Falsa proposición - Acercamiento peligroso. Heidi Rice

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Falsa proposición - Acercamiento peligroso - Heidi Rice


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demasiado cansada y disgustada como para seguir discutiendo.

      Se sentía agotada y desconcertada. No solo estaba atada a aquel hombre por el bebé que crecía en su interior sino por una pasión elemental y primitiva que aún tenía el poder de hacer que perdiese el control.

      Y a él le daba igual. ¿Cómo no? No tenía nada que perder. Su corazón, si lo tenía, nunca había estado en juego.

      * * *

      Unos minutos después, Luke paró en una gasolinera para llenar el depósito.

      –Voy a pagar, volveré en cinco minutos.

      Louisa asintió con la cabeza, dejando escapar un suspiro cuando la puerta del coche se cerró. Lo vio acercarse a la oficina a grandes zancadas, los hombros tan anchos que…

      Tenía que olvidarse de él, pensó, enfadada consigo misma. Pero ese aire tan dominante que exudaba la sacaba de quicio.

      En los últimos cien kilómetros habían intercambiado menos de diez palabras. Al principio lo agradeció, pero a medida que pasaba el tiempo, el tenso silencio había empezado a tomar vida propia, ahogándola.

      Cada vez que cambiaba de marcha y rozaba su pierna pensaba en esos largos y competentes dedos acariciándola hasta llevarla al orgasmo…

      Cuando dejaron atrás el aeropuerto de Heathrow estaba tan nerviosa que cruzaba y descruzaba las piernas una y otra vez. Había intentado animarse con la radio, pero Marvin Gaye cantando Sexual Healing no era precisamente la mejor manera de calmarse. Cambió de emisora inmediatamente, pero el daño ya estaba hecho.

      Luke la miró, esbozando una irónica sonrisa.

      –No es mala idea –murmuró, haciendo que el pulso de Louisa empezase a latir con fuerza.

      Y, para rematar el desastre, en los últimos meses su vejiga se había encogido hasta alcanzar el tamaño de una nuez. Por el momento, habían parado tres veces para ir al baño y Luke se había mostrado amable. Tenía que darle un punto por no mencionar que esa era otra señal de embarazo que le había pasado desapercibida, pero se sentía menos conciliadora a medida que se alejaban de casa.

      Tenía problemas más importantes que un deseo sexual incontenible.

      ¿Que iba a hacer con su trabajo, por ejemplo?

      ¿Cómo iba a darle la noticia a su familia? A su padre, un hombre muy tradicional, no le haría gracia que su primer nieto naciese fuera del matrimonio.

      Después de tantos años intentando convencer a Alfredo di Marco de que era capaz de tomar sus propias decisiones, le deprimía pensar que iba a tener que librar esa batalla de nuevo. Y luego estaba su apartamento, que era demasiado pequeño para un niño…

      Pero no parecía capaz de concentrarse en ninguno de esos temas, por importantes que fueran, y era culpa de Luke Devereaux.

      Si no le hubiera hecho recordar esa noche, no se sentiría tan incómoda. Y tenía la sospecha de que él lo sabía. ¿Por qué la llevaba a su casa de campo? Ese viaje podría acabar en desastre.

      Pero no había logrado reunir valor para decirle que había cambiado de opinión y quería que la dejase en cualquier estación de tren.

      Sencillamente, no tenía energía. Cuanto más se alejaban de Londres, más difícil le resultaba decir nada y su propia debilidad la enfadaba.

      Aquel hombre merecía que le bajasen los humos. Aunque no hubiera sido su intención engañarla esa noche, eso no excusaba su comportamiento. Era el ser más arrogante que había conocido en toda su vida y no le gustaba nada que la tratase como si no supiera cuidar de sí misma.

      Había tenido que soportar a su padre y sabía que había que plantarle cara a los hombres así. Entonces, ¿por qué no protestaba?

      Aunque el sol había empezado a esconderse en el horizonte seguía haciendo calor y Louisa decidió salir del coche. Alegrándose al ver a Luke esperando en la cola para pagar se sentó en un banco y se preparó para la batalla.

      Por desgracia, después de ponerse brillo en los labios y pasarse el cepillo por el pelo seguía sintiéndose como si acabara de atravesar la jungla: sudorosa, incómoda y cansada.

      Cuando guardaba la bolsa de cosméticos en el bolso vio su móvil y recordó algo más que tenía que hacer. Bueno, al menos podía ponerse en acción mientras esperaba que empezase la batalla.

      Tenía que ordenar su vida. Había recibido una sorpresa tremenda aquel día, pero esa no era excusa para acobardarse.

      Y solo había una persona a la que pudiera pedir consejo: su mejor amiga, Mel Devlin. Debería haberle hablado de su noche con Devereaux meses antes. Que Mel hubiese notado las consecuencias antes que ella solo demostraba lo buena amiga que era.

      Pero suspiró, decepcionada, cuando saltó el buzón de voz.

      –Hola, Mel, soy yo. Tengo que hablar contigo… –Louisa vaciló. No podía darle la noticia por teléfono–. Tengo que contarte algo importante, llamaré más tarde.

      Después de cortar la comunicación, llamó a su médico en Camden. No quería que la doctora Lester fuera su ginecóloga porque ella no podía pagar una clínica privada y no iba a dejar que Devereaux se hiciera cargo de los gastos. Especialmente sin saber cuáles eran sus intenciones hacia el bebé.

      Suspirando, miró los coches que pasaban por la autopista hasta que por fin saltó el contestador de la clínica.

      Pero bueno, ¿no había nadie en su sitio aquel día?

      –Soy Louisa di Marco y quiero pedir cita con el doctor Khan lo antes posible. Por favor, llámeme a este número…

      –¿Se puede saber qué estás haciendo?

      Louisa giró la cabeza, sobresaltada.

      –¿Estás loco? Me has dado un susto de muerte.

      –¿Para qué has pedido una cita?

      –¿Por qué espías mis conversaciones?

      –No vas a abortar –dio Luke entonces, tomándola del brazo–. No lo permitiré.

      Debería decirle que la decisión de tener o no a ese hijo era cosa suya, pero estaba tan sorprendida por su fiera respuesta que no acertó con las palabras.

      –Suéltame ahora mismo.

      Luke la soltó, haciendo un gesto de disculpa.

      –¿Para qué has pedido una cita?

      –No voy a abortar, no podría hacerlo.

      –Estás mintiendo, te he oído pedir cita con un médico…

      –Yo no miento –lo interrumpió ella, enfadada–. Estaba pidiendo cita con mi ginecólogo.

      –¿Por qué? Tu ginecóloga es la doctora Lester.

      –No, no lo es. Yo tengo mi propio ginecólogo y tú no vas a decirme quién tiene que controlar este embarazo.

      –No digas tonterías. La doctora Lester es una de las mejores ginecólogas del país.

      –Me da igual que sea la mejor del mundo. Es mi decisión, no la tuya, como es mi decisión tener o no este hijo –replicó ella–. Porque, en caso de que no te hayas dado cuenta, soy yo quien va a tener este hijo, no tú.

      ¿Cómo se atrevía a decirle lo que tenía que hacer?

      Luke frunció el ceño.

      –Considerando lo mal que lo has hecho hasta ahora, deberías darme las gracias. Después de todo, si no fuera por mí, aún no sabrías que estás embarazada.

      –Bueno, pues ahora ya lo sé y yo me encargaré de todo a partir de este momento. Quiero que me dejes en la primera estación de tren.

      –¿Qué?

      –Quiero volver a Londres –dijo Louisa,


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