El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa
Читать онлайн книгу.sociedad/naturaleza (Gudynas, 2010).
Por otro lado, el progresivo vaciamiento y las sucesivas readaptaciones del concepto de desarrollo sustentable tuvieron consecuencias palpables para el agravamiento de la crisis socioecológica. En suma, con el correr de los años, la cuestión de la afectación del clima y su vínculo con las actividades humanas cobró mayor importancia. El abordaje del cambio climático propició la introducción de dos nociones claves: mitigación y adaptación. Mientras la mitigación se refiere a las acciones tendientes a disminuir el calentamiento global (reducción de las emisiones de CO2 y soluciones tecnológicas que menguarían su concentración atmosférica), la adaptación se define como el ajuste en los sistemas naturales y humanos en respuesta a los estímulos climáticos reales o previstos, o a sus efectos, que mitiga daños o aprovecha oportunidades beneficiosas.
En última instancia, este escenario también fue testigo de una de las mayores batallas en torno a la adaptación y la mitigación, así como a la deuda ecológico-climática de los países más contaminantes hacia los más pobres y que menos han contribuido al calentamiento global. Los debates han sido continuos, sobre todo en pos de definir diferentes tipos de responsabilidad y exigir una mayor contribución económica a los países más poderosos y contaminantes.
Movimientos sociales, ambientalismo y ecología política
Durante mucho tiempo, en Occidente, las historias de las luchas y formas de resistencia colectiva estuvieron asociadas a las estructuras organizativas de la clase obrera, entendida como actor privilegiado del cambio histórico. La acción organizada de la clase obrera se conceptualizaba en términos de “movimiento social”, en la medida en que aparecía como actor central y como potencial expresión privilegiada de una nueva alternativa societal, diferente del modelo capitalista vigente. Sin embargo, a partir de 1960, la multiplicación de las esferas de conflicto, los cambios en las clases populares y la consiguiente pérdida de centralidad del conflicto industrial pusieron de manifiesto la necesidad de ampliar las definiciones y las categorías analíticas. Se instituyó la categoría –empírica y teórica– de “nuevos movimientos sociales” para caracterizar la acción de los diferentes colectivos que expresaban una nueva politización de la sociedad, al hacer ingresar en la agenda pública temáticas y conflictos tradicionalmente considerados como propios del ámbito privado o bien naturalizados y asociados de manera implícita al desarrollo industrial.
En este marco fueron comprendidos los nacientes movimientos ecologistas o ambientales, que junto con los movimientos feministas, pacifistas y estudiantiles, ilustraban la emergencia de nuevas coordenadas culturales y políticas. Estos movimientos aparecían como portadores de nuevas prácticas orientadas al desarrollo de formas organizativas más flexibles y democráticas, que cuestionaban los estilos de construcción política de la socialdemocracia (y sus poderosos sindicatos), como asimismo aquellos procedentes del modelo leninista (el centralismo democrático), asociados a los partidos de izquierda. Por otro lado, a diferencia del movimiento obrero tradicional, las formas de acción colectiva emergentes tenían una base social policlasista con importante presencia de las nuevas clases medias. El movimiento ecologista apuntaba sus críticas al productivismo, que alcanzaba tanto al capitalismo como al socialismo soviético, mientras aparecía unificado en el cuestionamiento al uso de energía nuclear.[7] En los años setenta, como ya hemos visto, la cuestión ambiental ingresa en la agenda global. Surgen así instituciones internacionales y nuevas plataformas de intervención (como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo - PNUD), diferentes organizaciones de tipo ecologista, los primeros partidos Verdes (con el partido alemán como modelo) y numerosas ONG, todos ellos con tendencias y orígenes ideológicos muy contrastantes, desde los más conservadores hasta los más radicales.
