La flor del desierto. Margaret Way

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La flor del desierto - Margaret Way


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–ella parodió un saludo militar con la mano.

      ¿De veras creía que iba a hacerse añicos como si fuera una vieja dama? ¿Que iba a desmayarse? Ella también tenía sangre de pioneros en sus venas. Por parte de madre descendía de Ewan Kinross, un legendario ganadero. El hecho de que hubiera sido educada en la tranquila campiña inglesa y en un colegio de élite no significaba que no hubiera heredado de sus antepasados la capacidad para afrontar una vida mucho más peligrosa. Además, era cierto lo que le había dicho: tenía un estómago de hierro y estaba entusiasmada. Deseaba comprender esa forma de vida. Quería saberlo todo sobre Grant Cameron.

      Buscaron hasta que no tuvieron más remedio que volverse. Cuando aterrizaron, Brod los estaba esperando en la penumbra malva que unos instantes después se convertiría en una oscuridad negra como el betún.

      –¿No ha habido suerte? –preguntó, al tiempo que Grant saltaba a la hierba y se volvía para coger a Francesca por la cintura y depositarla suavemente, como si fuera una pluma, en el suelo.

      –Si Rizo no aparece por Bunnerong a primera hora del día, tendremos que hacer otra búsqueda. ¿Ha llamado Bob?

      –No hay noticias. Nada –Brod negó con la cabeza–. Te quedarás esta noche –no era una pregunta, sino una afirmación tajante–. Aquí estarás mejor que en cualquier otra parte y estamos más cerca de Bunnerong, por si hay que hacer otra búsqueda. Supongo que tu hombre estará ahora mismo calentándose el té y maldiciendo porque no le funciona la radio.

      –No me sorprendería –respondió Grant –. Quien de verdad me ha sorprendido ha sido Francesca.

      –¿Y eso?

      Brod se volvió hacia su prima sonriendo.

      –Creó que pensó que me iba a dar un ataque de pánico cuando atravesamos unas turbulencias –explicó ella con sencillez, dando a Grant en el brazo en señal de reproche.

      –No te habría culpado por ello –contestó él con una sonrisa burlona mientras se protegía de los golpes que ella le daba en broma–. Siempre he dicho que eres mucho más que una cara bonita.

      Una cara preciosa.

      –Es muy difícil poner a Fran en un aprieto –dijo Brod con afecto–. Nosotros ya sabemos que este trocito de porcelana inglesa tiene mucho carácter.

      De vuelta en la casa, Rebecca asignó a Grant una habitación de invitados que daba a la parte trasera. El arroyo que corría en zigzag rodeando el jardín relucía como una cinta plateada a la luz de la luna. Brod entró al cabo de unos minutos con una pila de ropa de su armario, limpia y con olor a jabón.

      –Ten, esto te servirá –le dijo, colocando cuidadosamente encima de la cama una camisa de algodón a rayas azules y blancas, unos pantalones beis de algodón y ropa interior que parecía recién desempaquetada. Ambos medían casi lo mismo, algo más de un metro ochenta, y tenían el físico poderoso de los hombres muy activos.

      –Qué bien. Muchas gracias –contestó Grant, volviendo de sus reflexiones para sonreír al mejor amigo de su hermano.

      Rafe y Brod eran unos años mayores que él y Grant siempre había tratado de alcanzarlos, de ponerse a su altura, de emular sus hazañas en el colegio y en los deportes. Después de todo, no lo había hecho tan mal.

      –De nada. Estoy deseando darme una buena ducha caliente. Y supongo que tú también. Ha sido un día agotador –se detuvo un momento en la puerta–. Por cierto, creo que no te he dado las gracias por tu excelente trabajo –dijo, con evidente satisfacción–. No solo eres un magnífico piloto, sino que además eres un auténtico ganadero. Y esa combinación te hace realmente bueno.

      –Gracias –Grant sonrió–. Estoy para ofrecer el mejor servicio. Y no te saldrá barato, ya lo verás. ¿A qué hora nos levantamos mañana, suponiendo que Rizo envíe un mensaje diciendo que está bien?

      Brod frunció el ceño y contestó con más vaguedad de la que solía.

