La felicidad conyugal. León Tolstoi

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La felicidad conyugal - León Tolstoi


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visto.

      —Pero yo quería tocar para usted una nueva sonata —dije.

      —Otro día —respondió fríamente, según me pareció—. Adiós.

      La impresión de que lo había mortificado fue todavía más fuerte, y me dio pena. Katia y yo lo acompañamos hasta la escalinata y nos quedamos en el patio mirando el camino por el que desapareció. Cuando dejaron de oírse las pisadas de sus caballos, di una vuelta alrededor de la terraza y me puse de nuevo a mirar el jardín, y envuelta en la neblina empapada de rocío en la que se quedaban suspendidos los sonidos de la noche, pasé mucho tiempo aún viendo y escuchando todo lo que quería ver y escuchar.

      Él volvió una segunda y una tercera vez, y la incomodidad que me había producido la extraña conversación que entre nosotros había tenido lugar desapareció definitivamente y no volvió a aparecer. Durante el verano solía venir a visitarnos dos o tres veces por semana, y yo me acostumbré a su presencia, de manera que cuando sus visitas se espaciaban, me sentía a disgusto en mi soledad, y me enfadaba con él, y me parecía que hacía mal abandonándome. Él se dirigía a mí como a un amigo joven y querido, me hacía preguntas, me incitaba a la sinceridad más cordial, me daba consejos, me alentaba, de vez en cuando me regañaba y hasta me daba órdenes. Pero pese a todos los esfuerzos que hacía por estar constantemente a mi nivel, yo percibía que más allá de todo lo que pudiese entender había un mundo ajeno al que él no consideraba prudente dejarme entrar, y eso, más que cualquier otra cosa, afianzaba en mí el respeto que me infundía y hacía que me sintiera atraída por él. Sabía por Katia y por los vecinos que, además de las preocupaciones por su anciana madre, con quien vivía, además de ocuparse de su hacienda y de nuestra tutoría, tenía algunos asuntos nobiliarios que le daban grandes disgustos; pero jamás pude averiguar a través suyo cuáles eran sus convicciones, sus planes, sus esperanzas… En cuanto llevaba la conversación hacia sus asuntos, fruncía el entrecejo de esa manera tan suya, como diciendo: «Basta, por favor, qué puede a usted interesarle todo esto», y cambiaba de tema. Al principio eso me ofendía, pero luego me acostumbré tanto que acabé por encontrar natural que siempre habláramos sólo de las cosas referentes a mí.

      Otra cosa que al principio tampoco me gustaba, pero que luego por el contrario me resultó agradable, era su indiferencia absoluta, casi diría su desprecio por mi apariencia. Nunca, ni con una mirada, ni con una palabra me daba a entender que fuese yo bonita; al contrario, se fruncía y se reía cuando delante de él alguien decía que me encontraba bonita. Incluso le agradaba hallar defectos en mi apariencia y me hacía rabiar hablando de ellos. Los peinados y los vestidos de moda con los que Katia me acicalaba en fechas solemnes sólo provocaban que se mofara, lo que afligía a la buena de Katia y al principio también a mí me desconcertaba. Katia, que había decidido, según su buen saber y entender, que yo le gustaba, no lograba entender cómo podía desagradarle que la mujer que le gustaba se mostrara bajo la luz que más le favorecía. Yo no tardé en darme cuenta de lo que él necesitaba. Él quería creer que en mí no había coquetería. Y cuando lo entendí, no quedó en mí ni la sombra de la coquetería de los vestidos, de los peinados, de los ademanes; en su lugar apareció algo más claro que la luz del día: la coquetería de la sencillez en un momento en el que yo aún no podía ser sencilla. Sabía que él me amaba, y no me preguntaba si como a una niña o como a una mujer; pero apreciaba ese cariño y, como sentía que para él yo era la mejor jovencita del mundo, no deseaba sino que ese engaño siguiese vivo en él. Y, sin proponérmelo, lo engañaba. Pero, en engañándolo, también yo me volvía mejor. Sentía cuánto mejor y más digno era mostrar frente a él los mejores aspectos de mi alma, y no de mi cuerpo. Me parecía que él había estimado desde el primer momento mis cabellos, mis manos, mi cara, mis hábitos, fueran los que fueran, buenos o malos, y que los conocía hasta tal punto que, aparte del deseo de engaño, yo no podía añadir nada a mi apariencia. En cambio, él no conocía mi alma; y como la amaba, y como ella crecía y se desarrollaba, ahí era donde yo podía engañarlo, y lo engañaba. ¡Y qué fácil me resultó estar con él cuando entendí esto con claridad! Aquellos desasosiegos sin motivo, aquella falta de libertad de movimientos desaparecieron en mí definitivamente. Yo sentía que de frente, de perfil, sentada o de pie, él me veía; que me conocía íntegra, completa, con el cabello recogido o suelto, y a mí me parecía que estaba contento conmigo tal y como yo era. Creo que si él, en contra de sus costumbres, como hacen otros, de pronto me hubiese dicho que tenía un rostro hermoso, ni siquiera me habría alegrado. Pero, en cambio, qué placer y qué luz en el alma cuando después de alguna de mis palabras se me quedaba mirando y hablaba con esa voz conmovida a la que intentaba dar un tono burlón:

      —Sí, sí, usted tiene algo. Es usted una buena muchacha, debo decírselo.

