El año de la peste. Enrique Carpintero

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El año de la peste - Enrique Carpintero


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similares. El distanciamiento de dos metros entre las personas remite a la táctica de infantería, en las guerras tradicionales, de mantener una formación abierta para evitar que la potencial bomba o granada afecte a varios soldados juntos. El uso de barbijo, o tapabocas, bien puede asociarse al de máscaras antigás en la I Guerra Mundial. Ni hablar del recurso a los ataques químicos, bacteriológicos y demás. Se levantan virtuales muros de contención (y torres de observación informática) no solo entre los países, sino las provincias, las regiones, las ciudades y pueblos, los barrios.

      Es posible que sea este “clima”, más o menos alegórico, el que haya permitido aquella naturalización de la metáfora bélica de la que hablábamos. En todo caso habría que preguntarse -no es que tengamos la respuesta- para qué, y a quién, sirve esa referencia. ¿Se trata de poner a la población en estado de alerta permanente, de alarma perpetua, para que no se descuide, es decir en su propio beneficio? Puede ser, el aislamiento es desde ya imprescindible, aunque eso tendría el riesgo de una serie de colapsos nerviosos contraproducentes (ya se han detectado graves trastornos del sueño, ataques de pánico, depresiones, angustia, y todo lo que es lógico que emerja en estos casos). Por otra parte, no siempre ese cuidado parece del todo consistente. No lo fue, como sabemos, en el caso de las villas y barrios más carenciados, para los cuales tendría que haber existido una política específica dadas sus condiciones de hacinamiento, vivienda deficitaria, escasa atención médica y falta de agua corriente. Pero, más en general, no lo es cuando se vacila en cuánto “abrir” o “cerrar” lo que eufemísticamente se llama la “economía”, es decir la garantía para la tasa de ganancia de las clases dominantes. Se nos dirá que la “apertura” no solo las beneficia a ellas, sino también a los sectores asalariados o cuentapropistas que han visto casi totalmente obturadas sus fuentes de ingreso. De acuerdo: es así, dentro de las reglas del capitalismo liberal. Quiero decir: otra estrategia “bélica”, muy diferente, sería la nacionalización de todas las empresas y entidades de crédito, sin olvidar los sanatorios y clínicas privadas, para asegurar el trabajo remunerado de los “indispensables” y un ingreso fijo para todos/as los/las demás. Pero, claro, eso no se puede hacer: significaría el establecimiento de una verdadera economía de guerra, pasando por encima del beneficio privado.

      O sea: la pandemia, llevadas las cosas a su extremo, podría estar planteando un nuevo escenario para una guerra de clases. En efecto, las decisiones sobre cómo procesar la famosa (y falsa) dicotomía entre la “salud” y la “economía”, no pueden sino estar orientadas por la lógica de a cuáles clases sociales beneficiar y perjudicar. En este sentido, nada ha cambiado -finalmente, ¿qué otra cosa ha sido siempre la bendita “economía”? -: simplemente, se ha exacerbado, y quizá hecho más evidente, como consecuencia de la profundización de la crisis económica mundial. “Profundización”, hay que subrayar, porque por supuesto tampoco ella es una novedad: la pandemia no ha provocado la crisis del capitalismo, que viene arrastrándose al menos desde el 2008, y si nos ponemos rigurosos con la larga duración, desde 1973, con la crisis del precio del petróleo, que inició el gigantesco “giro a la derecha” del Capital (eso que eufemísticamente se llama neoliberalismo), y en cuya estela todavía nadamos, ahogándonos lentamente (y hoy ya no tan lentamente).

      Tampoco que el mundo entero esté en “guerra” es, va de suyo, ninguna noticia. En los últimos 100 años -por solo tomar ese ínfimo período de la historia que nos afecta más de cerca- no ha pasado un solo día en que no hubiera, en alguna parte del planeta, una guerra de efectos internacionales de diversa intensidad: dos guerras mundiales, guerra civil española, Corea, Vietnam, guerras de liberación nacional en el Tercer Mundo, Palestina, Yugoslavia, Afganistán, Irán, Irak, África en general, y siguen las interminables firmas, sin omitir nuestras cercanas Malvinas. Todas ellas, en su momento, intentaron (y en cierta medida lograron) ser legitimadas como guerras necesarias en defensa de alguna buena causa: el antitotalitarismo, la democracia, las intervenciones “humanitarias”, la “guerra contra el Terror”, y así siguiendo. Y bien, ¿qué mayor legitimidad se puede concebir que la de una guerra (puramente defensiva por ahora, repitámoslo) contra la peste que -cual reedición agigantada de la edípica tragedia tebana- amenaza a la Ciudad “global”? Claro que -porque “no hay documento de civilización que no sea también un documento de barbarie”-, como seguimos, y seguiremos estando cuando esto termine o al menos entre en “pausa”, dentro del capitalismo, vaya uno a saber (no lo sabemos, en efecto: todas las sesudas especulaciones que variados “cráneos” de la intelectualidad mundial vienen haciendo sobre las posibles “salidas” son poco más que entretenimientos sagaces para el encierro cuarentenal), vaya uno a saber, decíamos, a qué fines irá a ser aplicada la conquistada “legitimidad”.

