Tener una vida. Daniel Jándula

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Tener una vida - Daniel Jándula


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antes de marcharme fue una iniciativa que fui cargando de promesas y luego vacié por medio de excusas. Llegué a convencerme de lo apropiado de conservar los detalles impregnados, dejarlos a modo de pistas para el siguiente inquilino. Desde mi perspectiva, era el recuerdo el que unía los detalles, era la memoria la que me acusaba de ser perezoso.

      El suelo retumba a cada paso. La estructura del edificio lleva soportando, desde la posguerra, las pisadas continuas de entre ochenta y cien cuerpos. Creo que de ahí viene mi costumbre de arrastrar los pies. A diferencia de la tarima desvencijada de mi piso, la arena de playa proporciona una resistencia muy estimulante. Las dunas cambian y con ellas quienes las contemplan. Incluso el asfalto de una calle desierta puede despertar cosas buenas en un corazón dispuesto. Sólo se conoce en profundidad una vida si uno se desorienta en sus calles principales, si se rinde a la rutina del peatón.

      Los objetos de mi piso se desplazan solos: cae la penumbra y van adonde quieren. Estoy intranquilo, así que bajo un momento a la calle. Confío en que dando un paseo corto pensaré con más claridad. En realidad no queda nada por hacer, salvo averiguar qué pasa con mis maletas, pero el torrente de ideas en mi cabeza no se detiene. Nadie me mira a los ojos porque soy invisible. El cielo tiene la textura de una bebida tropical. Un níveo resplandor detrás de los edificios recuerda la atmósfera de una película bélica. Los letreros luminosos, las voces alzadas, las marquesinas, el temblor del metro bajo los pies, forman un barullo que de un modo inexplicable me ofrece cierta paz. Si hoy hubiera partido, los hinchas del equipo local completarían este paisaje urbano con bufandas de rayas y gritos estridentes, lanzando botellas de cerveza fría a las fuentes cortadas por culpa de la última sequía.

      La manzana donde se encuentra mi edificio está dividida por una calle estrecha. Por este pasaje recorro un túnel abierto que me aísla del estruendo del tráfico exterior y accedo a mi portal. Me gusta la sensación de dejar atrás un ruido continuo, cada vez más molesto, y quedarme solo con la compañía del eco de mis pasos. Hay a quien le resulta incómodo ese cambio tan drástico de una calle principal a una callejuela que, además, suele estar a oscuras. Cuando me trasladé aquí, era común que me diera la vuelta cada vez que escuchaba un sonido que no identificaba de inmediato. Con el tiempo he ido memorizando la gama de resonancias de mi calle. A la salida o entrada del portal, distingo por los cambios de temperatura la calidad del aire y el punto cardinal de procedencia de las rachas de viento. Creo que conozco bien el lugar donde vivo.

      El vecino de enfrente enciende la luz del salón y luego la apaga. La enciende por segunda vez y su silueta se agranda al acercarse a la ventana. Desde abajo parece que está buscando mi ventana, pero hace un gesto de despedida a otra persona y luego cierra las cortinas. La luna menguante me recuerda que el día finaliza, y que por más que corra no podré recuperarlo.

      ESCONDER

      La entrada de casa se llena cada día de folletos publicitarios, catálogos y demás correspondencia. Da igual haber avisado desde hace semanas que esta dirección va a quedar deshabitada. La correspondencia física se acumula, pierde el color, envejece y se pudre delante de mis ojos. Me limito a reunirla en el taquillón, un invento del siglo diecinueve para dejar llaves y cirios, o para que el habitante dirigiese un último vistazo a su reflejo antes de salir. Uno de los síntomas que indicaban que mi abuela se situaba al borde de una de sus crisis de locura consistía en descubrirla colgando sábanas sobre el espejo de la entrada para, según su explicación, esconder a los fantasmas que la asediaban. Lo decía con ojos temblorosos de regocijo, como los de un viandante aterido de frío al entrar en una estación de metro. Con gestos furtivos de complicidad con el otro mundo, mi abuela trataba de fijar la retina en un punto efímero del reducido espacio que ocupaba mi cuerpo.