      ¿Y por qué recibía yo esas recompensas que llenaban mi corazón de orgullo y alegría? Porque comentaba que me producía ternura el amor del viejo Grigori por su nieta, o porque me había conmovido hasta el llanto un poema o una novela que había leído, o porque prefería Mozart a Schulhoff. Y era sorprendente, pensaba, con qué extraordinario olfato intuía yo entonces lo que era bueno y debía ser amado, pese a que en esa época definitivamente no sabía ni lo que era bueno ni lo que debía ser amado. La mayor parte de mis costumbres y de mis aficiones anteriores no le agradaban, y bastaba el movimiento de una de sus cejas, o una mirada, para que me diera cuenta de que no le gustaba lo que iba a decir; bastaba que pusiera esa expresión tan suya, doliente, un poco despreciativa, para que tuviera la impresión de haber dejado de amar lo que hasta entonces había amado. A veces, cuando apenas se disponía a darme algún consejo, ya creía saber lo que me diría. Me interrogaba mirándome a los ojos, y su mirada me arrancaba justamente el pensamiento que él quería. Todos mis pensamientos de entonces, todos mis sentimientos de entonces no eran míos; eran sus pensamientos y sus sentimientos que de pronto se habían hecho míos, habían pasado a formar parte de mi vida y la habían iluminado. De manera completamente imperceptible para mí comencé a mirarlo todo con unos ojos distintos: a Katia, a nuestros criados, a Sonia, a mí misma y, también, mis ocupaciones. Los libros que antes leía sólo para matar el tedio de pronto fueron para mí uno de los mayores placeres en la vida; y todo únicamente porque él y yo hablábamos de libros, los leíamos juntos, y era él quien me los proporcionaba. Antes, las lecciones de Sonia y el sentarme con ella a hacer los deberes eran para mí una obligación pesada que me esforzaba en cumplir única y exclusivamente porque era consciente de mi deber; ahora, como él se quedaba a las clases, ir viendo los progresos de Sonia se convirtió para mí en una alegría. Antes, aprender una pieza musical completa me parecía imposible; pero ahora, sabiendo que él me escucharía y, tal vez, me alabaría, era capaz de tocar hasta cuarenta veces seguidas un mismo pasaje, de modo que la pobre Katia acababa poniéndose algodón en los oídos antes de que yo me aburriera. Las mismas viejas sonatas ahora se fraseaban de una forma completamente distinta y se oían diferentes, mucho mejor. Hasta Katia, a la que yo conocía y quería, también cambió a mis ojos. Sólo ahora entendí que no estaba obligada a ser para nosotras la madre, amiga y esclava que era. Comprendí toda la abnegación y el sacrificio de esa criatura amante, comprendí todo lo que le debía; y la quise todavía más. Él me enseñó a ver a nuestra gente —a los campesinos, a los siervos, a las criadas— de una manera distinta de como los había visto hasta entonces. Resulta ridículo decirlo, pero hasta los diecisiete años viví entre aquella gente más ajena a ellos que a la gente a la que nunca había visto; ni una sola vez se me había ocurrido pensar que esas personas también tenían sus amores, sus anhelos y sus simpatías, como yo. Nuestro jardín, nuestros bosques, nuestros campos, que yo conocía desde hacía tanto tiempo, de pronto se volvieron para mí nuevos y preciosos. No en vano él decía que en la vida hay una felicidad indiscutible: vivir para el otro. A mí en ese entonces me parecía extraño, no lo entendía; pero ese convencimiento, además de la idea misma, comenzó a visitar mi corazón. Él me descubrió todo un universo de alegrías en el presente, sin modificar nada en mi vida, sin añadir nada, salvo a sí mismo a cada una de mis impresiones. Lo que me rodeaba me había rodeado en silencio desde la infancia, pero bastó que él llegara para que todo lo que estaba a mi alrededor se soltara a hablar e irrumpiera en mi alma, colmándola de alegría.

      Con frecuencia durante ese verano subía a mi habitación, me acostaba en la cama, y en vez de la antigua nostalgia primaveral por los


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