas cuando clavó la mirada en los ojos verdes de Min; la primera, que si Minerva e Isabella estaban en peligro, debía protegerlas y la segunda, que casarse con ella era la mejor


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