Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo. Linda Lael Miller

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Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo - Linda Lael Miller


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revueltas y cuerpos empapados de sudor.

      —Yo también —se humedeció los labios con la punta de la lengua—. Estoy muy hambrienta.

      Josh extendió los brazos hacia ella, pero Stacie se escabulló y fue hacia la cocina. No tenía por qué ser una escena sencilla o rápida. La noche anterior había descubierto que la mitad de la diversión residía en la anticipación.

      Acababa de apagar el fuego y servir los huevos en dos platos cuando sintió unos brazos rodear su cintura.

      —Huele bien aquí —susurró él contra su cuello.

      —Es el café —le contestó—. Lo he molido yo misma.

      —No es el café —restregó la nariz contra su cabello—. Hueles a flores de primavera.

      —Me gustan los hombres que saben decir piropos —se volvió hacia él.

      —A mí me gustaría comprobar si sabes tan bien como hueles —la mirada de Josh descendió a sus labios.

      —Yo…

      La boca de Josh se cerró sobre la suya antes de que pudiera responder. Sus labios iniciaron un delicioso asalto a sus sentidos y Stacie se olvidó de respirar. Para cuando él la soltó, le temblaban las rodillas y tuvo que apoyarse en la encimera.

      —Sí. Sabes tan bien como hueles —dijo él mirando su pecho.

      Stacie sintió que sus senos se tensaban contra el fino tejido de algodón, anhelando la caricia de sus labios.

      —Vaya —Stacie se abanicó con la mano—. Empieza a hacer calor aquí. ¿Te importa que me desabroche la blusa?

      —¿Necesitas ayuda? —sus ojos chispearon bajo la luz del fluorescente.

      —No hace falta —sintiéndose muy traviesa, desabrochó cada botón con exagerada lentitud. Finalmente, la blusa se abrió.

      —No llevas sujetador.

      —Tampoco llevo bragas —le contestó con una sonrisa maliciosa—. Pero, por supuesto, no voy a quitarme los pantalones.

      —Claro que no —la sonrisa de él se amplió.

      Dio un paso hacia ella y le abrió la blusa. Posó las manos en sus senos y le acarició los pezones con los pulgares. Stacie gimió.

      —Tengo que probar… —Josh inclinó la cabeza.

      Acababa de atrapar un tenso pezón con la boca cuando la puerta se abrió de golpe.

      —Los caballos… —Seth se calló y se puso rojo como la grana.

      Josh giró en redondo y ocultó a Stacie con su cuerpo, mientras ella se cerraba la blusa.

      —¿No sabes llamar? —le espetó Josh.

      —He visto luz —tartamudeó Seth—. Los hombres han ensillado a los caballos y están listos.

      —¿Listos para qué?

      —Pediste ayuda para trasladar al ganado esta mañana —dijo Seth.

      Josh soltó una palabrota y se pasó la mano por el pelo.

      —Se me había olvidado —rezongó.

      —Lo entiendo —dijo Seth con una mueca inocente que no engañó a nadie—. Tenías otras cosas… entre manos.

      Stacie bajó la cabeza y deseó que la tierra se abriera a sus pies para desaparecer.

      —Ya vale, Seth —le advirtió Josh—. Lo que hayas visto, o creas haber visto, es cosa de Stacie y mía. No tuya. Ni de nadie más. ¿Entendido?

      —Desde luego —afirmó Seth de inmediato.

      —Entonces está claro.

      —No he visto nada.

      —Bien —resopló Josh.

      Seth miró el plato de huevos revueltos y su rostro se iluminó.

      —¿Te importa que desayune? Estoy muerto de hambre.

      Stacie aparcó el todoterreno de Josh ante la casa de Anna, recordando sus tiempos de instituto. En aquella época habría temido que sus padres estuvieran levantados, esperándola para echarle un sermón. En ese momento lo que la angustiaba era ver a sus compañeras. Si estuvieran en Denver, pasar la noche fuera no habría tenido ninguna relevancia, pero allí todo parecía distinto.

      Stacie bajó del vehículo y cerró la puerta con cuidado para no hacer ruido. Echó un vistazo a su hogar temporal. Aunque las habitaciones de la planta superior estaban a oscuras, había luz en la cocina.

      Eso significaba que al menos una de sus compañeras estaba en pie. También implicaba que si entraba por la puerta trasera, le harían todo tipo de preguntas a las que no tenía muchas ganas de contestar.

      Miró con añoranza la puerta delantera, que le permitiría evitar la cocina, pero sabía que utilizarla sólo serviría para posponer lo inevitable. Cuadró los hombros, fue hacia la parte de atrás y abrió la puerta mosquitera de la cocina.

      —Estoy en casa —anunció con voz alegre.

      —Justo a tiempo —Anna se dio la vuelta con una cuchara de madera en la mano—. La avena está casi lista.

      Mientras que Stacie seguía luciendo la ropa del día anterior, Anna llevaba un vestido de verano rosa y crema, con sandalias a juego. Lauren iba más informal. Como Stacie, la psicóloga llevaba vaqueros y blusa de algodón. Pero la blusa de Lauren estaba recién planchada, no arrugada tras pasar una noche en el suelo.

      —¿Estás haciendo el desayuno? —Stacie no pudo ocultar su sorpresa. Anna guisaba bien, pero evitaba la cocina siempre que podía.

      —Anna se ha puesto doméstica —Lauren alzó la vista del New York Times y esbozó una mueca irónica—. No sé qué pensar al respecto, pero si significa desayunar caliente, estoy a favor.

      —Me apetecían gachas de avena —dijo Anna—, y tú no estabas.

      —Porque ha pasado la noche con Josh —Lauren se llevó la taza de café a los labios, pero no bebió. Miró a Stacie por encima del borde, curiosa—. ¿Qué tal va, por cierto?

      —¡Lauren! —exclamó Anna—. No se deben hacer preguntas sexuales. Al menos, no de sopetón.

      Lauren se atragantó con el café, pero recuperó la compostura rápidamente.

      —Preguntaba cómo estaba él, no cómo funciona en la cama. Pero no me importaría…

      —Josh está ocupado —Stacie fue al armario, sacó una taza y se sirvió café—. Está con Seth y un grupo de hombres, trasladando el ganado a otra parte del rancho.

      Stacie no entendía la razón del traslado, pero sabía que duraría todo el día. Por eso se había ofrecido a conducir ella misma de vuelta a casa. Y si hablar de ganado la libraba de comentar su vida sexual, estaba dispuesta a hacerlo durante horas.

      —Las vacas me recuerdan a los perros —dijo Stacie—. Cuando te miran con esos enormes ojos marrones, parece que te leen el pensamiento.

      —Hablas como Dani —Anna movió la cabeza, pero sonrió—. Lauren y yo cenamos con ella y con Seth anoche. Se está haciendo mayor. Me cuesta creer que pronto cumplirá siete años.

      Aunque a Anna no le había apetecido volver a Sweet River, ni siquiera de veraneo, estaba disfrutando de volver a conectar con su familia. Cada vez que hablaba de su hermano y de su sobrina le brillaban los ojos.

      «Ojalá Paul y yo estuviéramos así de unidos», pensó Stacie. Pero lo cierto era que Seth aceptaba y apoyaba el sueño de Anna de tener su propia boutique, así que no había motivo de tensión entre ellos. Sintió un pinchazo de envidia.

      —Seth está planeando una gran fiesta para Dani —dijo Lauren—. Estamos invitadas.

      Stacie


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