No te alejes de mí - Innegable atracción. Melissa Mcclone

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No te alejes de mí - Innegable atracción - Melissa Mcclone


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decir. Se sentía muy resentido y decidió concentrarse en el principio de su relación, en la parte bonita.

      –¿Recuerdas esa primera noche en Las Vegas? Querías que nos hiciéramos una foto frente a las máquinas tragaperras y lo conseguimos, pero nos echaron del casino. Tus bonitos ojos verdes estaban llenos de picardía. Te gustaban mucho esas travesuras…

      Sarah había conseguido hechizarlo y transportarlo a una época de su vida llena de libertad y diversión, como cuando Blaine y él habían sido dos jóvenes impulsivos y temerarios.

      –Y entonces me besaste.

      Sarah había conseguido cambiar en un instante todos sus planes. A partir de ese momento, no había sido capaz de pensar con claridad. Y no le había importado. Había sido una aventura.

      –Fue la noche siguiente cuando pasamos junto a la capilla Felices Para Siempre. Me retaste riendo a que entráramos e hiciéramos por fin oficial nuestra relación.

      Sarah le había dicho que así él no iba a poder olvidarse de ella cuando regresara a Seattle y que tampoco podría dejarla plantada en el altar después de años de relación y muchos meses planeando su gran boda.

      Cullen le había prometido que nunca podría dejarla de esa manera.

      Y el cariño que había visto en los ojos de Sarah le impidió pensar con claridad. Por primera vez desde que su hermano Blaine se metiera en las drogas, Cullen se había sentido completo de nuevo, como si hubiera encontrado en ella la pieza que le faltaba desde la muerte de su hermano gemelo.

      –No podía dejar que te escaparas –le dijo entonces.

      Cullen había tomado su mano y había ido hacia la capilla. Olvidó por completo que se había prometido no volver a tomar decisiones arriesgadas. No sopesó las probabilidades ni consideró las consecuencias de casarse con una mujer a la que apenas conocía.

      No había querido dejarse llevar por el sentido cuando Sarah había hecho que se sintiera completo, cuando había pensado que nunca iba a volver a sentirse así.

      Media hora más tarde, salieron con alianzas a juego y un certificado de matrimonio.

      No había dejado de lamentarlo desde entonces.

      Durante las últimas navidades, había sido duro ver tan felices a los amigos con sus parejas. Se había sentido más solo que nunca.

      Pero seguía casado con esa mujer, por eso estaba allí. Eran marido y mujer hasta que un juez declarara lo contrario. Estaba deseando volver a ser libre y poner su vida en orden.

      De lo único que estaba seguro era que no iba a volver a casarse.

      Al menos tenía un amigo con el que compartir su situación. Paulson era un solterón empedernido.

      Pero hasta que el divorcio fuera definitivo, seguía atado a una mujer que no se cansaba nunca de hablar ni de hacerle preguntas, siempre empeñada en descubrir lo que sentía.

      «Después del divorcio, todo será mejor», se dijo una vez más.

      Se sentó junta a Sarah en la cama. Quería odiarla, pero no podía, no al verla tan frágil.

      –Tienes los labios muy secos.

      Tomó un tubo de la mesita y le pasó un poco de bálsamo por sus agrietados labios.

      –¿Mejor?

      Mientras ponía de nuevo el tubo en la mesita, le pareció percibir un leve movimiento. La manta se había deslizado. Había movido de nuevo el brazo izquierdo.

      –¡Sarah!

      Ella parpadeó. Una vez, dos veces. Se abrieron entonces sus ojos y lo miraron.

      –¿Todavía estás aquí? –le preguntó Sarah con sorpresa y alivio a la vez.

      –Ya te dije que no me iba a ninguna parte.

      Ella tomó su mano y la apretó.

      –Pero lo hiciste.

      Sintió cómo el calor emanaba del punto donde se unían sus manos y no pudo evitar estremecerse. Suponía que no tardaría en soltarlo, pero no lo hizo. Se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos y las comisuras de sus labios se curvaron en una tímida sonrisa.

      Trató de recordar que aquello no era importante, que lo tocaba con cariño y agradecimientos, pero no podía ignorar el hormigueo que sentía por el cuerpo. Era muy agradable. Demasiado.

      –¿Tienes sed? –le preguntó apartando la mano.

      –Sí, agua, por favor.

      Apretó un botón en la cama para levantar la cabecera. Tomó un vaso de agua de la mesita y se lo llevó a la boca. Colocó la pajita sobre su labio inferior para que pudiera beber. A pesar del bálsamo que acababa de aplicarle, sus labios seguían muy secos. No pudo evitar pensar en lo suaves y dulces que sabían cuando la besaba.

      Pero sabía que no era el momento para pensar en esas cosas. Porque no iba a haber ningún beso más, por mucho que hubiera disfrutado de ellos en el pasado.

      –Bebe lentamente –le advirtió él.

      Sarah hizo lo que le pedía.

      –¿Dónde estoy? –le preguntó después–. ¿Qué ha pasado?

      Le despertó mucha ternura su ronquera. Agarró el vaso de agua para resistir la tentación de apartarle el pelo de la cara.

      –Estás en un hospital de Seattle. Hubo una explosión de vapor en el cráter del Baker. Te golpeó una roca y te caíste.

      –¿Continuó la explosión de vapor durante mucho tiempo? –le preguntó Sarah.

      –No –le dijo él–. Pero hablé con Tucker Samson, que me dijo que era tu jefe, y cree que puede ser una señal de que pronto se producirá una erupción más importante.

      Vio cómo fruncía el ceño por debajo de la venda que tenía en la frente.

      –La verdad es que apenas recuerdo nada…

      –Es normal. Sufriste una conmoción cerebral, pero ya estás mejor.

      Vio que sus palabras no habían conseguido tranquilizarla, había pánico en sus ojos.

      –No estaba allí arriba sola, estaba con…

      –Otras dos personas también resultaron heridas, pero ya han sido dadas de alta. Tú te llevaste la peor parte. Caíste a una distancia considerable cuando te golpeó esa roca.

      Ya no le resultaba tan difícil pronunciar esas palabras, pero la imagen de Sarah cuando la vio por primera vez en el hospital lo perseguía. Se había sentido tan impotente como cuando había tratado de ayudar a Blaine, que lo culpaba de su adicción a las drogas, y de cuando intentó revivirlo cuando una sobredosis le produjo un paro cardíaco. Había sido difícil tener que ver cómo otros se encargaban de ayudar a Sarah.

      –Supongo que por eso me siento como si hubiera participado en un combate de boxeo –le dijo.

      Vio que no había perdido su sentido del humor. Eso y su inteligencia habían sido dos de las características más atractivas de Sarah. Además de su bello cuerpo.

      –Bebe más –le pidió acercándole la pajita y el vaso.

      –Ya es suficiente. Gracias –repuso ella después.

      –Te vendrá bien chupar trocitos de hielo para hidratar la garganta. ¿Tienes hambre?

      –No –contestó ella–. ¿Debería tenerla?

      No parecía la misma mujer fuerte e independiente con la que se había casado. La vulnerabilidad que reflejaban su mirada y su voz hizo que le diera un vuelco el corazón. Le entraron ganas de abrazarla hasta que se sintiera mejor y desapareciera esa incertidumbre de su voz. Pero sabía que no era buena idea tocarla, aunque fuera solo por compasión.

      –Seguro que recuperas pronto


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