Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón


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Johnson, que yace bocarriba y tiene tres hoyos en la cara, uno en el lugar de cada ojo y otro donde antes estaba la nariz.

      Cuando Inocencio Márquez arrima el cuerpo del alemán, Larry y Clay ven que Atticus Johnson está sin pantalones, con los calzoncillos en las rodillas, y que lo han castrado.

      No está muerto, pero muere segundos después. Con su último aliento dice:

      –Los hijos de puta querían castrarme –sonríe–. Llegaron tarde, hijos de Inocencio Márquez, Larry y Clay no entienden nada. Se acercan mucho y aproximan el tubo de luz de una linterna al bajo vientre del cadáver de Atticus Johnson y ven que la entrepierna no sangra y que la herida de la castración es tan vieja que ni siquiera parece tener cicatriz: apenas una equis de piel blancuzca y tirante, una herida que alguien le hizo no ahora ni hace poco sino hace muchos, muchos años.

      –¿Quién lo castró? –se pregunta Larry o se pregunta Clay, que voltea a mirar los otros cuerpos arrinconados.

      Pasa largo rato viendo a la mujer destruida y a las niñas en añicos.

      Se pregunta si será capaz de vivir con ese peso en la consciencia.

      Inocencio Márquez y Larry le dicen que no debe pensar lo peor y que tal vez la mujer y los niños ya estaban muertos antes de que él entrara, que tal vez los alemanes ya habían matado también al teniente Atticus Johnson para cuando Clay empezó a disparar.

      Todos saben que no es posible, pero eso dicen.

      Clay se pregunta qué hacer y se pregunta cómo vivirá a partir de ese día.

      Mira los cuerpos y piensa en el futuro. Tiene veinticuatro años. Tiene un bachillerato en biología. Quiere ser ornitólogo. Quiere tener una novia. Quiere viajar a Sudamérica para estudiar los pájaros de la pampa argentina. Nunca ha sabido por qué. Hasta ese día, esas son las únicas cosas que ha pensado cuando ha pensado en el futuro.

      Ahora cree que ha vivido una vida idiota. Corta e idiota. Es lo que piensa.

      Y que esa vida, además, ha llegado a su fin esa noche y ha sido reemplazada por una vida peor. Al rato se repregunta qué hacer. Se responde que no debe hacer nada. Se dice que reaccionar ante la vida es un derecho que acaba de perder.

      Piensa que a partir de ahora solo debe esperar el momento de la revancha.

      Es decir, el momento en el que el mundo se cobre la revancha contra él, porque él, ahora, se ha convertido en alguien que necesita un castigo. Da un paso atrás.

      ¿Por qué ha usado el verbo necesitar en vez del verbo merecer?

      Vuelve a pensar en el futuro y repite en voz alta que lo único que le queda es no hacer nada, pero esta vez lo dice para asegurarse de que eso suena hipócrita porque en verdad lo que debe hacer es apresurar el castigo.

      Clay piensa esas cosas y los demás lo miran a lo lejos, aunque están muy cerca, a dos o tres metros, y después dice que va a orinar detrás de un árbol y camina en la dirección contraria al bosque.

      Los otros lo ven irse.

      Horas más tarde, Larry ordena revisar la casa y después todas las casas y después la única callejuela que comprende el pueblo fantasma (se llama Bigor, es un pueblo real, no es un pueblo fantasma, es un pueblo muerto). Más tarde ordena revisar las tierras que rodean el pueblo, y aunque nadie sabe qué cosa deben buscar, todos miran escrupulosamente, pero ninguno encuentra nada que valga la pena. Cuando se agrupan para emprender la marcha, Inocencio Márquez le dice a Larry Atanasio que Clay Richards no está por ninguna parte. Lo buscan dos días, aunque, en verdad, lo que buscan es su cadáver, persuadidos de que Clay ha desaparecido para suicidarse.

      Cuando Larry decide que no tiene caso seguir rastreando a un muerto (cosa que le sugiere Dios, musitando desde la copa de un árbol), Clay está a seis millas de ahí, rumbo a cualquier parte. Desde ese momento, su camino y el del pelotón se distancian varias millas cada día.

      Clay no se quita el uniforme ni lo reemplaza por la ropa de los muchos cadáveres que encuentra en el camino.

      No evita los villorrios. Se encarama en un risco para mirar el horizonte, elige el pueblo más grande y al caminar siente que lleva un cuervo encima de la cabeza, un buitre en el hombro y el pescuezo de una lechuza en cada mano. Se mira a sí mismo a la distancia y eso es lo que le parece ver.