Si bien desde los años cincuenta existían organizaciones conservacionistas en diversos países, tenían escasa repercusión en América Latina. En trabajos escritos durante los años noventa, Enrique Leff y Eduardo Gudynas, dos referentes en el tema, señalaban la heterogeneidad del movimiento ambiental y su carácter policlasista –aunque marcado por la presencia de las clases medias– y enfatizaban su débil identidad, cohesión y continuidad. Esta debilidad aparecía ligada a la idea central que recorría a las élites políticas latinoamericanas –derechas e izquierdas reunidas– de que la preocupación por el ambiente era una cuestión de agenda de los países industrializados, ya que el principal problema en nuestro continente era la pobreza, no la contaminación. Por otro lado, los pioneros en el campo del ambientalismo –quienes debatían en las diferentes conferencias internacionales sobre desarrollo sustentable– promovían un incipiente pensamiento de defensa ambiental. Y además contribuyeron a generar, paso a paso, un saber experto independiente de las grandes transnacionales conservacionistas. Cada país tiene su propia legión de pioneros del ambientalismo. En la Argentina, uno de los más destacados es Miguel Grinberg, creador de la mítica revista Mutantia, quien introdujo numerosos temas vinculados a la ecología y siempre fue muy crítico del proceso de expropiación del discurso “verde” por el poder transnacional.
Entre los años setenta y ochenta aumentó el número de grupos ambientalistas, pero también hubo una marcada tendencia a la institucionalización.
Justicia ambiental, ecología popular y deuda ecológica
En las últimas décadas asistimos a una inflexión, muy ligada al movimiento de justicia ambiental en los Estados Unidos, que nació de las luchas de las comunidades afroamericanas cuyos barrios eran los más afectados por las actividades contaminantes, como los vertederos de residuos tóxicos y la instalación de industrias poco saludables. Se trata de un enfoque integral que desde su origen enfatiza la desigualdad de los costos ambientales, la falta de participación y de democracia y el racismo ambiental, así como la injusticia de género y la deuda ecológica. La unión de justicia social y ecologismo supone ver a los humanos como parte del ambiente, y no como algo “aparte”.
La reivindicación de la justicia ambiental
implica el derecho a un ambiente seguro, sano y productivo para todos, donde el medio ambiente es considerado en su totalidad, incluidas sus dimensiones ecológicas, físicas, construidas, sociales, políticas, estéticas y económicas. Se refiere así a las condiciones en que ese derecho puede ser libremente ejercido, preservando, respetando y realizando plenamente las identidades individuales y de grupo, la dignidad y la autonomía de las comunidades (Acselrad, 2004: 16).
Por su parte, el “ecologismo popular” se refiere a las movilizaciones socioambientales en los países del hemisferio sur. El reconocido economista ecológico Joan Martínez Alier (2005), que estudió los nuevos conflictos ambientales en los cinco continentes, bautizó a estos movimientos como “ecología popular” o “ecología de los pobres”. Acuñó estos términos para referirse a una corriente de creciente importancia que ponía el acento en los conflictos ambientales causados, en diversos niveles (local, nacional, global), por la reproducción globalizada del capital, la nueva división internacional y territorial del trabajo y la desigualdad social. Esta corriente también subraya el desplazamiento geográfico de las fuentes de recursos y los desechos. Esta desigual división internacional del trabajo que repercute en la distribución de los conflictos ambientales perjudica sobre todo a las poblaciones pobres y más vulnerables. Asimismo, Martínez Alier afirmaba que en numerosos conflictos ambientales los pobres se alinean del lado de la preservación de los recursos naturales, no por convicción ecologista sino para preservar su forma de vida.
En esta línea, el vínculo entre justicia ambiental, ecología de los pobres y deuda ecológica es directo e inmediato. El concepto de deuda ecológica fue introducido en ocasión de la Cumbre de Río de 1992 por el Instituto de Ecología Política de Chile y alude a la histórica relación de expoliación y destrucción de los bienes naturales por los países ricos en relación con los países más pobres, y también a la libre utilización que los países ricos han hecho del espacio ambiental global (la atmósfera, por ejemplo) para depositar residuos. Al denunciar situaciones de injusticia ecológica, Martínez Alier divulgó el concepto de deuda ecológica o de “dumping ecológico”, definido como la venta de bienes cuyos precios no incluyen la compensación de las externalidades o el agotamiento de los recursos naturales, como