El ataque de los zombis. Raquel Castro

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El ataque de los zombis - Raquel Castro


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treinta confirmaciones, la garganta irritada y los ojos rojos de aguantar las lágrimas. No me atrevía a irme y seguía haciendo llamadas, aunque ya varias personas me habían contestado molestas por hablar a deshoras.

      A las once salió Phil de su despacho.

      —¿Todavía por aquí, señorita? —me preguntó. Parecía genuinamente sorprendido.

      —Llevo doscientas cincuenta —respondí, esperando el regaño.

      —Huy… bueno… de todos modos ya no son horas para estar hablando. Vete a tu casa y mañana le sigues. Pero te aplicas, no como hoy en la mañana.

      Sentí que se me iba toda la sangre a la cara, del enojo. Pero él no se dio cuenta, o fingió no darse cuenta, y siguió como si nada:

      —Nada más lava las tazas y revisa el correo antes de irte, ¿sí? Y mañana tráete un sándwich o algo.

      No me dio tiempo ni de asentir: se fue de inmediato. Yo no sabía si sentirme agradecida de que me había hablado tan como si nada después de la gritoniza del medio día, o indignada porque encima de que me había tenido que quedar hasta esa hora me había hecho el reproche de que no me había encargado de mis tareas normales. Pero me dolía tanto la espalda y tenía tanta hambre que, ante la duda, preferí no pensar.

      Los siguientes días fueron iguales, horribles, largos. Pasaba todo el tiempo sentada en la oficina, pegada al teléfono. Si Phil veía en su extensión que el foquito de la mía estaba apagado por más de un minuto, salía de su privado y, según su estado de ánimo, me gritaba o me suplicaba que no me detuviera.

      Cuando terminé de hacer las invitaciones le pedí permiso de faltar al día siguiente para ir al doctor porque el dolor de espalda era ya terrible. Pero se puso como loco:

      —Ay, niña, no seas mañosa. Todas las enfermedades están en la mente. Si tú quieres te dan, si no, no. ¿Y no ves que estamos en una urgencia?

      —Ya llamé a todos los de la lista —traté de defenderme.

      —Pues ahora hay que reconfirmar a los que dijeron que sí van a ir a la reunión.

      Así que tuve que llamar de nuevo a todos para reconfirmar su asistencia.

      Y cada que colgaba el teléfono me quedaba con la sensación de que era gente rara. Aún no sé muy bien cómo explicarlo, pero tenían algo en el tono de voz, todos: una como urgencia. También pensé que podía ser algo como una fe: sonaban como mi tía la que entró a una secta.

      Mientras tanto, las cosas con Toño comenzaron a ir mal. Justo el día de la famosa reunión de Phil, que fue la primera vez en mucho rato que salí a una hora decente, tuvimos un pleitazo.

      —Pasas más tiempo con el tal Phil que conmigo —reprochaba.

      —¡No es cierto, flaco! Hay días que lo veo cinco minutos.

      —Ajá. ¿Y quieres que te crea que te la pasas trabajando sin parar, sin verlo siquiera, desde las siete de la mañana hasta las diez, once de la noche? ¿Por qué ni siquiera me contestas el teléfono cuando te llamo a tu oficina? ¿Se pone celoso?

      —¡Porque tengo que hacer no sé cuántas llamadas al día! ¿De veras no entiendes?

      —¡Ni siquiera me has dicho a qué se dedica este cabrón!

      Me quedé de a seis: yo misma no lo sabía. No tenía ni idea de qué había ido “la reunión”, no sabía qué le decían en los mails que no eran spam, no sabía qué buscaba en los periódicos, de qué hablaba con la gente a la que yo le comunicaba, de dónde sacaba dinero para pagarme.

      Nada.

      Cero.

      Al día siguiente de la discusión, llegué a la oficina con la firme intención de encarar a Phil. Pero encontré un postit sobre mi computadora: “Voy de viaje, te encargo todo”. No decía más. Traté de llamarle a su celular, pero me mandó al buzón. Abrí el correo electrónico, con la esperanza de que hubiera instrucciones específicas, pero no. Preparé el café, más que nada por rutina, y al darme cuenta de lo absurdo que había sido, me serví una taza por primera vez desde que había entrado a trabajar ahí. También me comí una manzana del frutero de Phil.