      De mañana entra en Kotor y los niños y las viejas lo miran como un espectro. Por la tarde atraviesa Trebinje. Una medianoche sale de Mostar y se dirige a Konjic. Ingresa en Bugojno. Llega a Jajce y ve el minarete de una mezquita y a una mujer embarazada salir del templo de la mano de un adolescente. La imagen lo impresiona como un residuo del porvenir. En Doboj habla con un imam que lleva un cuchillo amarrado al cuello y se sostiene la barba como si fuera postiza. Sale de Tuzla camino a Loznica y a la sombra de un árbol le pide al cadáver de un estrangulado que se lo lleve con él. Camina por el centro de una calle en Ruma y pregunta cómo llegar a Belgrado. En una calle de Belgrado una mujer inquiere si es americano o si es un ruso disfrazado o si es un nazi disfrazado o si es un serbio enloquecido que quiere que lo maten cuanto antes. Clay le dice que es americano y que antes quería ser ornitólogo pero que ahora camina por Yugoslavia con un cuervo en la cabeza, un buitre en el hombro y una lechuza en cada mano y estira los brazos y le muestra las lechuzas a la mujer, que no ve nada. Unas calles más allá ve una bomba inglesa en cuyo casco alguien ha escrito en inglés «Felices Pascuas». Una niña pregunta si puede tomarse una fotografía con él. Clay dice que sí y le pregunta a la niña si le molestan los pájaros. Dice que si quiere puede dejarlos un rato en el piso para que no aparezcan en el retrato. La niña dice que no importa, que los pájaros pueden salir en la fotografía. El chico que lleva la cámara en las manos (cosa inusitada) no entiende la conversación. Clay le pregunta a la niña si de verdad puede ver los pájaros. La niña dice que sí.

      –¿Qué pájaros son? –pregunta Clay.

      –Un buitre en tu cabeza, un cuervo en el hombro y una lechuza en cada mano –dice la niña, sonriendo con inocencia.

      Clay piensa que por un momento le ha creído pero que la niña miente, porque el buitre está en el hombro y el cuervo en la cabeza. Después se pregunta en qué idioma están hablando. Esa tarde come en el piso de una casa de la cual solo queda el piso, en las afueras de Belgrado. Sobre su cabeza pasan aviones británicos y aviones americanos en dirección a la ciudad. Los aviones pasan en dirección a Kraljevo y pasan encima de Berane en dirección a Podgorica y encima de Podgorica y encima de Budva pasan en dirección a Belgrado, y encima de Arandelovac en dirección a Berane y pasan en dirección a Sarajevo y el aire es una fiesta y los aviones pasan en dirección a donde sea y Clay los mira y piensa que son pájaros y eso es todo lo que hace durante una semana. Después camina de regreso al sur. Atraviesa las calles de Budva, la ciudad nueva, la playa, la ciudad vieja, visita como un turista la iglesia blanca cuya torre, vista de cerca, es mucho más pequeña de lo que parece a la distancia, y piensa que si le tapiaran las ventanas al mirador y le mocharan las tejas y le arrancaran el reloj se vería exactamente como el obelisco del Monumento a Washington, en Washington d. c. Recuerda que alguien alguna vez le dijo que un obelisco es un homenaje a una deidad llamada Ba’al, que en la antigüedad semítica era uno de los nombres de Dios, pero que después fue el origen del nombre Ba’al Zevuv, que después se convirtió en Beelzebub y después en Belcebú, porque los antiguos judíos conocieron a un Dios que además de ser Dios era el Diablo (cosa que todos deberíamos tener siempre presente). De inmediato recuerda que los obeliscos son un homenaje a la virilidad de Ba’al y cruza por su mente la imagen del cuerpo mutilado de Atticus Johnson y se pregunta qué cosa le pasó, quién lo castró, cuándo, por qué: con qué objetivo. Después conjetura que quienquiera que lo haya hecho fue el primero en matar a Atticus Johnson, pero, lejos de consolarlo, esa reflexión lo vuelve a hundir en la tristeza. Decide caminar hacia la playita al noroeste, donde el pelotón debía embarcarse de regreso a Italia, muchos días atrás. Milagrosamente, encuentra a sus compañeros, como si el tiempo no hubiera pasado. Los soldados lo reciben con alegría. Él les pregunta si, por casualidad, no será el caso que alguno de ellos esté viendo en ese momento sobre su cabeza un cuervo y en su hombro un buitre y en sus manos dos lechuzas ahorcadas.


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