La octava maravilla. Vlady Kociancich

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La octava maravilla - Vlady Kociancich


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lado aventurero de la literatura”. Iberoamericana (1977-2000) 18. Jahrg; núm. 1 (53) (1994), pp. 62-78, Iberoamericana Editorial Vervuert.

      4 Vlady Kociancich, El templo de las mujeres, Tusquets, 1996.

      PRÓLOGO

      Confieso que en ocasiones me he preguntado si la práctica del género fantástico es compatible con la convicción de que el mundo necesita más cordura que irracionalidad. Mis escrúpulos afloran en raptos de puritanismo en que olvido la vocación literaria, la importancia de las letras para el hombre, la primacía del relato fantástico sobre las demás formas narrativas: es el cuento, por excelencia. De todos modos, ¿cómo no envidiar la buena estrella, o el talento, de Vlady Kociancich, que ha inventado una historia fantástica, extrañísima y apasionante, creíble para lectores de nuestra época? Podríamos decirlo así: creíble en esta época en que la visión del universo ha cambiado.

      En el género fantástico distinguimos tres corrientes principales: la de castillos, vampiros y cadáveres, que procura el terror, pero se conforma por lo general con la fealdad; la de utopías, ilustre por el repertorio de sus autores, que se confunde con la precedente cuando recurre a la utilería del miedo, y la que se manifiesta en construcciones lógicas, prodigiosas o imposibles, que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica. En esta última corriente se inscribe, mutatis mutandis, la novela de Vlady Kociancich: una construcción lógica, posible pero prodigiosa, una aventura de imaginación filosófica, una historia de amor, de amistad, de traiciones, una busca infinita. Hay un agrado y probablemente alguna utilidad en establecer clasificaciones; la realidad, por fortuna, siempre las desborda.

      Desde el comienzo de este libro alucinante sentimos que nos guía una mano segura. En el estilo sabio, simple, eficaz, en tono muy grato, la autora nos refiere las peripecias del héroe –hombre de nuestro tiempo, convencido como nosotros de que todo es pasajero, pero capaz de sentimientos profundos y arraigados– a lo largo de una serie de situaciones terribles, cómicas, desgarradoras, raras, nunca arbitrarias, siempre creíbles. La narración está inmersa (por lo menos la veo así en mi memoria) en una recelosa luz de sueños, por la que vertiginosamente nos acercamos al inasible sentido de la vida. Desde luego, la vida, el destino del hombre, son trágicos, pero la tristeza que puede haber en La octava maravilla, que los refleja con fidelidad, no apesadumbra al lector porque el relat fluye a través de reflexiones agudas e inteligentes. El trabajo de una inteligencia rica es quizá el mejor título para invocar la alegría de vivir.

      Los personajes, las escenas, los lugares, dejan nítidos recuerdos. Pienso en el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos; en Victoria; en Paco Stein; en un diálogo con un loco, en un jardincito interior; en la joven constructora de lápidas, de Düsseldorf; en el ruso de Berlín; en el turco Safet; en la pensión de Frau Preutz y sus mujeres; en la presentación cinematográfica del poeta Francisco Uriaga, donde la fantasmagoría bordea el delirio.

      Algunos lectores recuerdan tal vez una época de su vida en que deslumbrados por sucesivas revelaciones, descubrieron la literatura. Es curioso: la experiencia ulterior de quienes tuvieron esa suerte prueba que las reve­laciones y los hallazgos nunca se acaban. Para mí, el más extraordinario hallazgo de los últimos años ha sido La octava maravilla de Vlady Kociancich. Por eso he querido escribir estas líneas de presentación.

      ADOLFO BIOY CASARES

      LA OCTAVA MARAVILLA

      1

      Me sucedió –el viaje, el cambio de mar o el otro– hace ya un año, en el Berlín de hielo y de llovizna de febrero, y en este Buenos Aires que arde húme­damente mientras escribo, que penetra por mi ventana abierta en vaharadas de calor, me estremece la memoria de aquel frío y la pura conciencia de mi perplejidad.

