La única esposa. Lucy Gordon

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La única esposa - Lucy Gordon


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pero cuando llegó, sus bien trazados planes parecieron desvanecerse. Los besos fugaces en el coche habían insinuado la promesa de lo que sucedería, y en ese momento, supo que era imposible que hubiera podido dejar solo a Alí esa noche sin descubrir si mantendría la promesa.

      Y la mantuvo de forma magnífica. La envolvió en sus brazos de una manera que aislaba todo lo demás, como si solo ella importara.

      La boca de él era fuerte pero inmensamente sutil. Le recorrió los labios antes de pasar a sus ojos, su mandíbula, su cuello. Con infalible precisión encontró ese pequeño punto bajo su oído de una sensibilidad suprema, para continuar por el resto del cuello. Nada podría haberle hecho contener el suspiro de placer que emitió.

      —¿Estás jugando conmigo ahora? —gruñó él.

      —Desde luego. Un juego que no entiendes.

      —¿Y cuándo lo entenderé? —le gustó su respuesta.

      —Cuando haya terminado.

      —¿Y cuándo terminará?

      —Cuando yo haya ganado.

      —Cuéntame tu secreto —exigió.

      —Lo conoces tan bien como yo —Fran sonrió.

      —Contigo, siempre habrá un secreto nuevo —musitó con voz ronca y volvió a cubrirle los labios.

      La guió hacia el sofá junto al mirador. Ella sintió los cojines bajo su espalda y la luz de la luna en la cara. La acarició con los labios mientras las manos comenzaban una exploración delicada de su cuerpo. Jadeó ante ese contacto leve. No había sabido que poseía un cuerpo así hasta que sus dedos reverentes se lo revelaron, y también le contó para qué lo tenía.

      Era para dar y recibir un éxtasis de placer; no lo había sospechado hasta ese momento en que él le hizo entender lo que era posible más allá de su fantasía más descabellada.

      Fran movió la boca de forma febril sobre la suya, sin recibir ya, sino buscando y exigiendo con una urgencia que asombró a Alí… y también le encantó, siempre que su reacción sirviera como pauta. La insistencia de él se tornó feroz. Era un hombre muy peligroso. Podía besarla hasta que Fran ya no supiera qué le sucedía, o incluso quién era. ¿Y después? Débilmente, como desde una gran distancia, el orgullo la instaba a salvarse, porque en poco tiempo sería demasiado tarde…

      Pero fue otra cosa lo que la salvó. Un timbre en la pared sonó bajo pero de manera persistente. Alí se retiró con un suspiro de irritación, alzó un teléfono próximo y espetó algo.

      Casi de inmediato su voz cambió. Fue evidente que el mensaje era urgente, ya que se levantó de un salto.

      —Perdona —se disculpó—. Un asunto importante requiere mi atención —indicó la mesa—. Por favor, sírvete vino. Volveré a tu lado en cuanto pueda.

      Salió de la estancia.

      Aún aturdida, al principio Fran no fue capaz de entender qué había pasado. En el cenit de una experiencia sensual como jamás había conocido, él sencillamente la había abandonado. Los negocios lo habían llamado y ella había dejado de ser importante, incluso de existir.

      «Bueno, ya lo sé», pensó con furia. «Vine aquí a averiguar cosas de Alí Ben Saleem, y he descubierto cuáles son sus prioridades. Los pozos de petróleo, uno. Las mujeres, cero».

      Mientras su respiración se serenaba y regresaba del sueño erótico en el que la había sumido con molesta facilidad, su furia aumentó.

      —¿Quién cree que soy? —musitó.

      No, no quién, sino qué. Una muñeca a la que se puede devolver al anaquel hasta que tuviera ganas de volver a jugar. Y al igual que con una muñeca, esperaba encontrarla tendida en la misma posición•.

      Le enseñaría una lección.

      Se levantó con celeridad y tanteó en busca de las sandalias, preguntándose cuándo y cómo las había perdido. Eso le hizo pensar hasta dónde la había subyugado aquel hombre, la facilidad con que la había hecho perder el control. Debía escapar.

      Se asomó con cautela al recibidor.

      Un hombre, evidentemente un portero, estaba sentado ante la puerta de entrada. Con nerviosismo se preguntó si tendría órdenes de impedir que se marchara. Solo había una manera de averiguarlo.

      Respiró hondo, y cruzó el suelo de mármol con aire de suprema seguridad. El hombre se puso de pie con expresión de incertidumbre. Pero, tal como Fran había esperado, ninguna de sus órdenes abarcaba esa situación sin precedentes. Con el corazón desbocado, realizó un gesto imperioso, y él le hizo una profunda reverencia al abrirle la puerta para que saliera a la noche.

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