Heridas en el alma. Melanie Milburne

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Heridas en el alma - Melanie Milburne


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en cada una de sus zonas erógenas. Zonas erógenas que reaccionaban ante la presencia de Joe como si se ajustaran a la perfección a su radar. El cuerpo de Juliette lo reconocía de mil maneras. Incluso su voz tenía el poder de derretirle los huesos. Su piel recordaba sus caricias como si las tuviera grabadas en cada poro. El anhelo de su contacto era como un latido de fondo en su sangre, pero cada vez que sus miradas se cruzaban le aceleraba el pulso.

      Y tenía la sensación de que Joe lo sabía muy bien.

      Juliette se pasó las palmas de las manos, repentinamente húmedas, por el frente del albornoz y se giró para darle la espalda.

      –Esa es exactamente la razón por la que no quiero compartir habitación contigo este fin de semana.

      –Porque todavía me deseas.

      No era una pregunta, sino una afirmación grabada en piedra.

      Juliette se giró para mirarlo, la rabia le subía como si fuera una olla exprés a punto de estallar. El cuerpo le temblaba, la sangre amenazaba con estallarle en las venas. ¿Debería mencionar los papeles del divorcio que le quemaban en la bolsa? La idea le pasó por la mente, pero la desechó. Tenía pensado dárselos cuando Lucy y Damon se hubieran marchado el domingo por la mañana a su crucero de luna de miel. Estropearía las celebraciones si se pronunciaba la odiosa palabra «divorcio».

      Pero Joe había mencionado otra palabra peligrosa que empezaba también por D. Deseo.

      –¿Crees que no puedo resistirme a ti? –la voz le tembló por el esfuerzo de contener la rabia.

      Joe llevó la mirada hacia su boca como si estuviera recordando cómo le había complacido con ella en el pasado. Volvió a mirarla y Juliette sintió un nudo en el estómago.

      –No quiero pelearme contigo, cara.

      –¿Qué quieres entonces? –Juliette no tendría que haber hecho semejante pregunta, a juzgar por la respuesta del brillo de sus ojos color chocolate.

      Joe acortó la distancia entre ellos con pasos mesurados, pero ella no se movió.

      Sentía que no le funcionaban las piernas, que no podía recuperar la fuerza de voluntad, no podía pensar en una sola razón por la que no debería estar allí y disfrutar de la exquisita expectación de tenerlo lo suficientemente cerca como para tocarlo.

      Joe le puso la mano en la cara y deslizó el dedo índice por la curva de su mejilla por debajo de la oreja hasta la barbilla. Fue un contacto de lo más ligero, apenas un roce, pero cada célula de su cuerpo se despertó como un corazón muerto con las palas de un desfibrilador.

      Cada gota de sangre de sus venas se puso las zapatillas de correr. Cada átomo de su fuerza de voluntad se disolvió como una aspirina en el agua. Podía oler las notas de lima de su loción para después del afeitado. Podía ver la sombra sensual de la barba incipiente de su mandíbula cincelada, y Juliette tuvo que apretar los puños para evitar tocarlo.

      –Adivina lo que quiero hacer –la voz de Joe era áspera y tenía la mirada entrecerrada. El aire se cargó de pronto de posibilidades eróticas.

      Juliette sintió cómo su cuerpo se balanceaba hacia él como si alguien la estuviera empujando inexorablemente desde atrás. Ya no tenía los puños cerrados, sino plantados en la dura pared de su pecho, la parte inferior de su cuerpo pulsando con deseo. Joe le puso las manos en las caderas, el calor de sus dedos grandes se deslizó por su piel con la potencia de una droga poderosa. Su mirada, oscura como la noche, se dirigió a su boca, y no pudo evitar humedecerse los labios con la punta de la lengua.

      Joe aspiró con fuerza el aire como si su acción hubiera activado algo primitivo en su interior, algo fiero. La atrajo todavía más cerca, la apretó contra la pelvis, y el cuerpo traicionero y necesitado de Juliette se encontró con su dura entrepierna.

