Tres flores de invierno. Sarah Morgan
Читать онлайн книгу.existido un cartel de No Molesten para pasajeros, se lo habría colgado.
Ese día, sin embargo, viajaba con Adam. Este era su colega y, en los últimos meses, su amante.
Y tal vez fuera también el padre de su hijo, cosa que seguramente sería un shock tan grande para él como para ella.
—Hablaba con Beth.
Sintió una punzada de culpa. Su hermana tenía razón en que hacía tiempo que no veía a las niñas. Estas eran adorables, pero, con ellas, Hannah se sentía inepta e incompetente. Le resultaba imposible leer cuentos de hadas en los que todos eran felices y comían perdices. No era capaz de perpetuar esa mentira. Santa Claus no existía. El Ratoncito Pérez tampoco. El amor no se podía garantizar.
En una ocasión había intentado explicarle eso a Beth, pero su hermana había pensado que decía tonterías.
«Puede que la vida no siempre acabe de un modo feliz, Hannah, pero prefiero ocultarles eso a mis niñas de momento, si no te importa».
Hannah pensaba que era más sano que las expectativas de la gente tuvieran una base en la realidad. Si no esperabas mucho, no era tan grande la caída cuando al fin te dabas cuenta de que ninguna planificación podía evitar que sucedieran cosas malas.
Unos años antes, después de una tormenta de nieve inesperada, se había visto obligada a pasar la noche en el apartamento de Beth. En mitad de la noche, Ruby se había subido a su cama. Hannah había sentido el cosquilleo de los rizos suaves en la piel y el calor del cuerpecito infantil a través del algodón del pijama cuando la niña se había pegado a ella buscando seguridad. Eso le había recordado tanto la fatídica noche en la que Posy se había subido a su cama, que los recuerdos casi la habían asfixiado.
El hecho de que su hermana no lo entendiera la hacía sentirse todavía más aislada.
Se había marchado sin desayunar, prefiriendo lidiar con los montones de nieve y la ventisca antes que con los recuerdos. Y había tenido mucho cuidado de no volver a colocarse en esa posición. Hasta ese momento.
Pasó los dedos por el cuello del suéter, aunque no le quedaba apretado.
La Navidad iba a ser dura, pero ni siquiera ella podía encontrar el modo de evitarla por segundo año. La familia McBride siempre se reunía en Navidad. Era la tradición. Se había resignado al hecho de que era algo que iba a tener que soportar, como un ataque malo de gripe. Pero ahora tenía además aquella complicación añadida.
—¿Se ha enfadado porque has anulado la cita? —preguntó Adam.
La observaba con preocupación y ella se apresuró a apartar la vista. Él era observador. Captaba cosas que a otras personas les pasaban desapercibidas. Era uno de los atributos que lo hacían tan bueno en su trabajo. También era parte de la perturbadora atracción que había sentido por él desde el primer día que llegó a la empresa. Hannah no estaba preparada para la química que parecía haber entre ellos. Se le daba tan bien controlar sus sentimientos, que había sido un gran shock descubrir que eran capaces de rebelarse.
—Le ha dolido —contestó.
Él sacó su teléfono del bolsillo y tendió el abrigo a la azafata.
—¿Por qué no le dices la verdad? Dile que te resulta difícil estar cerca de niños.
¡Menuda ironía!
«Si estoy embarazada, tendré que encontrar el modo de soportar a los niños».
Todavía le sorprendía haber hablado con él de su familia, pero Adam era una persona con la que resultaba increíblemente fácil hablar.
No se lo había contado todo, por supuesto, pero sí le había dicho más que a ninguna otra persona en toda su vida.
—Es… complicado —musitó.
Se dio cuenta de que, al otro lado del pasillo, había una pareja con un bebé. No habían despegado todavía y el bebé ya se mostraba inquieto. Hannah esperaba que no se pasara todo el viaje llorando. Oír llorar a un niño le producía dolor de estómago.
—Preséntamela y lo haré yo.
—¿Qué? —Hannah se volvió hacia él, confusa.
—Quiero conocer a tu hermana.
—¿Por qué?
—Porque eso es lo que hace la gente en nuestra posición.
—¿Nuestra posición?
—Estoy enamorado de ti —dijo él con sencillez, como si el amor no fuera lo más terrorífico que le podía pasar a una persona—. ¿O vamos a ignorar eso?
—Vamos a ignorarlo —contestó ella.
Al menos de momento. Controlaba sus sentimientos con la misma firmeza que su agenda. Había aprendido a reprimirlos. Si había una cosa que odiaba en la vida, era el caos emocional.
—Debería ofenderme que trates tan a la ligera mi sentida declaración de amor.
—Estabas borracho, Kirkman.
—No es cierto. Estaba en pleno uso de mis facultades.
—Si no recuerdo mal, habías bebido varios vasos de bourbon.
—Es cierto que necesité algo de apoyo líquido para darme valor —él se encogió de hombros—, pero declararte mi amor era un gran paso para un hombre que lleva tanto tiempo solo como yo.
Hannah no se había permitido creer que él hablara en serio.
Para ella, el amor era una forma emocional de ruleta rusa. Un juego al que ella no jugaba.
Su seguridad sentimental era lo más importante del mundo para ella.
No quería ni pensar cómo se complicaría todo si había además un bebé.
—¿Te preocupa que te vaya a quitar tus bienes? —Adam se inclinó hacia ella—. Firmaremos un acuerdo prematrimonial, pero tengo que advertirte de que, en caso de ruptura irrevocable de nuestro matrimonio, quiero tomar posesión de tus libros. Con tiempo y medicación, probablemente pueda aprender a vivir sin ti, pero no puedo aprender a vivir sin tu biblioteca. ¿Sabes lo excitante que es saber que tienes una primera edición de Grandes esperanzas en tus estanterías?
Hannah casi no podía concentrarse en la conversación.
«Tienes que hacerte la prueba», pensó.
—No necesitaremos un acuerdo prematrimonial —dijo.
—Estoy de acuerdo. Un amor como el nuestro durará eternamente. Podríamos decir que tengo grandes esperanzas —Adam le guiñó un ojo, pero ella no sonrió.
El amor era voluble y poco fiable, y definitivamente, no era algo que se pudiera controlar. Si alguien no te quería, no podías obligarle a hacerlo. Prefería construir su vida sobre bases más seguras.
Adam rechazó la oferta de champán de la azafata y pidió bourbon en su lugar. Enarcó las cejas cuando Hannah también lo rechazó.
—¿Desde cuándo rehúsas tú el champán?
«Desde que puedo estar embarazada».
—Necesito tener la mente despejada para la presentación.
—Tú puedes llevar a cabo esta presentación con los ojos cerrados. No entiendo por qué te estresas. ¿Dónde está la mujer que bailaba descalza en la oficina alrededor de una caja de pizza vacía?
Ella se quitó los zapatos de tacón.
—¿Podemos olvidar que pasó eso?
—No. Tengo pruebas fotográficas, por si alguna vez intentas negarlo. Y pienso mostrárselas a tu hermana para probarle lo incomprendida que eres —sacó el teléfono y fue pasando fotos con el pulgar—. Mira. Esta es mi favorita.
Hannah apenas se reconocía. El pelo se había salido del moño que llevaba a trabajar