Un hombre para un destino. Vi Keeland
Читать онлайн книгу.dígame, señorita Darling, ¿cómo es que alguien que no lee, aparte de alguna que otra novela romántica, se interesa por un ático que tiene una biblioteca que ocupa un cuarto de los metros cuadrados totales de la propiedad?
Solté lo primero que se me ocurrió. Cualquier cosa para evitar un silencio incómodo delante de aquel hombre.
—Creo que la biblioteca le añade carácter al apartamento. Estar rodeada de libros es muy sexy… Íntimo. No sé. Es algo que me parece sugerente.
«Dios, qué respuesta más estúpida».
Continuó observándome con mucha curiosidad, como si esperara que dijese algo más. Su mirada me incomodaba muchísimo, no solo porque estaba muy serio, sino también porque era sumamente atractivo. Tenía la raya del pelo peinada a un lado y, a diferencia del resto de su persona, no lucía perfecto. Una barba de tres días le cubría la mandíbula. Reed exudaba una energía peligrosa que contrastaba con su vestimenta, más bien formal. Algo en sus ojos me decía que no le costaría nada doblarme y darme una palmada en el trasero que sentiría durante varios días. Al menos, eso era lo que mi mente imaginaba.
Estar en aquella biblioteca, en silencio, y sometida a su potente mirada, me ponía nerviosa.
Finalmente dijo:
—¿Quiere que veamos el resto del ático?
—Sí, por favor. Para eso he venido.
—Claro —murmuró.
Suspiré de alivio, agradecida por el cambio de sala. La biblioteca empezaba a parecerme una mazmorra.
De espaldas, Reed era igual de impresionante. Observé la curva de su trasero moviéndose dentro de sus pantalones hechos a medida y traté de ignorar las imágenes sexuales que aparecieron en mi cabeza.
Me guio hasta una cocina enorme.
—Suelos de madera y, como ve, es una cocina gourmet, diseñada para un chef y reformada hace poco. Las encimeras son de granito y la isla central, de mármol. Los electrodomésticos son Bosch, de acero inoxidable. Todo de primeras marcas. Los armarios están hechos a medida y lacados en blanco. ¿Cocina usted, señorita Darling?
Me alisé el vestido negro hiperceñido que llevaba y contesté:
—De vez en cuando, sí.
—Estupendo. Bueno, pues dé una vuelta y, si tiene alguna pregunta, no dude en hacérmela.
¿Había empezado a comportarse con normalidad? Mi pulso se relajó un poco.
Paseé por la gran cocina. Mis tacones repiqueteaban contra el suelo. Reed apoyó su musculoso antebrazo sobre la isla central y me siguió con la mirada mientras su cuerpo permanecía inmóvil. Al parecer, la pausa en su intensidad había sido breve, porque volvía a generar ese campo eléctrico intangible.
Me obligué a dejar de mirarlo y asentí.
—Muy bonita.
—¿Alguna pregunta?
—No.
—¿Lista para la siguiente habitación?
—Sí.
La siguiente habitación era el dormitorio principal. Estaba en penumbra, pero la gran ventana de la estancia ofrecía unas vistas espectaculares de la ciudad y compensaba la semioscuridad.
—Este es el dormitorio principal. No deje de echar un vistazo al generoso vestidor. El baño adyacente tiene ducha de vapor, bañera con jacuzzi y suelos de mármol. Y como ve, la habitación tiene las mejores vistas del apartamento.
Me tomé mi tiempo, observándolo todo en un esfuerzo desesperado por parecer una compradora seria. Me siguió de cerca, y mi cuerpo se daba cuenta. Era como si tuviera una alarma íntima que detectaba su sexualidad y no me gustaba. No era un hombre amable ni dulce. No era Reed, al menos no era el Reed con el que había fantaseado. Se suponía que mi Reed iba a darme esperanza, pero el de verdad me dejaba sin aliento, lenta e implacablemente.
En cuanto hubimos recorrido el espacio del dormitorio, me miró y dijo:
—¿Alguna pregunta o comentario?
Debía poner fin a aquello. «Di algo».
—Creo que… Quizá sea demasiado grande para mí.
Se sentó en la cama y cruzó los brazos, con la carpeta todavía en la mano.
—Demasiado grande…
—Sí, creo que sería excesivo. Yo… Trabajo mucho. Y no tendría tiempo de disfrutar de un espacio como este.
Me miró con furia, visiblemente airado.
—Ah, ya. Las clases de surf para perros.
«¿Surf para perros?».
—¿Disculpe?
Señaló la carpeta con el índice.
—Su profesión. Rellenó su solicitud e incluyó su información personal y laboral. Parece un trabajo muy exigente: «Clases de surf para perros». ¿Cómo llega uno a tener esa profesión?
«Mierda. ¿Dónde me he metido?».
Llegados a este punto, era más fácil mentir que decir la verdad.
Empecé a balbucear tonterías:
—Como dice, es algo que requiere mucho tiempo y… compromiso. Se necesita mucha dedicación. Y mucha práctica.
—¿Y cómo se hace, exactamente?
«¿Que cómo se enseña a surfear a un perro? Ni puñetera idea».
—Pues hay que colocarse de pie en la tabla, con el perro delante, y… —No sabía cómo seguir.
—Surfear —añadió él, entre risas.
—Así es.
Reed se levantó de la cama y se acercó a mí.
—¿Y se gana bien la vida con eso?
Tragué saliva y negué con la cabeza.
—No.
Acto seguido, me preguntó, rápido como si fuera una bala:
—Entonces, ¿su familia es rica?
—No.
—Si su profesión no le permite ganar mucho dinero, ¿cómo piensa pagar un apartamento como este?
—Tengo otras maneras de…
Su mirada se volvió de hielo.
—¿De verdad? Porque, según su informe crediticio, no tiene ninguna manera de pagar un apartamento como este. De hecho, dice que prácticamente no tiene donde caerse muerta, Charlotte.
Pronunció mi nombre como si fuera una grosería, sacó un documento y lo sostuvo frente a mis ojos.
—¿De dónde ha sacado eso? —susurré, y le arrebaté la hoja—. ¿Me ha investigado?
—¿De verdad cree que voy a enseñar un apartamento de doce millones de dólares a cualquiera, sin antes comprobar si puede permitírselo? —replicó, en un tono todavía más iracundo—. No puede ser tan idiota.
La humillación se apoderó de mí.
—Comprobar la información financiera de una persona sin su consentimiento es un delito.
Me miró fijamente.
—Me dio su consentimiento cuando hizo clic en la casilla para enviar su solicitud. Me sorprende que no se diera cuenta de ello.
Relajé mi tono, una concesión defensiva.
—¿Lo sabía desde el principio?
—Por supuesto que sí —espetó en un tono despectivo—. Veamos algunas cosas