Invasión. David Monteagudo

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Invasión - David Monteagudo


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y desaparecía de su mente con la misma facilidad, con la misma ligereza con que había aparecido.

      Fue precisamente entonces, cuando ya no le inquietaba, cuando habló del asunto con otra persona. Lo hizo de manera espontánea, sin premeditación, un día que se quedó a solas con un compañero de la oficina, junto a la máquina del café. El compañero, a quien todos llamaban Marqués, era un chico bastante joven, de poco más de treinta años. García no hablaba muy a menudo con él, pero le consideraba una persona discreta e inteligente, y no lo evitaba, como hacía –en la medida de lo posible– con otros colegas cuyo trato le resultaba desagradable.

      García le contó al joven su experiencia; fue una narración concisa y resumida, acorde con el entorno de la conversación, pero que no omitía los aspectos más subjetivos del suceso. Marqués le escuchó con atención, mordisqueando distraídamente la cucharilla de plástico con la que acababa de agitar el café.

      –¿Y cuándo dices que viste eso?

      –No sé. Debe de hacer un mes, o cosa así.

      –Sería un jugador de baloncesto.

      –No, ya te digo que no, que había algo que... que se salía de lo normal.

      –Un jugador de baloncesto se sale de lo normal.

      –Pero no tanto. Ese tío debía medir... tres metros, o más.

      –¿Y tú cómo lo sabes? Desde esa distancia…

      –No sé… Era la proporción, la proporción con las cosas… Y además se movía de otra manera, más despacio.

      Marqués se quedó un momento en silencio, inmóvil, observando a García con una mirada llena de penetración e inteligencia.

      –A lo mejor andaba por una tarima. Había una tarima, al lado de la iglesia, y tú no la viste.

      –¡Hombre!… –dijo García–. Eso funcionaría si no hubiera tenido piernas. Yo le veía hasta la cintura. La cintura le quedaba… le quedaba por encima de las cabezas…

      –Perdona, no quería molestarte. Te he apretado un poco para… En fin, ya tengo mi diagnóstico.

      –¡Caramba, qué rápido! Espero que no me salga muy caro.

      –Más que un diagnóstico –dijo el joven, en el mismo tono cordial y humorístico que había empleado García– es una reflexión, un razonamiento. Lo raro no es ver a un tipo de cuatro metros andando por la calle. Lo raro es que te impresionase tanto. Tú mismo lo has dicho: “una cierta angustia”, “algo inquietante”.

      –Hombre… No creo que sea muy normal ver…

      –Es que yo creo que es al revés, justamente al revés. ¿Tú crees que hoy en día, con los tiempos que corren, alguien se asombraría de ver una cosa así? Yo creo que no. La gente pensaría que era un truco tecnológico, un anuncio de algo. Tenemos la mente abierta a ver todo tipo de prodigios, de aparentes prodigios. ¿Inexplicable? No más que cualquier aplicación de tu teléfono móvil. Para alguien que no sea ingeniero electrónico, tan mágica es una cosa como la otra. “Ese”, es el punto de vista normal.

      –¿Entonces yo, qué? ¿Soy un bicho raro?

      –En aquel momento, quizás sí, lo fuiste. Viviste de forma traumática una experiencia en realidad banal, la interpretaste según una inquietud interna, y predeterminada. Probablemente ampliaste un hecho menos excepcional, lo subjetivaste… O te lo inventaste de cabo a rabo. A lo mejor fue una alucinación. No hace falta estar loco para tenerlas. A veces, en determinadas circunstancias…

      –Me tranquilizas.

      –Te debería tranquilizar –dijo Marqués, en respuesta a la flemática ironía de su compañero–. Nadie está completamente equilibrado, todos tenemos alguna fisura. Y si no la tienes, mal asunto: entonces es que estás muerto, o a punto de estallar.

      –O sea: que tú le das una interpretación psicológica.

      –Modestamente, sí.

      –Oye, y… ¿Dónde tienes la consulta?

