Invasión. David Monteagudo
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David Monteagudo
David Monteagudo nació en Viveiro, provincia de Lugo, en 1962. A los 5 años se trasladó con su familia a Cataluña. Trabajó en una fábrica de cartonaje en Vilafranca del Penedès, ajeno a los círculos literarios, aunque siempre se sintió atraído por los libros y la escritura.
En 2009 su novela Fin fue recibida por la crítica como “una bocanada de aire fresco para las letras de este país” y tuvo una espectacular acogida entre los lectores (más de 50.000 ejemplares vendidos). En 2012 fue llevada al cine con ese mismo título. Desde entonces ha publicado tres nuevos libros: las novelas Marcos Montes (2010) y Brañaganda (2011), y el volumen de relatos El edificio (2012). Sus obras han sido traducidas al francés, alemán, holandés, italiano, catalán y ruso.
Candaya Narrativa, 34
INVASIÓN
© David Monteagudo
Primera edición impresa: marzo de 2015
© Editorial Candaya S.L.
c/ Bòbila, 4 - Barcelona
08004 Barcelona
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Ryan McGuire y Francesc Fernández
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN:978-84-15934-94-3
Depósito Legal: B 6045-2015
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
A Olga
ÍNDICE
La primera vez que vio a un gigante, García estaba tomando una cerveza en la terraza de un bar. Entonces no lo identificó como tal, tan sólo pensó que se trataba de una persona anormalmente alta; pero lo cierto es que, ya aquella primera vez, la visión le produjo un indefinible malestar, no tanto por la desmesurada altura del gigante, como por el hecho, insólito y sorprendente, de que nadie pareció reparar en su presencia.
La terraza ocupaba un ángulo de la plaza porticada, junto a los puestos del mercado de frutas y verduras. La mañana era tibia y soleada. En una de las pequeñas mesas de aluminio, García –con un dedo entre las páginas de un libro– disfrutaba de la agradable temperatura del aire, del cosquilleo de la cerveza a medio consumir, del contraste entre los soportales frescos, umbríos, y la porción de plaza bañada por el sol, con las movedizas sombras de las hojas de los árboles en el pavimento. Posponiendo por unos instantes la lectura –que esperaba paciente y segura entre sus dedos–, García contemplaba el rutinario ajetreo de mozos y vendedores en los puestos del mercadillo, cuando vio algo que llamó su atención en el otro extremo de la plaza. Entre los viandantes que llegaban por una de las calles adyacentes, en un flujo moroso y discontinuo, apareció una figura exageradamente alta, una persona, un hombre que avanzaba con pasos lentos y desgarbados, como si lo desproporcionado de su estatura le obligase a moverse a un ritmo diferente al de los otros peatones. Desde el primer momento, y a pesar de que la distancia no permitía aventurar ninguna cifra concreta, García tuvo la sensación de que la altura de aquel hombre superaba, de alguna manera, la sutil barrera que separa lo excepcional –el jugador de baloncesto, el individuo aquejado de un gigantismo de origen hormonal– de lo prodigioso, de lo que ya no es humano. Era la proporción con las cosas que le rodeaban, con las puertas de los edificios, con los coches, con las personas que había en las proximidades, lo que producía aquella certeza. Por lo demás –haciendo abstracción de la lentitud de sus movimientos y de la descomunal estatura– el aspecto del hombre era bastante normal; acaso tenía un cierto aire de extranjero, o de turista: tenía el cabello más bien rubio, llevaba puesto un chaleco de color beige, y una especie de macuto colgando en bandolera.
Perplejo, inmovilizado por el asombro, García vio cómo el fenómeno cruzaba por el fondo de la plaza, pegado a la pared de la iglesia, hasta que el toldo de uno de los puestos de fruta se lo ocultó a la vista. García miró a derecha e izquierda, buscando a su alrededor alguna complicidad, alguna exclamación, algún comentario que confirmara lo insólito de aquella visión. Pero nadie en la terraza había reparado en el prodigio; la gente seguía hablando en la misma actitud, o consultando sus teléfonos móviles. Tampoco en los puestos del mercado que quedaban más cercanos se había producido ninguna alteración.
A García, en cambio, aquella experiencia le produjo una sorda desazón, y le dejó un poso de inquietud. Ya no pudo continuar con la lectura, por más que se había prometido disfrutarla durante la media hora de descanso que todavía le quedaba. Distraído y caviloso, sus sentidos se cerraron a los estímulos del mediodía primaveral; y en las horas, e incluso los días que siguieron a aquella mañana, no podía evitar que le invadiese una sombra de preocupación, una velada angustia, cada vez que recordaba el suceso.
En más de una ocasión –charlando en el segundo desayuno, con los compañeros de la oficina, o las pocas veces que su mujer cenaba en casa– estuvo tentado de comentar la visión del gigante, e incluso había ensayado mentalmente el tono que adoptaría, afectando una curiosidad entre intrigada y divertida. Pero en el último momento dudaba, refrenaba su impulso, y acababa optando por el silencio; como si aquella vivencia fuera algo íntimo, vergonzante, que nadie sería capaz de comprender.
Los días fueron pasando, y con ellos las semanas. Las impresiones de aquel suceso tan curioso