      –No tan temprano como hoy, eso seguro. Los hombres ya saben lo que tienen que hacer. Tendrán mucho trabajo. Esperaremos a ver como se presenta la mañana. Seguramente Rizo esté a salvo, pero me gustaría aguardar hasta que estemos seguros.

      –Te lo agradezco, Brod –Grant aceptó el apoyo de su amigo–. Podemos descartar una búsqueda por tierra en una zona tan extensa. De modo que utilizaré el helicóptero.

      –No sería raro que hubiera tenido problemas con la radio –Brod, que tenía mucha experiencia, intentó infundir seguridad a Grant. De pronto, su cara se iluminó–. ¿Qué te parece si hacemos una barbacoa? Me apetece cenar al aire libre esta noche, y así podré lucirme: hago una carne estupenda cuando me lo propongo. Podemos añadir unas patatas asadas y las chicas pueden hacer una ensalada. ¿Qué más puede desear un hombre?

      Grant esbozó una amplia sonrisa.

      –¡Estupendo! Tengo tanta hambre que me comería la mejor chuleta de Kimbara.

      –Pues la tendrás –le aseguró Brod.

      Una buena ducha era todo un lujo después de un día tan caluroso y movido. El bramido del ganado todavía atronaba sus oídos. Y al día siguiente, más de lo mismo; y al otro. Grant estaba pensando en dejar el trabajo en el campo. Quería concentrarse en expandir el negocio, en ampliar su abanico de servicios.

      Encontró champú en el armario de debajo del lavabo. Los Kinross sabían cómo tratar a sus invitados, pensó con admiración. Había una impresionante hilera de productos: jabones, gel de baño y ducha, crema corporal, polvos de talco, cepillos y pasta de dientes, secador, máquina de afeitar… Y montones de mullidas toallas de tamaño grande. ¡Magnífico!

      Salió de la ducha y se cubrió con una de aquellas toallas, sintiendo que el cansancio del día se esfumaba. Como siempre, necesitaba un buen corte de pelo. Pero no resultaba fácil encontrar un peluquero en el desierto. Se sacudió el pelo y decidió que sería mejor usar el secador si quería estar presentable.

      Era plenamente consciente del poder de seducción que Francesca ejercía sobre él, pero también de lo peligroso que era. Los Cameron y los Kinross siempre habían vivido como grandes señores del desierto, pero su mundo estaba más allá de la «civilización» y Francesca de Lyle lo sabía. Sin duda, la llamada del desierto la había atrapado también a ella. Después de todo, su madre era australiana y había nacido en aquella misma casa. Pero Francesca estaba de vacaciones. Tenía la visión de color de rosa de los días de fiesta. No podía darse cuenta del aislamiento cotidiano, de las terribles batallas que había que librar contra la sequía, las inundaciones y el calor, los accidentes, las muertes trágicas… Los hombres podían soportar la soledad, la lucha y la frustración, la carga aplastante del trabajo. Pero, en el fondo de su corazón, Grant sabía que una rosa inglesa como Francesca no soportaría todo aquello, por mucho que dijera que podía adaptarse. Sencillamente, no tenía experiencia en la vida del desierto, ni en los peligros que esta implicaba.

      Grant dejó el secador, pensando que no debía haberlo usado. Le había dado a su pelo un aspecto salvaje. Se puso los pantalones de Brod. Ningún problema con la talla. Le quedaban perfectos. Si estuviera seguro de que Rizo se encontraba a salvo, podría disfrutar realmente de aquella noche.

      Con Rafe fuera, de viaje de novios, a menudo se sentía solo en casa. Esperaba con impaciencia una carta o una llamada. Ally estaba entusiasmada con Nueva York. Le habían encantado las calles y el «estruendo» de la ciudad más electrizante del mundo.

      –¡Y te llevamos un montón de regalos maravillosos! –había añadido.

      Así era Ally. Y podía permitírselo.

      Los Cameron nunca habían sido tan ricos como los Kinross, aunque Opal era una explotación importante y Rafe se dejaba la piel en sus esfuerzos por ampliarla, por crear una cadena ganadera, al igual que él, Grant, se esforzaba por hacerse un nombre en el mundo de la aviación.

      Orgullosos como leones. En fin, Rafe y él conocían el sabor de la tragedia, al igual que


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