El ataque de los zombis. Raquel Castro

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El ataque de los zombis - Raquel Castro


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      el ataque de

      los zombis

      (parte mil quinientos)

      El ataque de

      los zombis

      (parte mil quinientos)

      Raquel Castro

      Ilustraciones de Joan X. Vázquez

      Universidad Nacional Autónoma de México

      México 2020

      Para Alberto, porque con él no le tengo

      miedo a los zombis ni a nada

      A mi papá y a mi hermano,

      con todo el corazón

      Contenido

       El plan perfecto

       Típico

       Historia de amor

       El ataque de los zombis parte mil quinientos

       Columpios

       Los vegetales zombis que surgieron del ombligo

       Rosas de la infancia

       Tengo un secreto

       El recado

       La saga incompleta de la Piraña Humaña

       Una oferta imposible de rechazar

       La saga de P. Espín

       Larga distancia

       ¡Música, maestro!

       El número que usted marcó…

       Gallinas

       ¿A qué le tienes miedo?

1_completa

      Me despierta el teléfono en la madrugada. Sin ver la pantalla adivino que no han dado las cinco y que quien llama es mi jefe. Aunque ya me lo esperaba, la angustia hace que me duela el estómago. No sé si contestarle, poner en silencio el aparato o echarme a llorar. Lo único que quiero, en realidad, es descansar un poco, algo que no he hecho desde que empecé a trabajar con él.

      Lo peor de todo es que me lo habían vaticinado: cuando acepté el trabajo hubo quien me dijo que iba a ser terriblemente absorbente; que perdería a mis amigos y a mi novio y que terminaría con mucha ropa de marca y mucho zapato cuco, pero sola como un perro. Que acabaría como propiedad de mi jefe.

      No me acuerdo si no lo creí o si no me importó: lo que sí recuerdo es que estaba harta de estar perdiendo a mis amigos de tanto pedirles dinero prestado y que me daba mucho miedo perder a Toño, mi novio, por no poder ir a ningún lado a menos que él disparara todo.

      Desde que conocí al jefe me di cuenta de que sería una chamba difícil. Philip Smith era un señor joven, de unos cuarenta años, muy trajeado, muy guapo y muy erguido. No era gringo, o por lo menos no tenía acento.

      —Soy Phil y soy workohólico —bromeó al presentarse.

      Luego, más en serio, me pidió que le hablara de tú y le dijera Phil, pero sólo cuando no tuviera clientes. En esos casos le tenía que decir “señor Smith”.

      —¿Como en Matrix? —le pregunté, tratando de romper el hielo, pero él se encogió de hombros y le tuve que explicar que era una película vieja de ciencia ficción.

      Lo primero que me pesó fue el horario: llegaba a las siete de la mañana y recibía al muchacho del puesto de revistas, que traía los seis o siete periódicos que Phil revisaba diario. Luego iba a una tienda cercana a comprar fruta fresca: a Phil le gustaba tener un platón lleno cerca de su escritorio y era todo lo que comía durante el día.

      A las ocho yo revisaba su correo personal y borraba todo lo que no tuviera en el asunto la palabra dissolve, que (ahora lo sé) era una clave. Los mensajes que sí la traían, los dejaba sin abrir para que Phil los leyera y contestara.

      A las ocho cuarenta y cinco preparaba el café.

      A las nueve en punto llegaba Phil, entrábamos a su privado y me dictaba todos los nombres de la gente con la que le tendría que comunicar durante el día. Luego, yo le decía las citas de la mañana. Casi todas eran en la oficina: a Phil le chocaba salir.

      A las dos de la tarde me iba a comer y regresaba a las tres. Más llamadas y más citas.

      A las siete en punto, se iba. Yo me quedaba un rato más para lavar la cafetera y las tazas que se habían usado durante el día.

      A las tres semanas de estar con ese ritmo de trabajo, una mañana llegó Phil a las ocho y media y me dio una memoria USB.

      —Hoy no me pases llamadas. Tengo que preparar una conferencia —dijo. Y se encerró en su privado.

      Yo no sabía qué hacer con la USB y me daba pena molestarlo, pero a los quince minutos salió de nuevo.

      —Ah, en ese drive hay un archivo de Excel. Llama a todos los de la lista y diles que la reunión será… —y me dictó los datos.

      Cuando abrí el archivo me espanté: eran cientos de contactos. Sentí alivio al releer el dictado y ver que faltaban varias semanas para la reunión. Sólo así podría avisarles a todos.

      A las dos de la tarde había logrado hablar con cincuenta y siete personas y había dejado casi cuarenta mensajes en buzones de voz, de los cuales quince me habían devuelto la llamada. En total, veinte habían confirmado su asistencia. Me sentía orgullosísima de mi eficiencia.

      —Phil, voy a comer; ¿te traigo algo? —le pregunté.

      —¿Cómo que vas a comer? ¿Cuántos confirmados tienes?

      Le dije. Se indignó. Me gritó que esa reunión era importantísima y que no me podía ir si no confirmaba por lo menos la asistencia de trescientas personas.

      —Qué ideas; comer algo… puros pretextos para no trabajar —me dijo en un


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