      Entonces me puse a hacer mi trabajo: borré el spam, puse los periódicos sobre el escritorio de Phil… y luego estuve prácticamente sin hacer nada hasta las siete, excepto los ratos que me tomaba recibir a quienes tenían alguna cita con mi jefe y decirles que los reagendaría a la brevedad. También contesté una que otra llamada, pero en cada caso mi respuesta era la misma: no sabía cuándo iba a regresar el señor Smith, ni dónde localizarlo, ni nada.

      Los días siguientes fueron más o menos iguales. Como Phil no me dejó dinero, dejé de comprar fruta. La cuenta de los periódicos se pagaba toda junta a fin de mes, así que se siguieron acumulando en el escritorio de mi jefe, porque yo no sabía si tirar o guardar los viejos. Me aficioné al café.

      En la quincena me depositaron mi sueldo puntualmente, pero tuve que usar casi la mitad para pagar la luz y el teléfono de la oficina, para evitar que los cortaran. Las llamadas seguían llegando y yo no sabía si cancelar o no las citas de los días siguientes, por lo que seguía recibiendo gente para decirle que le daría una nueva cita tan pronto regresara mi jefe. Eso sí: salía puntualmente a las siete. Y mi acto máximo de rebeldía era lavar la cafetera y mi taza un día sí y otro no.

      Casi veinte días después, Phil regresó. Llegué una mañana a la oficina y ahí estaba, sentado en mi escritorio, furioso.

      —No puedo creer que no hayas hecho nada en mi ausencia. Tengo miles de mails con quejas. No cancelaste las citas, no mandaste la correspondencia. ¡No reservaste la sede de la siguiente reunión!

      Traté de explicarle lo que sí hice, de recordarle que nunca me dijo absolutamente nada de la correspondencia ni de la reservación ésa. No quiso escucharme. A cada cosa que yo le decía, él me repetía otra vez todo lo que yo no había hecho, despacio y con énfasis en cada sílaba, como si yo fuera sorda o tonta.

      —Hasta la señora de la fruta se quejó: no fuiste ni una vez. Pero eso sí, casi te acabas mi café. ¿Y qué se supone que haga con esas montañas de periódicos que amontonaste en mi escritorio?

      Me desesperé y acabé pidiéndole perdón. Obviamente, no me atreví a decirle que me reembolsara lo de la luz y el teléfono.

      A partir de su regreso, la conducta de Phil se volvió más y más rara. A veces me daba instrucciones muy precisas de cómo hacer cosas intrascendentes; otras, era ambiguo y me dejaba a mi suerte. Por ejemplo, en la víspera de la segunda reunión me dejó un postit sobre mi PC. Decía “CATERING!”

      ¿Quería catering? ¿Para cuántas personas? ¿Qué incluyera qué? ¿O me preguntaba si estaba incluido en el servicio que reservé? Con mucha pena le pregunté y para contestarme usó su tonito de “eres sorda o tonta”.

      —Ay, niña… que lo canceles, obvio. ¡Intelígete!

      Luego empezaron las llamadas a deshoras.

      Una vez, a las once de la noche, para preguntarme el clima en Campeche. Siete de la mañana de un domingo, para preguntarme si había comprado el garrafón de agua purificada el viernes anterior.

      Dos de la mañana de un martes, para asegurarse de que me presentaría al trabajo en horario normal al día siguiente.

      —Claro que sí, Phil. Como siempre.

      —Muy bien. Es que soñé que no ibas y me dejabas con toda la carga de trabajo.

      En la oficina, salía de pronto de su reservado a platicar conmigo, sin importarle si había o no qué hacer. O me llamaba a su despacho cuando ya era mi hora de salida y me servía una taza de café, para tenerme ahí sentada mientras él contestaba correos. De pronto, como que se acordaba de que yo estaba ahí y me dictaba alguna carta o me daba cualquier indicación para el día siguiente.

      Fuera de la oficina, tenía que estar al pendiente de


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