Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky
Читать онлайн книгу.con las manos manchadas, según la expresión del zar, con sangre de mujik —aunque fuera un «santo», no por eso dejaba de ser un campesino—, fue visitado en señal de simpatía por todos los miembros de la casa imperial que se hallaban en Petersburgo. La hermana de la zarina, viuda del gran duque Sergio, comunicó por telégrafo que rezaba por los asesinos y bendecía su patriótica acción. Los periódicos, mientras no se dictó la prohibición de tocar el tema de Rasputín, publicaron artículos entusiastas; en los teatros intentaron organizarse manifestaciones en honor de los asesinos, y los transeúntes se felicitaban por las calles. «En las casas particulares, en los clubes de oficiales, en los restaurantes —recuerda el príncipe Yusupov— se brindaba por nuestra salud; en las fábricas, los obreros lanzaban hurras en nuestro honor». Es perfectamente explicable que los obreros no diesen muestras de pena al enterarse del asesinato de Rasputín. Pero sus gritos de júbilo no tenían nada que ver con la esperanza de que se corrigiese la dinastía. La camarilla de Rasputín adoptaba una actitud expectante. Rasputín fue enterrado sigilosamente sin más cortejo que el zar, la zarina, sus hijas y la Wirubova. Junto al cadáver del «santo Amigo», antiguo cuatrero, asesinado por los grandes duques, la familia real tuvo que sentirse sola y como apestada. Pero Rasputín no encontró sosiego ni debajo de tierra. Cuando a Nicolás II y Alejandra se les consideraba ya como arrestados, los soldados de Tsárskoye Seló abrieron la tumba y exhumaron el féretro. Junto a la cabeza del muerto había un icono con esta dedicatoria: «Alejandra, Olga, Tatiana, María, Anastasia, Ana». El gobierno provisional envió un emisario con órdenes de que el cadáver fuese trasladado, no se sabe para qué, a Petrogrado. La multitud se opuso a ello y el emisario tuvo que quemar el cadáver en presencia suya.
Después del asesinato del «Amigo», la monarquía no vivió más de diez semanas. Aunque pequeño, todavía le quedaba un plazo por suyo. Ya no vivía Rasputín, pero seguía reinando su sombra. Contra lo que habían esperado los conspiradores después del asesinato, la pareja real siguió sosteniendo con especial obstinación a los miembros más despreciables de la camarilla de Rasputín. Para vengar a éste, fue nombrado ministro de Justicia un canalla famoso. Varios grandes duques fueron desterrados de la capital. Se decía que Protopopov se dedicaba al espiritismo para conjurar el espíritu del muerto. El dogal va ciñéndose cada vez más a la garganta de la monarquía.
El asesinato de Rasputín tuvo grandes consecuencias, aunque no precisamente las que habían imaginado sus autores e instigadores. Lejos de atenuar la crisis, lo que hizo fue exacerbarla. Por todas partes se hablaba del hecho: en los palacios y en los estados mayores, en los talleres y en las chozas de los campesinos. La conclusión no era difícil de sacar: hasta los grandes duques tenían que acudir al veneno y al revólver contra la corrompida camarilla. El poeta Block escribía, comentando el asesinato de Rasputín: «La bala que acabó con él se ha clavado en el mismo corazón de la dinastía reinante».
Robespierre recordaba a la Asamblea legislativa que la oposición de la nobleza, al debilitar a la monarquía, había puesto en pie a la burguesía, y detrás de ella a las masas populares. Al propio tiempo, Robespierre advertía que en el resto de Europa la revolución no podría desarrollarse con la misma rapidez que en Francia, porque las clases privilegiadas de los otros países, aprendiendo el ejemplo de la aristocracia francesa, se cuidarían de no tomar en sus manos la iniciativa de la revolución. Pero, al hacer este notable análisis, Robespierre se equivocaba, suponiendo que con su oposición irreflexible los nobles franceses habían dado una lección perdurable a la aristocracia de los demás países. El ejemplo de Rusia había de demostrar de nuevo en 1905, y sobre todo en 1917, que la revolución, al enfrentarse con el régimen autocrático y semifeudal, es decir, contra la nobleza, encuentra en sus primeros pasos el aliento incoherente, no sólo de la nobleza de filas, sino incluso de sus sectores más privilegiados, de los miembros de la dinastía inclusive. Este notable fenómeno histórico podría parecer paradójico y contrario a la teoría de la sociedad de clases; en realidad sólo contradice a la idea vulgar que muchos tienen de ella.
La revolución surge cuando todos los antagonismos de la sociedad llegan a su máxima tensión. La situación, en estas condiciones, hácese insoportable incluso para las clases de la vieja sociedad, es decir, aquellas que están condenadas a desaparecer. Sin dar a las analogías biológicas más importancia de la que merecen, no será inoportuno recordar que llega un momento en que el parto es algo tan inevitable y fatal para el organismo materno como para el nuevo ser. La rebeldía de las clases privilegiadas no hace más que dar expresión a la incompatibilidad de su posición social tradicional con las necesidades vitales de la sociedad en el futuro. La aristocracia, sintiendo converger sobre sí la enemiga general... hace recaer la culpa sobre la burocracia. Ésta acusa a su vez a la nobleza, hasta que ambas juntas, o cada cual por su parte, enderezan su descontento contra el símbolo monárquico del poder.
El príncipe Cherbatov, sacado de las instituciones de la nobleza para servir durante algún tiempo como ministro de la Corona, decía: «Tanto Samarin como yo somos antiguos mariscales de la nobleza provinciana. Hasta ahora, nadie nos ha considerado como de la izquierda, ni nosotros mismos nos asignamos este carácter. Pero ni él ni yo podemos comprender que impere en el Estado una situación en la que el monarca y su gobierno se hallen radicalmente divorciados de todo lo que hay de razonable en el país —de las intrigas revolucionarias no hay para qué hablar—: de los nobles, de los comerciantes, de las ciudades, de los zemstvos e incluso del ejército. Si en las alturas no se quiere escuchar nuestra opinión, sabremos cuál es nuestro deber: marcharnos».
Para la nobleza, la causa de todos los males está en que la monarquía se ha vuelto ciega o ha perdido el juicio. La clase privilegiada no ha perdido las esperanzas en una política capaz de conciliar la sociedad vieja con la nueva. O, dicho en otros términos: la nobleza no se aviene a la idea de que está condenada a desaparecer, y convierte lo que no es más que la angustia del agonizante en rebeldía contra la fuerza más sagrada del viejo régimen, es decir, contra la monarquía. La acritud y la irresponsabilidad de la rebeldía aristocrática se explican por la misma molicie histórica a que están acostumbrados sus más altos representantes, por su miedo insuperable a la revolución. Las incoherencias y contradicciones de la rebeldía aristocrática tienen su razón de ser en el hecho de que se trata de una clase que tiene cerradas todas las salidas, y del mismo modo que una lámpara, antes de extinguirse, brilla por un momento con resplandor más vivo, aunque sea humoso, la nobleza, en los estertores de la agonía, tiene un resplandor súbito de protesta que presta un gran servicio a sus enemigos mortales. Es la dialéctica de este proceso, que no sólo se aviene a la teoría de la sociedad de clases, sino que sólo en ésta encuentra su explicación.
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