      Marqués sonrió antes de contestar. La suya era una sonrisa franca y agradable, seductora en su modestia.

      –Oh, no… No he estudiado nada de eso. Empecé económicas, y ni siquiera lo acabé. No es psicología eso, es sentido común.

      –Un sentido común poco común.

      –Gracias, pero… tú también lo tienes. Está claro que tienes una buena capacidad de análisis. Lo que pasa es que con uno mismo es más difícil.

      –Para eso están los amigos. Claro que tú y yo ni siquiera somos amigos. O no lo éramos.

      –¿No has vuelto a ver gigantes? –preguntó Marqués, tirando en la papelera el vaso de papel que había contenido el café.

      –No.

      –Pues ya está. Un pequeño desajuste transitorio. Eso es todo.

      Aquella charla le dejó a García una sensación ambivalente: por una parte le resultó beneficioso hablar con alguien del asunto, sacarlo al exterior y enfrentarlo a la opinión y el análisis de otra persona. Y también se alegró de haber descubierto a un compañero que, más allá de ser un conversador agudo y perspicaz, podía llegar a convertirse en un buen amigo, en un confidente en el que depositar aquellas y otras dudas. Pero también era cierto que se había abierto otro frente que él, en principio, no había contemplado: la posibilidad de haber sufrido una alucinación, y que esa posibilidad –por muy aislado y circunstancial que hubiese sido el episodio– no era halagüeña ni tranquilizadora.

      Unos minutos después de aquella conversación, cuando ya estaba sentado a su mesa, ocupado en el rutinario archivo de unos legajos, García pensó que aquella noche hablaría de todo aquello con su mujer: de la visión que lo había originado todo, de la inquietud que le había causado durante unos días, de la opinión de Marqués y su teoría psicológica. Ahora que ya había abierto el fuego, no le importaba hurgar un poco más en el asunto; incluso tenía curiosidad por saber lo que opinaría su mujer, cómo analizaría los hechos y qué tono adoptaría para hablar de ello. García recordó con nostalgia –una nostalgia teñida de renuncia y escepticismo– las largas conversaciones con Mara, cuando se conocieron y empezaron a salir juntos; las tardes enteras en la mesa de algún bar, frente a unos cafés con leche, hablando de todo lo divino y lo humano, profundizando en cada idea hasta hundirse en las aguas inseguras –que en realidad ninguno de los dos dominaba– de la filosofía. Con qué placer habrían hablado entonces, veinte años atrás, de un asunto tan jugoso, tan atractivo para la polémica como los límites entre lo real y lo irreal, la frontera entre la cordura y el trastorno psíquico, la naturaleza de la percepción, de la “realidad”, y todas aquellas cosas que se vuelven más interesantes con la ayuda de unas comillas enfáticas. Ahora la cosa era bien diferente. Por poco que se sincerase consigo mismo, García tenía que reconocer que Mara y él se habían distanciado mucho a lo largo de los quince años que llevaban viviendo juntos. En algún momento –que ahora ya era incapaz de precisar– sus intereses, los verdaderos intereses vitales, aquellos que te hacen desear que llegue el día siguiente, habían divergido callada, irrevocablemente, favorecidos por el espejismo de una convivencia tácita, sin discusiones ni altibajos.

      Ahora García anticipaba, sin ningún temor a equivocarse, la forma que adoptaría su conversación, el pequeño esfuerzo, la presión que tendría que ejercer sobre la inercia de la rutina, de sus rituales cotidianos, para conseguir que Mara apartase su atención del televisor, del teléfono móvil, de la banal obligación de retirar los platos sucios, y le escuchase, de verdad, durante unos segundos. Entonces sí, una vez hubiera sonado la alarma, el aviso excepcional de “tengo que comentarte algo importante”, Mara guardaría el teléfono, dejaría los platos y apagaría el televisor, y se dispondría a escuchar con sus cinco sentidos, a dar su opinión, y a debatir; porque ella sabía que García no era hombre que hablase de banalidades, y a buen seguro tendría algo interesante, algo jugoso que contar.

      Habiendo


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