      La boca de Joe fue a parar a escasos milímetros de la suya.

      –Esto nunca fue un problema entre nosotros, ¿verdad, cara? –su aliento fresco a menta le acarició los labios, y su fuerza de voluntad se rindió ante la situación.

      A Juliette le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que se le iba a salir del pecho.

      –No hagas esto, Joe… –la voz no le salió ni con la mitad de fuerza que pretendía.

      Joe frotó suavemente la nariz contra la suya, un toquecito de piel con piel que provocó una oleada de deseo en todo el cuerpo de Juliette.

      –¿Qué estoy haciendo? Mmm… –los labios de Joe rozaron las comisuras de los suyos. No llegó a ser un beso propiamente dicho pero casi, y sus labios se estremecieron.

      Juliette entreabrió los labios y bajó las pestañas, su boca se acercó a la suya, pero entonces le surgió una señal de stop en la mente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Suplicarle prácticamente un beso como si fuera una adolescente enamorada por primera vez? Aspiró con fuerza el aire y dio un paso atrás, mirándolo fijamente.

      –¿Qué diablos crees que estás haciendo? –nada como intentar desviar la atención de su propia debilidad.

      La fría compostura de Joe fue un insulto añadido a las confusas emociones que le atravesaban el cuerpo.

      –Solo te habría besado si tú hubieras querido. Y querías, ¿no es verdad, cariño?

      Juliette quería darle una bofetada. Quería clavarle las uñas en la cara. Quería darle patadas en las espinillas hasta que se le destrozaran los huesos. Pero lo que ocurrió fue que los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió como si le estuvieran apretando el pecho con un torniquete.

      –Te… te odio –la voz se le quebró en la garganta–. No te haces idea de cuánto.

      –Tal vez eso sea algo bueno –la expresión de Joe volvió a transformarse en una máscara estática. Ilegible. Inalcanzable.

      ¿Por qué no estaba Juliette intentando librarse de su agarre? ¿Por qué no ponía distancia entre sus cuerpos? ¿Por qué sentía como si aquel fuera el lugar al que pertenecía, entre la cálida protección de sus brazos?

      Alzó la vista para mirarlo muy despacio, tenía las emociones tan emboscadas que no era capaz de encontrar la rabia. ¿Dónde estaba la rabia? La necesitaba. No podía sobrevivir sin la rabia corriéndole por las venas. Parpadeó para librarse de las lágrimas, decidida a no llorar delante de él.

      –No sé cómo manejar esta… situación –tragó saliva y dirigió la mirada hacia el cuello de la camisa de Joe–. No quiero estropear la boda de Lucy y Damon, pero compartir esta suite contigo es… –se mordió el labio inferior, incapaz de expresar su miedo con palabras.

      Joe le levantó la barbilla con un dedo y clavó la mirada en la suya.

      –¿Y si te prometo que no te besaré? Eso te tranquilizaría, ¿verdad?

      «¡No! Quiero que me beses».

      Juliette se quedó impactada consigo misma. Sorprendida y avergonzada por sus ingobernables deseos. Se apartó de Joe y se rodeó el cuerpo con los brazos antes de sentir la tentación de traicionarse todavía más.

      –Bien. Eso suena razonable. Vamos a poner algunas reglas básicas.

      Estaba orgullosa de su tono de voz ecuánime. De haber recuperado la fuerza de voluntad.

      –Nada de besos. Ni nada de tocarse.

      Joe asintió despacio.

      –Me parece bien –se dirigió al sofá y se sentó, cruzando un tobillo sobre otro.

      ¿Le parecía bien?

      Toda la parte femenina de Juliette se sintió ofendida por la facilidad con la que aceptó las normas.

      ¿No podría haberse resistido un poco?

      Pero tal vez Joe tenía a alguien más a quien quería besar y tocar y hacer el amor ahora. Tal vez estaba cansado del celibato y se veía preparado para seguir adelante con su vida. Después


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