      Los diarios de la mañana, un ejemplar de cada uno (tuve que comprar todos para convencerme de que la noticia era real, no la broma de un enemigo que supiera lo de Berlín), están extendidos y abiertos en la página con la información imposible, sobre el sofá tapizado de rojo que hay en mi estudio.

      Hace apenas unos minutos, la muchacha que bajó del tren en la estación de Villa del Parque, ayer, mientras yo aguardaba vaya a saber qué –no a ella, por supuesto, ni al tren– se asomó a la puerta. La vi, alta, desnuda, el largo cabello rubio enmarañado, y me sobresalté, le grité que no entrara.

      A pesar de su soñolencia y de esa carnal naturalidad con que una mujer se mueve en casa extraña si ha dormido ahí una noche, unas horas, pareció trastabillar, recibió mi grito como un golpe. Me dolió desbaratar su adormilado aplomo, precisamente hoy, precisamente el suyo, y me disculpé mostrándole el desorden de los diarios abiertos. Sonrió, se inclinó para darme un beso leve en la frente y fue a vestirse.

      Escribo con angustia, partido en dos: un hombre que necesita escribir esta historia para entender su historia, su vida, y un hombre que necesita retener a esa muchacha para seguir viviendo. El impulso de correr hacia ella y abrazarla, demostrarle con caricias que mi atención está concentrada violentamente en su presencia aquí, en mi casa, y el impulso de contar lo que me sucedió, a riesgo de que ella crea que prefiero encerrarme en mi trabajo en vez de prolongar el goce de la tarde y de la memorable noche anterior, tienen una fuerza pareja.

      Oigo correr el agua de la ducha. Los minutos de tregua antes de que regrese vestida, ya despierta, esta codiciada extranjera de ondulante cabello rubio y ojos grises, me alcanzan para desear rabiosamente no haber leído la noticia de que Vida y obra de Francisco Uriaga, la película cuyo libro escribí durante mi estadía en Berlín, fue premiada en el Festival de Cannes.

      No pretendo una reivindicación, no reclamo por noches sin dormir en la pensión de Frieda Preutz. Tampoco debe leerse mi relato como un reproche a Juan Pablo Miller, el joven cineasta argentino que triunfa en Europa, con quien fuimos cálidamente amigos y al que no he vuelto a ver. ¿Por qué no callo entonces? Porque me desborda el azoramiento. Porque mi brusco ingreso en el mundo del cine, un viaje dentro de otro viaje, me convirtió en uno de esos turistas que compadezco, gente que apuesta las ganas de ser otro en la ruleta de circunstancias extranjeras. Porque no sé qué es lo que gané cuando creí haber ganado, qué es lo que perdí cuando me anunciaron la pérdida.

      Y porque la única documentación de mi viaje es la película que está dando su triunfal vuelta al mundo y mi nombre no figura en los títulos.

      2

      Me llamo Alberto Paradella, tengo treinta y dos años, un divorcio, ningún hijo, y hasta que empezaron los viajes como periodista especializado en turismo, mi vida transcurrió sedentariamente entre Villa del Parque, donde nací, me crie y fui a la escuela, y el barrio sur de Buenos Aires, cuyas ruinas apuntaladas a fuerza de literatura y de folklore eligió Victoria, mi legitima esposa, me separé hace una eternidad.

      Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en busca de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido. Así viajé toda la noche, un hombre en un bote, solitario e insomne. Para ser franco, no he encontrado nada que explique el viaje, la película, la muchacha rubia. Mi pasado es un pueblo de llanura.

      Fui un chico como todos los chicos de Villa del Parque, progenie bien alimentada, correctamente vestida, estatalmente educada, de familias inmigrantes, españolas e italianas en su mayoría, y la sola diferencia que recuerdo –mi condición de hijo único– la disimulaba con irritante exageración el gran número de primos, abominables criaturas menores, que invadían la casa de la calle Jonte. Si a mis amigos les sobraban hermanos, a mí me sobraban parientes.

      Tanta convivencia forzada con dos pares de abuelos saludables, con todas las ramas del árbol familiar combadas por el peso de los robustos frutos de su descendencia, invita a la reflexión, empuja al ensueño. Era, cuando podía, un chico solitario, un aplicado soñador. Lo curioso


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