Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón


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dónde estaba esa gente ahora. Eludí su no-pregunta ofreciéndole algo de comer. Unos minutos después, mientras preparaba un sándwich de jamón y queso, un autopatrulla rodó lento y cartilaginoso hasta la puerta del garaje y de él brotaron dos policías. El primero, muy gordo y de piel rosada, caminó hacia el porche. El otro, moreno y más joven, se desentendió de todo y se fue a dar vueltas por el jardín lateral, escrutando las pajareras. El gordo entró y miró al niño y repitió las preguntas de la operadora. Después fue y vino varias veces entre el porche y el autopatrulla y habló con alguien a través de una radio, una voz que le respondió con sonidos nasales y pareció imitarlo burlonamente: había estética. Después regresó al porche y me dijo que no me preocupara.

      –Es Chuck, el hijo de John Atanasio –dijo, como si eso explicara todo.

      Me dijo que John Atanasio era un borracho que entraba y salía de la cárcel con frecuencia y que el niño, Chuck, vivía con Lucy, la hermana de John, en Harpswell, un poco más abajo en la bahía.

      –¿Qué bahía? –pregunté.

      –La bahía –dijo el gordo–. Esta bahía.

      Miró hacia delante como si sus ojos me atravesaran y después atravesaran la casa, el estudio, el jardín, las rotondas, el bosque y el cementerio. «O sea que es el mar», pensé, «no es un lago».

      En la radio seguían los crujidos de la estática. No la estética, perdón: la estática.

      El gordo dijo que la casa de Lucy Atanasio –«una covacha inmunda», dijo–, la casa de la hermana de John Atanasio, donde vivía Chuck, estaba más cerca de Harpswell que de Brunswick. Era raro que el niño anduviera solo por esta parte de la bahía. Después me dijo que no me preocupara, que ellos iban a investigar y verían si había pasado algo malo.

      –Aunque lo más probable es que el niño se haya perdido jugando entre el bosque y la orilla y que Lucy ni siquiera se haya dado cuenta.

      Le pedí que me tuviera al tanto. El gordo volvió a decir que no me preocupara. Caminó hacia el coche y le silbó a su compañero, que continuaba absorto en las pajareras (una perplejidad desconcertante habida cuenta de que las pajareras estaban vacías).

      De inmediato el gordo regresó al porche. Pidió permiso con el ala del sombrero y entró a la sala y cargó al niño hasta el autopatrulla. Al minuto volvió.

      –Olvidé anotar su nombre –dijo–. ¿Usted trabaja para Clayton?

      Le expliqué que era la esposa de Clay, que nos habíamos casado el mes pasado en Ecuador.

      –Solo estamos aquí desde hace unas semanas.

      –¿Él está en casa?

      –Está en Boston por unos días.

      –¿Usted es de Ecuador?

      –No.

      No me preguntó de dónde era. Dijo algo como: «Así que Clayton se casó».

      Tenía cara de buena gente.

      Lo vi mirar mis botas enlodadas. Le dije que, cuando encontré al niño en el bote, estaba cubierto de barro y ramas húmedas.

      –Como si hubiera estado en el agua –añadí.

      –Eso es extraño –dijo el gordo.

      Caminó hacia las pajareras y cuchicheó con el otro. Luego regresó al porche y me pidió que fuera con ellos y les mostrara el bote.

      –Claro.

      Subí a ponerme un pantalón y cambiarme las botas. Me quité el suéter de Clay y me eché encima un pulóver.

      A bordo del autopatrulla recorrimos la bahía por una franja de carretera antigua, pavimento en trizas que el bosque empezaba a deshacer, como si un bosque más antiguo quisiera emerger de abajo de la pista. El policía moreno conducía mirando el camino como si mirara una película vieja (una película en la que un hombre conduce mirando un camino como si mirara una película) y el gordo silbaba una canción desconocida. Alguien en el autopatrulla pensó: «Desde este lugar no se ve el mundo».