      Vale la pena recordar, a este respecto, que el uso -solo levemente metafórico- del significante “guerra” para hablar de otra cosa tampoco es nuevo, como lo certifica el listado que hacíamos recién. Pero, mucho más cerca en el tiempo hay que recordar que el momento mismo en que estalla la pandemia estaba atravesado por profundos conflictos sociales, por una suerte de reverdecimiento (confuso, fragmentado y desigual, pero no menos intenso) de la lucha de clases a nivel global. Por solo quedarnos en nuestro continente y dar apenas algunos ejemplos, ahí estaban Ecuador, Haití, Bolivia, Puerto Rico y sobre todo Chile. Y cruzando el gran charco, las multitudes francesas dando aguerrida batalla, semana tras semana, contra la reforma previsional de Macron. Y hay que recordar que, casualmente, tanto el presidente francés como el chileno, a propósito de esos conflictos, hablaron de “guerra”. Piñera, se recordará, dijo explícitamente “Estamos en guerra”. Y para completar la parábola y volver a Wells, su señora esposa y primera dama tildó a los manifestantes de alienígenas. Y Bolsonaro habló de “guerra contra la delincuencia” (robándole la idea a nuestra inefable Patricia Bullrich), y no recuerdo si Trump usó la palabra ante el riesgo de impeachment, pero podía haberlo hecho.

      Hay que decir, pues, admito que, con dudoso buen gusto, que para todos esos generales en jefe el coronavirus llegó como una bendición: ahora sí tenemos una guerra en serio, y bien justificada, para desviar las energías sociales contra el enemigo común. Un enemigo “democrático”, se ha dicho (con lo cual la famosa legitimidad se vuelve bien irónica, pues ahora estaríamos en guerra contra la “democracia”), ya que puede matar a cualquiera, sin preguntar por su clase, género, etnicidad, ideología, posición política o religión. Si no me equivoco, esta idea la echó a rodar Bill Gates, que como sabemos tiene la misma posibilidad “democrática” de refugiarse, y en caso de contagiarse de ser atendido, que nuestros vecinos de la villa (perdón, “barrio”) 31. Y también sus propios compatriotas tienen la misma posibilidad, desde luego, si son blancos WASP que “afroamericanos” o “latinos”. Faltaba más. Y bien, no, señores, el virus no será un contendiente de la lucha de clases, pero que se inserta en ella con su propia “guerra”, no cabe la menor duda.

      ¿Cuál es, entonces, la novedad? ¿Tal vez que en esta guerra el enemigo es puramente “biológico” (vale decir, insistamos, ciegamente inconsciente, o inintencionado)? Es una hipótesis interesante, sobre todo para psicoanalistas, pero no me voy a meter en tales honduras. Lo que tiene de interesante desde otro punto de vista es que aquella inserción en la lucha de clases de la que hablábamos queda reducida a la base más “infraestructural” posible: el virus, en efecto, no tiene ideología -aunque afecta seriamente la de todo el mundo- ni produce por sí mismo discursos -aunque hace hablar a todo el mundo hasta por los codos, valga el chascarrillo-. En los últimos tiempos nos habíamos habituado a discutir sobre el bio-poder y la bio-política (Foucault, Agamben, Esposito et al). Bueno, todo eso se nos literalizó al punto de que estamos a un paso de quedarnos sin metáforas. La gran teoría social retrocede abrumada por la física o la bioquímica, y la posibilidad de ejercer alguna forma de violencia (que siempre acecha en el alma de lo político) se ha simplificado a mera reacción corporal: basta estornudar, toser o escupir para matar a alguien.

      ¿Otra novedad? Ah, sí, cómo pude olvidarme: por primera vez en la historia -una vez superados los pánicos de la Guerra Fría ante la posibilidad de ataques atómicos- hay una “guerra” que, llevada al extremo, amenaza con una potencial extinción de la humanidad. Pero, a decir verdad, no es que semejante posibilidad no hubiera sido nunca prevista. En la literatura y el cine se cuentan por centenas los ejemplos de distopías (juro que no es un chiste con


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