Lady Aurora. Claudia Velasco

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Lady Aurora - Claudia Velasco


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peatones?

      –Ya cogeré práctica, aún tengo mucha precaución, pero muy bien. He venido recta hasta aquí, como me enseñó Meg, y me traje un mapa.

      –Chica lista.

      Ben le abrió la puerta y la dejó entrar en ese inmenso edificio donde ya había estado una vez con Meg, que la había llevado para que conociera su lugar de trabajo y para que le sacaran sangre, porque quería comprobar que estaba perfectamente sana.

      La impresión al ver el hospital por primera vez había sido descomunal, aunque ya había visto cosas similares en la «televisión» que, superados sus primeros temores, se había convertido en su mayor fuente de información y conocimiento. Tener aquello delante de los ojos la había conmocionado, sobre todo por la enorme cantidad de personas de todas las edades que se movían por ahí y que hablaban con tanta soltura y desparpajo.

      Esa visita había sido lúdica, una experiencia más, agradable porque todo el mundo la había tratado muy bien. Pero esta segunda visita era más amarga, muy preocupante, y subió las escaleras detrás de Ben rezando, pidiendo a Dios que protegiera a su querida Margaret Anne Montrose, su hermana en el año 2019, que había tenido un accidente que le había provocado una fractura de tibia y peroné, o eso le había explicado Ben por teléfono, cuando ella al fin se había decidido a contestar al aparato.

      –¿Cuándo se podrá ir a casa?

      –Mañana o pasado. No quiere avisar a sus padres, pero la llevaremos cuando alguien pueda venir y la mantenga atada a la cama haciendo reposo.

      –¿Atada a la cama? No, por Dios, ella es una persona razonable, no…

      –Es una forma de hablar, no te preocupes, nadie atará a nadie. Es una broma.

      –Yo voy a cuidar de ella y la obligaré a hacer reposo.

      –Por supuesto, Aurora, pero mejor si su madre puede venir de Glasgow.

      –Sus padres están de vacaciones fuera del país.

      –Es cierto, pues…

      –Pues nada, yo me ocuparé de todo. He cuidado de muchas personas enfermas, sé cómo tratar a un paciente y sé cómo conseguir que haga reposo. No te preocupes.

      –Doctor Ferguson, la doctora Montrose ya está en planta, habitación 336, pueden entrar a verla cuando quieran.

      –Muchas gracias, Lucy. Aurora –le hizo un gesto para que caminara delante y ella asintió dirigiéndose a toda prisa hacia la habitación, tocó la puerta y entró con el corazón en la garganta.

      –¡Jesucristo! ¿Cómo estás?

      –Me han operado con epidural, no me ha dolido nada, así que estoy bien. Tranquila.

      –No sé lo que es eso, pero me alegro mucho –echó un vistazo a la habitación inmaculada y limpia donde Meg estaba sola en una cama estrecha, con la pierna en alto y llena de aparatos, tornillos y cosas extrañas, y se le acercó para besarle la frente–. Gracias a Dios que estás bien.

      –¿Cómo has venido?

      –Ha venido sola. La llamé por teléfono, contestó y quiso venir de inmediato –Ben se acercó y también la besó en la frente–. ¿Qué tal te encuentras? Senfield dice que ha sido una fractura limpia.

      –Sí, creo que todo ha salido perfecto, pero necesitaré reposo y rehabilitación, una puta mierda. Perdona, Aurora.

      –No pasa nada. Te traeré unas flores. ¿Dónde puedo cortar flores para alegrar la habitación?

      –En ninguna parte si no quieres que te multen. Hay sitios para comprarlas, ahora iré a por ellas.

      –¿Multarme? ¿Por qué? Solo son unas flores –los miró alternativamente y se rindió, porque no paraba de hacer preguntas y ese no era el momento ni el lugar–. Está bien, ¿necesitas algo, Meg? Te preparo un té o…

      –No, gracias, cariño, no puedo comer nada durante un rato. Luego las enfermeras se ocuparán de traerme líquidos y comida, tú tranquila. Venga, siéntate. Te queda muy bonito ese vestido.

