El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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la letra del copista con la suya.

      Agachó la cabeza e intentó buscar la voz de Dios en su interior, pero le resultaba difícil abstraerse de la presencia del Salvador a su izquierda. Se preguntó si la estaría observando. Su cuerpo parecía tan sólido como el cayado que aferraba como si se tratara de una espada. Era una un hombre acostumbrado a valerse por sí mismo, sin necesidad de apoyarse en un cayado, ni en un amigo, ni siquiera en Dios.

      Cerró con fuerza los ojos y volvió a concentrarse en el propósito de su viaje inminente.

      «Por favor, Señor, dame una señal en el santuario para que sepa que estoy destinada a difundir tu palabra». Se sintió tentada de añadir «en la lengua vulgar», pero decidió no forzar aquel detalle de momento.

      Abrió los ojos y miró de reojo a su derecha. Un criado secaba el sudor de la frente del conde. Diez años atrás, Dios se había cobrado la vida de su padre en vez de la suya. Dominica recordaba las semanas de luto que siguieron a la muerte del viejo conde. La hermana Marian se pasó días llorando. Pero Dios había salvado a su hijo, y seguramente había envido al Salvador para que volviera a protegerlo. Añadió una oración por el conde, quien merecía la ayuda de Dios y la suya.

      El abad pronunció su último amén y los peregrinos se levantaron, apoyándose en sus cayados, y desfilaron junto al conde de camino a la puerta para darle las gracias por la comida. Cuando la hermana Marian se detuvo junto a él, el conde le agradeció su labor con el salterio de los Readington, el cual aferraba en su blanquecina y huesuda mano derecha.

      La hermana Marian le apartó los ralos mechones rubios de su frente humedecida como si fuera un niño. Casi todos temían tocar al conde en aquel estado, y la palabra «leproso» circulaba de boca en boca por las manchas negras y rosadas que le cubrían la piel.

      A Dominica también le temblaron un poco las piernas cuando le llegó el turno de arrodillarse ante él. Pero el conde había sido muy bueno con ella de niña, no como Richard.

      —Recuerda… —le dijo él, llevándose un dedo a los labios—. Es un secreto.

      Dominica asintió en silencio y miró a lord Richard, quien seguía hablando con la madre Juliana y el abad. El abad los había conminado a confesarse en el santuario. ¿Guardar un secreto conllevaría la misma penitencia que una mentira? Seguramente no. Una mentira constaba de palabras que la hacían real.

      Siguió avanzando y su lugar lo ocupó El Salvador, que se arrodilló junto al conde y agarró el hombro del moribundo en un emotivo gesto. Sir Garren se daría prisa en llegar al santuario y conseguiría que santa Larina salvara al conde, pensó Dominica.

      La hermana Marian y ella volvieron al altar para recibir la bendición final de la priora. Dominica quería oír algunas palabras de aliento que consolaran su alma hasta que volviera a casa, pero en vez de un beso de paz la priora le susurró una advertencia al oído.

      —Recuerda, un solo contratiempo y no podrás volver con nosotras —dicho eso, le dio la espalda y le murmuró algo en latín a la hermana Marian.

      Dominica se aferró a su cayado. Si no podía volver al priorato no tendría ningún otro sitio al que ir.

      Tras recibir su bendición, la hermana Marian se apoyó en el cayado y estiró las dolientes rodillas. Solo tenía cuarenta años, pero el trabajo de copista había envejecido su cuerpo tanto como los cánticos habían mantenido su voz joven.

      Dominica seguía temblando por las palabras de la madre Juliana, pero aun así le ofreció el brazo a Marian y juntas se dirigieron hacia la puerta. Las lágrimas le empañaban la vista y transformaban la imagen de los peregrinos en una nube borrosa en mitad del patio soleado. Dios no podía permitir que la priora se interpusiera entre Él y su humilde sierva.

      Se detuvieron en el umbral y se secó rápidamente una lágrima que le resbalaba por la mejilla.