      En el extremo opuesto del cementerio, el gordo y yo bajamos del carro y caminamos hasta el bote, mientras el policía contemplativo, que tenía el uniforme impoluto y los ojos pequeños y arrugados (impávidamente arrugados por dentro, como pasas), se quedó cuidando al niño.

      –Estas huellas son de usted –dijo el gordo.

      –Sí.

      –No hay más huellas, eso es extraño –se puso de cuclillas–. Solo sus huellas de ida y sus huellas de vuelta, eso es extraño. El bote está seco, eso es extraño.

      Las nubes que se enroscaban en lo alto detrás del gordo lo hacían ver como si llevara puesta una peluca de algodón. Le pregunté por las esvásticas.

      –El niño tiene esvásticas en la barriga.

      –El niño tiene esvásticas en la barriga –repitió el gordo–. Pero eso no es extraño. John Atanasio es un pobre infeliz.

      El sol se derramaba entre las nubes como a través de vitrales o ventanas entreabiertas y en la bajamar había islotes o bancos de barro y más cerca el esqueleto de un bote viejo que también podía ser un bote en construcción. Es sorprendente, aunque quizá no mucho, que las cosas que están dejando de existir se parezcan tanto a las cosas que están a punto de existir. En el autopatrulla, de regreso, me sentí somnolienta y recosté la cabeza en la ventanilla.

      Cuando me dejaron en casa, entré por una puerta lateral y salí de inmediato por la que daba al jardín de atrás. A la espalda del estudio había una hilera de árboles de cuyas ramas colgaban cilindros, campanas y esferas de alambre con alimento para pájaros. Sorgo, amapola, mijo, cañamón, escarolas, negrillo, nabinos, cardenalita. Nombres que ahora conozco pero que en aquel entonces ignoraba, motivo por el cual todo lo que veía eran cilindros, campanas y esferas con semillas, de aspecto vagamente esotérico, como amuletos o talismanes. Caminé por el jardín varias veces, me senté al pie de numerosos árboles, me pregunté qué hacía ahí.

      –¿Qué hago aquí? ¿Qué estoy haciendo aquí?

      También me pregunté qué clase de hombre se apasionaba de esa manera por los pájaros.

      Después me pregunté cómo se llamaba el catalán que mató a Trotsky, en qué año se deshizo el Imperio Otomano y quién inventó el funicular.

      Bajé al bosque y luego al cementerio y recorrí los caminillos de arcilla. Pasé un largo rato leyendo los nombres en las lápidas, que asocié con los rostros de los pioneros de Nueva Inglaterra, mujeres infatigables y hombres desconsolados con largos bigotes y ojeras hundidas y pómulos quemados por un sol inmisericorde. Al rato los imaginé secuestrando mujeres indias.

      Esa tarde, con el último resplandor del ocaso, vi por primera vez la tumba de Immanuel Apfelmann.

      Por la noche dormí en el piso del estudio, mirando el lugar del techo donde hasta hacía unos días había un agujero. Me despertó un aleteo de cuervos en la ventana, quizá no cuervos sino tordos o estorninos o cualquier otro pájaro negro. Después de almuerzo decidí abrir las cajas de Clay y ordenar los libros en los anaqueles. Comencé por desplegarlos en el piso para hacerme una idea. Acto seguido, tracé un plano mental del resultado y comencé la operación. En el extremo izquierdo reuní los libros de biología, zoología, ornitología, topografía, geografía, oceanografía y botánica. En el extremo derecho agrupé los de historia de la música, musicología, antropología del sonido y etnomusicología. Más allá, los libros en los que se intersecaba más de un campo, por ejemplo, música y ornitología, música y álgebra, música y geometría o música y trigonometría, precedidos por los libros de matemática pura y física general y seguidos por los de física acústica, fonología, fonética, fonética y dialectología, fonética animal, fonética y lenguas muertas, fonética y estudios babilónicos, fonología y demonología, fonología y teratología, métrica y prosodia, métrica y chamanismo y semiótica del


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