Vidas soñadas. Liz Fielding

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Vidas soñadas - Liz Fielding


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cosas que había dejado sin terminar. Era algo que tenía que acabar antes de cerrar las puertas definitivamente a esa parte de su vida. Antes de llamar a su administrador para decirle que podía buscar un inquilino.

      Mike se quitó la chaqueta, la corbata y la camisa y se puso una camiseta que colgaba de un gancho. Al hacerlo, se sintió como en casa.

      Mientras miraba la mesita, recordó cómo había imaginado terminarla, la satisfacción de pasar la idea del papel a la realidad.

      Se la regalaría a Willow. No le diría que la había hecho él, pero cada vez que la viera sabría que una vez había sido un hombre que hacía algo más que sumar números en un libro de contabilidad.

      Mike estaba en la puerta de su apartamento cuando Willow llegó a casa.

      –¿Más regalos?

      –¿Dónde has estado? –preguntó ella, abriendo el maletero del coche–. Hueles como si hubieras estado abrazado a un árbol.

      –Más o menos –suspiró Mike–. Te he traído un regalo. Un mueble –añadió, abriendo el maletero del jeep y sacando un objeto envuelto en una sábana. Una vez en el apartamento, lo dejó en el suelo–. Venga, ábrelo.

      Willow apartó la sábana y contuvo el aliento. Era una mesita de madera, increíblemente moderna y elegante.

      –¡Oh, Mike! Es preciosa –murmuró, pasando los dedos por la sedosa superficie–. ¿De qué madera está hecha?

      –Cerezo.

      –Es… no sé cómo explicarlo. Debería estar en un museo. Es una bobada, pero esa es la impresión que me da.

      Mike deslizó los dedos por la pulida superficie. Algunos de sus trabajos se habían convertido en piezas de colección. Él odiaba eso.

      –Está hecha para usarla, no para que la miren.

      Mike quería que sus muebles fueran usados, que absorbieran la historia.

      –¿Dónde la has comprado?

      –Pues… la diseñó una persona que conozco.

      –¿De verdad? ¿Va a venir a la boda? Quizá podríamos escribir un artículo sobre…

      –No, Willow. Esta es su última pieza. Ha cerrado el taller. Ya no puede dedicarse a este oficio.

      –Qué pena…

      –Así es la vida –la interrumpió él–. ¿Qué tienes ahí? ¿Un exprimidor? ¿Significa eso que voy a tener zumo de naranja todas las mañanas?

      Willow tragó saliva. ¿Sería así? ¿Sería esa su vida a partir de entonces?

      –Es un regalo de Josie, una compañera de colegio –contestó, sin mirarlo–. Es una chica muy sana, solo come cosas naturales, zanahorias, tomates, pepinos…

      –Estupendo –murmuró Mike.

      ¿Era estupendo de verdad o era más fácil seguir adelante con los planes de boda que salir corriendo, más fácil guardar el exprimidor que decir, «lo siento, esto no es para mí»? ¿Seguía adelante como Crysse porque la alternativa era demasiado complicada y dolorosa?

      A Willow se le daba bien dar consejos a los demás, pero ¿y ella? ¿Y Mike?

      El cristal de la ventanilla le devolvía una imagen fantasmal de sí misma. Por fuera, todo era perfecto. El vestido, el pelo, el maquillaje…

      –Estamos llegando. ¿Preparada?

      Willow se volvió hacia su padre, muy distinguido con su frac y el sombrero de copa sobre las rodillas mientras el coche se acercaba a una iglesia llena de parientes y amigos, todos reunidos para el gran día. ¿Qué harían, se preguntó Willow, si ella no apareciera?

      –Papá, ¿no te preguntaste antes de casarte con mamá si estabas cometiendo un terrible error?

      –Es un gran paso y es normal estar nervioso –contestó el hombre–. ¿O hay algo más?

      –No lo sé. Quizá –murmuró Willow–. Si no me hubieran ofrecido ese maldito trabajo…

      La carta para Toby Townsend seguía sobre la mesa del pasillo. No la había echado al correo. Había querido hacerlo la noche anterior, después de enviar las cartas agradeciendo regalos como el exprimidor o el reloj que contaría las horas que se pasaría limpiando una casa que aborrecía.

      Pero no podía decirlo para no herir los sentimientos del padre de Mike. Ni los de Mike, que se quedó sin palabras, abrumado por la generosidad de su progenitor. Y, sin saber cómo, la carta se había quedado sobre la mesa.

      –Dime, Willow, si Mike te hubiera llamado anoche para decir que os olvidarais de la boda, ¿cómo te habrías sentido?

      –Aliviada –contestó ella, sin pensar. Y era cierto. No porque no quisiera a Mike, sino porque no deseaba aquella vida. Cuando el coche se acercaba a la puerta de la iglesia, el corazón de Willow dio un vuelco–. ¡No pare!

      El conductor sonrió.

      –¿Una vuelta más?

      –Sí, una vuelta más. Papá, no puedo hacerle esto a Mike, ¿verdad? Él está en la iglesia, esperándome…

      –Si estás tan insegura, hija… haz lo que debas hacer.

      –Mamá no me lo perdonaría nunca.

      –Esto no tiene nada que ver con tu madre. Estamos hablando de tu vida.

      –Pero el banquete…

      –No pasa nada. La gente tiene que comer de todas formas.

      ¿Era esa la única razón por la que seguía adelante? ¿La preocupación por el dinero del banquete, el enfado de su madre?

      –Dile a Mike… –Willow no terminó la frase. ¿Qué? ¿Que lo quería pero no podía casarse con él? Sería mejor no decir nada.

      –No te preocupes, cariño –murmuró su padre–. Déjeme en la esquina y llévese a mi hija a casa –añadió, dirigiéndose al conductor. Unos segundos después, Willow salía del coche–. En cuanto a tu madre… quizá sería buena idea desaparecer durante unos días.

      ¿Por qué seguía adelante? ¿Por qué iba a casarse? ¿Por qué iba a dirigir el Chronicle? ¿Para no defraudar a su padre? Solo tenía una vida, como Cal le había recordado. Solo tenía una oportunidad de hacer las cosas bien. No tenía tiempo para vivir los sueños de los demás.

      ¿Y Willow? Mike la quería. Ella era lo mejor que le había pasado nunca, pero quería tener una carrera. Mike no era tonto. Willow estaba deseando que le dijera que debía aceptar el trabajo en el Globe.

      Se había dado cuenta y una parte de él hubiera querido decir «adelante, no pierdas un minuto de tu vida». Pero había otro lado, uno más oscuro. Si él no podía tenerlo todo, tampoco podía ella.

      ¿Qué clase de pensamiento era ese? ¿Cuánto tardarían en desear no haberse casado?

      En alguna parte alguien estaba tocando el órgano, como música de fondo para los invitados que ocupaban sus sitios en la iglesia.

      El sol entraba por los cristales emplomados, iluminando el suelo de mármol con brillos azules, rojos y verdes. Pero Mike tenía frío y el olor de las flores empezaba a marearlo.

      ¿Cuánto tiempo faltaba? Mike miró su reloj. Willow llegaba tarde. ¿Nervios de última hora? ¿Y si no aparecía? ¿Cómo se sentiría? ¿Desolado o aliviado?

      –No te preocupes tanto, Mike. No he perdido los anillos.

      Aliviado.

      –Cal, ¿qué pensarías si te dijera que no quiero hacer esto?

      Su amigo lo miró, perplejo.

      –¿Lo dices en serio? –preguntó. El rostro de Mike debía ser la respuesta–. Durante la última semana


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