Despierta a mi lado - Placaje a tu corazon. Lorraine Murray

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Despierta a mi lado - Placaje a tu corazon - Lorraine Murray


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en un intento de calmarse.

      –Y la luz no se ve muy intensa –le dijo tratando de mostrarse profesional. Esa sería la manera de evitar las tentaciones que surgían cuando estaba con él.

      –No tanto como la que irradia tu mirada –le susurró con toda intención, haciendo que ella girara el rostro para quedar a escasos centímetros del suyo, mientras su mirada parecía estar adentrándose en su interior en busca de respuestas. Fiona entreabrió los labios como si quisiera decir algo. Se los humedeció y se sintió turbada por la presencia tan cercana de Fabrizzio. Les bastaba un leve movimiento para que sus bocas quedaran selladas de nuevo. Su corazón se agitó de manera incontrolada y pensó que sus latidos podrían escucharse en la vacía y silenciosa sala. No podía controlarlo cuando él estaba cerca, cuando él la miraba de aquella manera. Una tímida sonrisa se perfiló en sus labios, consciente del peligro que corría.

      Fabrizzio la contempló en silencio durante unos segundos, empujado por sus deseos de volver a besarla. Pero era consciente de que el lugar y el momento tal vez no fueran los más apropiados. El brillo de sus ojos lo tenía atrapado como si de un hechizo se tratara. Escocia, tierra celta de brujas y magos. ¿Sería una de ellas? ¿Cómo era posible que lo hubiera atrapado de aquella extraña manera? Fiona se quedó inmóvil sintiendo la caricia de su aliento en los labios y Fabrizzio era consciente de que el pulso se le había acelerado en demasía. La vena de su cuello latía más deprisa y estaba seguro de que, si presionaba con delicadeza con sus propios labios, Fiona dejaría escapar un gemido inequívoco de lo que se sentía en ese instante.

      –¿Por qué estabas contemplando este cuadro? –le preguntó con una voz ronca que se acercó al susurro, incapaz de apartar su mirada de ella–. Creía que tu interés estaba en los artistas italianos.

      –Y lo está… pero… pero… –Aturdida, desvió con gran esfuerzo la mirada de los ojos de Fabrizzio, de vuelta al cuadro de Renoir muy a su pesar. Aquel hombre la hacía estremecer como una hoja con toda facilidad. ¿Es que no podía mostrarse más fría y distante cuando estaba a su lado? ¿Es que el simple hecho de haberse acostado podía trastocar su mundo de aquella manera?–. Quería abstraerme un poco.

      Fabrizzio sonrió mientras asentía y se apartaba ligeramente de ella. No buscaba incomodarla con su presencia. Para él también era una tortura estar allí, a solas, y no saber si debería tocarla, besarla o regalarle un cumplido. ¡Maldita sea! ¡No estaba acostumbrado a tratar a una mujer de aquella manera! A mirarla como si fuera la más hermosa obra de arte jamás esculpida o retratada. ¿Qué había entre ellos? ¿Una simple y llana atracción sexual que se desató la pasada noche? ¿O había algo más que desconocía por el momento?

      –Entiendo. Tal vez deberíamos ver qué pintores serían los más apropiados para tu exposición –le dijo alejándose unos pasos de ella para girar sobre la sala, en busca de algún pretexto para no sucumbir al deseo.

      Fiona lo siguió con la vista mientras Fabrizzio miraba aquí y allá. Gesticulaba y parecía hablar en italiano, como si se estuviera dirigiendo a otra persona que hubiera allí. ¿Qué estaría diciendo?

      Dio vueltas y vueltas recorriendo los cuadros de la sala. Tratando por todos los medios de no quedarse mirándola, mientras se maldecía así mismo. Se repetía una y otra vez que aquello era una compleja locura. Que no tenía sentido. Y de repente se detuvo y quedó frente a ella mirándola como si hubiera encontrado el cuadro perfecto para su exposición.

      –¿Qué te parecen los retratos de Tintoretto, Forabosco y Lomazzo? –le preguntó mientras cruzaba sus brazos sobre el pecho y se quedaba mirándola una vez más.

      Fiona se sintió abrumada por el ímpetu de su voz, su entusiasmo al ofrecerle nombres de pintores italianos. Pero sobre todo por su pose al contemplarla.

      –Creo que serían… muy atractivos al visitante. Si pudiéramos traer cuadros de pintores italianos no tan reconocidos… –le dijo como si le estuviera formulando un deseo.