      —¿Qué ocurre, chiquilla? —le preguntó la hermana Marian, dándole una palmadita en el brazo con sus rígidos dedos—. ¿Por qué lloras? ¿Has cambiado de opinión? ¿Quieres quedarte aquí?

      Más que nada, pensó ella. Pero se obligó a sonreír y sacudió la cabeza. No tenía sentido preocupar a la bondadosa monja con unas palabras que solo iban dirigidas a ella.

      —Pues claro que quiero quedarme aquí. Por eso tengo que irme. Para no tener que volver a marcharme.

      —El mundo es muy grande. Pueden ocurrir muchas cosas.

      —Y yo tengo intención de escribirlas para poder recordarlas a mi regreso —le dio un golpecito a la bolsa donde llevaba el pergamino y la pluma.

      —Eso lo dices ahora —una sombra de tristeza oscureció los ojos de Marian—. A lo mejor no quieres regresar.

      —Conozco hasta el último ladrillo de la capilla y cada hoja del jardín. Este es mi sitio.

      La hermana Marian parpadeó para protegerse del sol y ajustó la capa en los hombros de Dominica. La hermana Barbara había cosido la áspera lana gris con afecto y premura, ya que a Dominica se le daba mejor la escritura que la costura. En cuanto a la hermana Marian, afirmaba que la capa que había llevado de peregrinación cinco años antes estaba perfectamente y no necesitaba otra.

      —¿Alguna vez has echado de menos tener madre, Nica?

      Dominica sonrió al oír el cariñoso diminutivo que le habían puesto de niña. Su nombre completo era demasiado largo y complicado para una lengua infantil.

      —He tenido muchas madres. Tú, la hermana Barbara, la hermana Catherine, la hermana Margaret… —puso la mano sobre la de Marian, quien negó sonriente con la cabeza.

      —Y ninguna de nosotras ha conseguido que dejes de morderte las uñas —la sonrisa se esfumó de su rostro—. ¿Has echado de menos tener un padre?

      —¿Cómo puedo echar de menos algo que nunca he tenido? Además, ya tengo a nuestro Padre Celestial, y le he prometido encomendarme en cuerpo y alma a la difusión de su mensaje sagrado —levantó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos para que los cálidos rayos de sol borraran las palabras de la priora—. Sé lo que Dios espera de mí. La fe no admite ninguna duda.

      Marian meneó la cabeza.

      —Hasta los más fieles vacilan de vez en cuando. La fe consiste en seguir adelante a pesar de las dudas.

      La fe podía ser peligrosa, le había dicho El Salvador. Volvió a mirar el interior de la capilla, donde él seguía arrodillado y aferrando la mano del conde. Sus anchos hombros proyectaban una sombra protectora sobre el cuerpo demacrado.

      Fides facit fidem, recitó en silencio. «La fe hace la fe».

      Garren apretó la mano fría y húmeda de William, como si pudiera insuflarle parte de su fuerza para devolverle la salud. La piel se le caía a trozos. El cuerpo se disolvía para dejar libre su alma.

      —Entregaré tu mensaje sin preguntar por qué, y volveré con una pluma aunque sea un pecado —le prometió, mirando por encima del hombro. Richard seguía hablando con el abad y la priora les susurraba algo a la chica y a la monja—. Pero no finjas ante esas personas que soy una especie de profeta.

      Una débil sonrisa asomó a los labios de William. Aquella mañana no parecía sufrir tanto.

      —Puede que estés más cerca de Dios de lo que crees, amigo mío.

      —Sabes tan bien como yo que si Dios escuchase mis oraciones serías tú quien hiciera esta peregrinación —simuló echarse un pulso con él, y lógicamente lo venció sin el menor esfuerzo—. Cuando vuelva, nos echaremos un pulso de verdad para jugarnos mis honorarios de palmero.

      —Creía que lo tuyo eran los dados.

      —No pienso arriesgar mis ganancias en un juego de azar.

      —Los honorarios no son nada comparado con lo que has tenido que dejar de lado por mí.

      —Y una peregrinación no es nada comparado con lo que


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