      Una botella vacía de plástico que dejé sobre la mesa ha desaparecido. La mesa cojea, así que busco alrededor por si ha caído cerca. No la encuentro. Regreso a la cocina para limpiar el frigorífico, apagarlo y dejarlo abierto. En el congelador, tras retirar un bloque de hielo con manchas de moho, hallo unas ramas de menta que no recuerdo cuándo guardé. Las delgadas ramitas han conseguido, a pesar del frío, crecer y envolver un fragmento de carne, y uno de sus tentáculos ha ensartado un guisante. Al principio de nuestra relación, Lidia y yo nos fuimos media semana de vacaciones. Fue la única vez que nos permitimos un verdadero descanso. Siguiendo un consejo de mi padre, a quien recuerdo cerrando las llaves del suministro de agua cada vez que nos íbamos varios días fuera, apagué la luz general del piso. A nuestro regreso, nos recibió un olor hediondo y viciado que tardamos días en eliminar, con ayuda de incienso y vapor de hisopo. Evidentemente, al desconectar la electricidad se había echado a perder todo el contenido de la nevera que acabábamos de llenar. La carne picada y el pollo presentaban un tono azulado que me hizo pensar en la decadencia de Occidente. Me acuerdo de aquello mientras despego el hielo del congelador.

      Sé que debería sentirme una pizca más culpable por haber perdido el avión. Pero también me sobrepasa la cantidad de decisiones que he ido tomando estas últimas semanas, sin apenas valorarlas. Parece que son los acontecimientos mismos quienes se han molestado en mostrarme todas las etapas y fórmulas posibles de la vergüenza, la pérdida o el fracaso. Hace un mes, poco después de comprar el billete a Santiago de Chile (de allí tendría que tomar otro vuelo a Punta Arenas, y de Punta Arenas un tercer vuelo hasta Porvenir, en la Isla Grande de Tierra del Fuego), fui a la playa para enterrar nuestras cosas, las mías y las de Lidia. La intención era dejar, en un gesto tal vez excesivamente abstracto y simbólico, el veredicto de nuestra relación al peso de la arena. Confiaba en que las semanas irían cargando de valor, incluso de sentido, lo poco que nos quedaba en común, que en el instante de su entierro apenas era una colección de recuerdos muy concretos. La tarde siguiente, a causa de una crecida de la marea, nuestras cosas salieron a la superficie, revueltas entre la espuma canela de las olas. La negrura engullía la arena y la brisa espolvoreaba un extraño canto sobre nuestras cartas y fotografías. Alrededor de los objetos se fueron formando grupos de curiosos que reconstruían mi vida con Lidia. Leían nuestras frases más íntimas y se reían de mis intentos de romanticismo. Maldije al mar por desvelar nuestro pasado, que ahora flotaba entre cenizas, plumas de pájaro, algas, madera herrumbrosa y orina.

      Me quedé por allí, esperando a que la playa se vaciase lentamente. Me acerqué a la orilla. La luna temblaba, se partía y espesaba, ensartada en fuegos artificiales. El mar se unía, negro y salvaje, a la penumbra. En el rompeolas era donde mejor me encontraba, ordenando mis pensamientos junto a la arena blanda. Recordaba las joyas improvisadas que el mar siempre trae después de tallar y erosionar cristales de botellas rotas. Joyas que se unen a las conchas vacías que aproximamos al oído y nos susurran un océano. Entre las pertenencias que enterré había un collar que le regalé a Lidia, con una cadena minúscula, y una piedra de profundo azul en el centro. Estuve recorriendo la orilla de punta a punta, desde el espigón de rocas hasta el campo de cañadules que rodea la antigua fábrica de tabaco, pero no di con él. Lo que la crecida de la marea hizo con todos esos recuerdos fue desde luego mucho más eficaz que mi petulante esfuerzo de enterramiento. Reconozco que estaba enfadado: le dije a Lidia que me marchaba sin saber si volvería, y lo único que le preocupaba a ella era que hubiese elegido irme justamente a Argentina, con la de veces que había insistido en hacer ese viaje juntos cuando ella terminó su carrera y se planteó como tema de su tesis una comparación entre las dictaduras española y argentina, con la idea de fondo (todavía por desarrollar) de que era completamente necesario sacar toda la historia a la luz, por oscura que esta pudiera llegar a ser. Lidia es brillante. Echo de menos su mentalidad de derechas, libre de ingenuidades e incapaz de cinismo alguno. Y echo de menos su cojera. No es que caminara metiendo la oreja en los charcos, pero nunca apoyaba el pie completamente: una operación que no fue bien se lo dejó casi sin sensibilidad y con una cicatriz que lo atravesaba, cerca del empeine.

      El recorrido de su ensayo presentaba, como su atractiva cojera, inclinaciones respecto a un eje central: iba de nuestra lenta y penosa dictadura a una Latinoamérica con mejor memoria de sus peores desdichas. Según Lidia, las dictaduras de América Latina producen asco por su violencia y su salvaje brevedad, por su modo visceral de quemar etapas y esconder cuerpos, casi como si se tratara de una carrera de obstáculos. Aquellas atrocidades quedaron registradas en la tradición oral de las coplas,


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