      –Es muy cómodo, gracias –se estiró el vestido de verano que le había prestado y buscó una silla para sentarse–. ¿Avisamos a tus padres? ¿A tus hermanos? Les puedo escribir ahora mismo.

      –Ahora llamo a mis padres, están en Fuengirola con Lauren y los niños, no quiero preocuparlos. Y Richard, pues… no sé, anda de vacaciones en Ibiza o ya camino de Portofino, tampoco quiero arruinarle el descanso. Estoy perfectamente y no pienso asustar a nadie más de lo necesario.

      –Por supuesto, yo estoy aquí para hacerme cargo de todo. No te preocupes. ¿Cómo fue el accidente?

      –Una tontería, giré en una esquina con la bicicleta y unos turistas despistados salieron mal de una glorieta y me embistieron con su coche de alquiler. Afortunadamente, iban muy despacio y yo también.

      –Válgame Dios.

      –¿Qué sabéis de Beltrán Rolland? ¿No venía hoy?

      –¡¿Beltrán Rolland venía hoy?! –exclamó Ben y las dos lo miraron muy sorprendidas.

      –Claro, te lo comenté por teléfono, Ben.

      –¿Y qué viene a hacer a Bath?

      –Quiere conocer a Aurora, bueno, a todos. Tenía unos días de vacaciones y venía a Londres de todas maneras.

      –La madre que lo… Pues habrá que avisarle que has tenido un accidente, te han operado y no estás para recibir visitas.

      –Hoy no, pero cuando me vaya a casa sí, lo llamaré a ver si lo pillo en Londres.

      –No, déjalo, ya lo llamo yo.

      Agarró su teléfono y salió de la habitación muy airado, Aurora miró a Meg y se levantó para organizarle un poco el pelo. Ella se dejó hacer con una sonrisa y luego empezó como a dormitar, cosa de lo más normal teniendo en cuenta por lo que había pasado, así que se apartó de ella en silencio y se sentó en la silla a velar su sueño y a pensar en el señor Beltrán Rolland, el profesor universitario de París que había escrito dos libros sobre Petrescu, que sabía mucho de la magia, la nigromancia, el ocultismo y la alquimia del siglo XIX, y con el que llevaba hablando con regularidad unas tres semanas.

      Sus amigos le habían explicado el uso del «ordenador», de «Internet» y de todos esos adelantos extraordinarios que permitían a personas estar conectadas desde su propia casa con el resto del mundo y, aunque no entendía demasiado bien los detalles técnicos del asunto, sí había empezado a disfrutarlos. De ese modo había conocido algo que se llamaba Skype y que permitía hablar y ver a una persona a través de la pantalla del ordenador, como en la televisión, salvo que con el Skype tu interlocutor te oía y te veía, tú a él y así podías mantener una charla perfectamente coherente durante horas. Un prodigio.

      Gracias al bendito Skype había conocido al señor Rolland, con el que en un principio se comunicaba en francés, aunque pronto descubrieron que él dominaba también el inglés y empezaron todos a charlar con él. Aunque él prefería hablar privadamente en francés con ella, cosa que a su amigo Ben no le parecía del todo bien, y ella lo comprendía, porque estaban tratando temas muy serios, vitales, que era mejor compartir con todos a la vez y evitar de esa manera andar traduciendo y explicando lo que él le quería transmitir desde París.

      Lamentablemente, y hasta el momento, el señor Rolland no les había aclarado muchas cosas, y ellos tampoco a él, porque habían pactado no contarle lo de su viaje en el tiempo hasta conocerlo bastante mejor, así que sus conversaciones versaban sobre los estudios de Petrescu, sus logros y sus escritos, sin que les desvelara nada nuevo, sin que esparciera algo de luz sobre sus posibles seguidores o discípulos, que era lo que ellos necesitaban encontrar, y habían acabado por ignorarlo un poco, aunque él no dejaba de llamarla a diario.

      –Aurora –Ben asomó la cabeza y le sonrió–. Ya le he dicho a Beltrán que no estamos


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