      –Veré qué podemos hacer. No olvides que estás ante el director de la Galería Uffizi de Florencia –le recordó con una mezcla de ironía y orgullo.

      –Lo sé. Soy consciente de ello.

      –En ese caso, podrías pasarme una lista con aquellos autores y retratos que te gustaría exhibir. Después la estudiaría y vería cuales son posibles de conseguir –le dijo con toda naturalidad y seguridad en sus palabras.

      –Pero no disponemos de mucho tiempo.

      –Sí, lo sé. David me ha comentado que no quiere que el entusiasmo mostrado por la junta del museo se enfríe. Sería una verdadera lástima si al final de todo no lograras exhibir esa colección de retratos –le dijo con un toque de rabia en su voz–. Por eso te pido el listado de pintores. Puedo hacer unas llamadas para ir avanzando el tema. Antes de que llegáramos a Florencia podríamos tener una idea aproximada de los cuadros disponibles. ¿No crees? –le sugirió mientras arqueaba sus cejas, que se perdían bajo su flequillo algo largo.

      Fiona se sintió complacida por su predisposición a ayudarla. Después de todo, tal vez no sucediera nada entre ellos a pesar de que hacía un rato había sentido el deseo de besarlo.

      –En ese caso sería mejor que me pusiera con esa lista que sugieres antes de que nos marchemos a comer. De ese modo podríamos comentarla –le sugirió tratando de buscar un pretexto perfecto para no quedarse mirándolo durante la comida. No fuera a ser que las ganas de besarlo la asaltaran de nuevo.

      –Me parece acertado.

      Fiona sonrió por primera vez sin sentirse nerviosa ni atrapada por su presencia. Aunque era consciente en todo momento del riesgo que corría si se quedaban a solas una vez más. Tal vez la próxima ocasión no pudiera refrenar los deseos de besarlo. Sin importarle dónde estuvieran.

      –¿No vienes? –le preguntó sorprendiéndose a sí misma con esa pregunta tan directa. Como si en verdad deseara que la acompañara de vuelta a su despacho. ¿Qué pretendía? ¿Encerrarse a solas con él y continuar donde lo acababan de dejar? Es decir, a punto de caramelo…

      –No. Voy a seguir echando un vistazo al museo. Y tú tienes una lista que hacer –le recordó sonriendo tímidamente. En ese momento nada le apetecía más que seguirla hasta su despacho, cerrar la puerta con llave y devorarla hasta que sus gemidos se escucharan en todo el museo. Pero ello solo serviría para satisfacer su deseo sexual hacia ella. Sin embargo, nada tenía que ver con lo que le había hecho sentir aquella misma mañana al verla enfundada en la sábana de su cama. Por ello, la observó alejarse mientras se preguntaba qué podía hacer para que no se sintiera incómoda en su presencia. Pero lo que pensó no le gustó demasiado, y tampoco se veía con fuerzas de hacerlo.

      No se volvieron a ver hasta la hora en la que quedaron para comer, como David había sugerido a Fiona. Fabrizzio la estaba esperando en la entrada de la National Gallery con la mirada fija en los jardines de Princess Street. Le gustaba contemplar las diferentes tonalidades de verdes que ofrecían. La temperatura era bastante agradable en esos días, aunque no tenía nada que ver con el clima en Italia. Pero no le había afectado demasiado. Para no pensar en ella, le daba vueltas en su cabeza a los autores que Fiona había aceptado buscar para su exposición, y las dificultades que podrían encontrar para reunir sus obras. Aun así, lo intentaría por todos los medios. Le gustaba el entusiasmo que ella derrochaba por esta exposición. Era como si en realidad se estuviera jugando mucho, y él haría todo lo que estuviera en sus manos para que lo consiguiera. Aunque pudiera suponer correr ciertos riesgos. No se tenía por un seductor, ni un mujeriego. La verdad era que solo se le conocían un par de relaciones. Nada serio. Su vida había transcurrido entre obras de arte, museos, exposiciones y universidades. Había luchado mucho para conseguir ser nombrado director de la Galería de los Uffizi en Florencia, y eso no se conseguía todos los días. Pero desde que la había conocido… Todo lo profesional parecía haber pasado a un segundo plano, ya que le resultaba imposible no pensar en ella, y más cuando apareció por la puerta del museo despidiéndose de Stewart, el amable hombre que flanqueaba la entrada. Su sonrisa, su rostro risueño, su mirada entornada hacia él. Esa seguridad que demostraba en


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