Estas brujas no arden. Isabel Sterling
Читать онлайн книгу.–Sonrío y Cal me corresponde. Es bueno tener algo de sangre fresca por aquí. Lauren es buena y todo, pero es la jefa.
La campana sobre la puerta redobla, anuncio de la llegada de un nuevo cliente. Cal exhibe una sonrisa tan grande que desafía a la mejor sonrisa de servicio al cliente de Lauren y ofrece un efusivo «¡Bienvenido al Caldero Escurridizo!».
Su entusiasmo es contagioso. Giro para recibir al nuevo cliente también, pero quedo helada al ver de quién se trata.
Evan.
Casi no lo reconocí en un principio. Ya no es el chico gótico que entró a la tienda la noche antes del fogón. El rostro de este nuevo Evan está limpio de maquillaje. Luce pantalones de vestir, una camisa blanca y un gafete con el logo del Museo de Brujas.
¿Qué está haciendo aquí?
–¿Estás bien? –pregunto. Cuando Cal asiente, sigo a Evan al pasillo de las velas. Cruzo los brazos, todo mi entrenamiento para atención al cliente olvidado–. ¿Puedo ayudarte? –sentencio, con un tono más hostil que mis palabras.
–Ah, hola a ti también, Hannah. –Evan alza una ceja–. Y estoy bien. Sé lo que necesito. –Desaparece en otro pasillo y el tintineo de vidrio me indica que está mirando nuestros viales de hierbas mágicas.
Una guerra se desata en mi interior y me deja congelada en mi lugar. Evan es un Reg. Sus acciones no deberían importarme. Las palabras de lady Ariana resuenan en mi mente: No es nuestra responsabilidad salvarlos de sí mismos. Si Evan quiere sacrificar otro animal y arriesgarse a sufrir las consecuencias de esa clase de magia, es asunto suyo.
Pero aun así…
Para cuando vuelvo a mirar a la caja, Cal está escaneando cuidadosamente el primer artículo de Evan. Cristales y velas, la mayoría negros. Evan no está junto al mostrador, probablemente esté buscando algo más. Echo un vistazo al pasillo de hierbas, pero es como si hubiera desaparecido. Tampoco está en el de libros. Giro para ayudar a Cal en la caja y choco contra alguien.
–Mierda. Lo siento. –Levanto la vista. Evan. Lleva viales de sanguinaria y cicuta. De pronto siento muchas menos ganas de disculparme–. ¿Qué haces?
Se endurece ante mi mirada y su expresión se vuelve cautelosa.
–No es asunto tuyo –sentencia y me esquiva para acercarse a la caja, en donde Lauren ha aparecido para ayudar a Cal. Me lanza una mirada al escanear las últimas compras de Evan, pero no logro saber si es que está molesta por su colección de provisiones o por mis terribles habilidades en la atención al cliente.
Con ella, realmente podría ser cualquiera de las dos opciones.
Evan paga y se dirige a la puerta. Cuando se acerca, me interpongo en su camino.
–¿Qué será esta vez? –pregunto, con las manos cerradas en puños–. ¿Otro mapache? ¿O irás tras algo más grande?
–No sé de qué estás hablando –responde, sosteniéndome la mirada como si estuviera desafiándome a acusarlo otra vez–. Quítate de mi camino.
–¿O qué harás?
–O tú serás la siguiente. –Los ojos de Evan destellan de ira. Pasa ofendido junto a mí, su brazo golpea mi hombro, atraviesa la puerta un segundo después y la campanilla produce un sonido discordante en mis oídos.
–¿Qué fue eso? –pregunta Cal, que salió de detrás del mostrador cuando Lauren regresó a su oficina–. ¿Estás bien?
Asiento, demasiado ocupada luchando contra el iracundo palpitar de la magia en mis venas como para hablar. Evan no puede amenazarme y alejarse sintiéndose presuntuoso. Es un Reg. Por más poder que pueda sentir, por más adrenalina que tenga por el ritual (y dada su reacción, estoy casi segura de que fue él), no es nada comparado con lo que yo puedo hacer. Menos que nada.
–Dile a Lauren que me tomaré mi descanso –anuncio–. Ya regreso.
Habitantes locales y turistas se entremezclan por las estrechas aceras cuando salgo de la tienda. Diviso el blanco reluciente de la camisa de Evan cuando da vuelta a la esquina y me apresuro a seguirlo, zigzagueando entre los peatones con una catarata de disculpas a mi paso.
Una banda de estudiantes de educación media bloquea la acera y bajo a la calle para sobrepasarlos rápidamente. Un automóvil hace sonar la bocina detrás de mí, me sobresalto, regreso a la acera y caigo dentro del grupo de niños de sexto año.
–¡Oye!
–¡Ten cuidado, fenómeno!
–¡Quítate del camino, perdedora!
¿Cuándo se volvieron tan groseros los preadolescentes? Yo estaba aterrada de los mayores cuando tenía su edad. Considero hacerlos tropezar con una grieta en la acera, pero hago la idea a un lado. Los Elementales no interfieren con la vida de los Regs; solo las Bujas de Sangre lo hacen. Además, lady Ariana me desollaría viva si descubriera rastros de magia en un lugar con tan tanta presencia de Regs. No dejaré que mi entrenamiento se retrase ni un segundo más, en especial por causa de unos niños impertinentes.
Más adelante, Evan cruza la intersección en dirección al Museo de Brujas (el que tiene esas escalofriantes figuras de cera que explican los juicios a las brujas) y yo me apresuro tras él. Pensándolo dos veces, tal vez los preadolescentes siempre han sido pequeños bastardos. Abigail Williams no llegaba a los once años cuando puso a todo un pueblo de cabeza.
Gracias a Dios, el semáforo está en rojo cuando cubro la intersección a toda velocidad. Ignoro a las personas que me miran mal y alcanzo a Evan antes de que atraviese a la pequeña multitud que forma fila en la boletería.
–Evan, espera. –Evan salta, sorprendido, y se aleja de mi contacto. La bolsa del Caldero cuelga de su mano cuando gira para enfrentarme.
–¿Qué quieres?
–Tú… –Tomo una gran bocanada de aire, con mi pecho agitado. Definitivamente no soy una corredora. Apoyo las manos en mis muslos y me doblo en dos, algo que arruina por completo la imagen feroz que planeaba transmitir–. Tú no puedes amenazarme y alejarte como si nada –digo cuando finalmente recupero el aliento.
–Como sea. –Evan pone sus ojos en blanco, hace caso omiso de mí.
–Hablo en serio –chillo–. No puedes lanzar maldiciones y amenazas. –Mi magia se agita junto con mi temperamento y levanta una brisa en la acera atestada. Fuerzo a calmar ese reflejo.
–Te lo dije. No sé de qué estás hablando. –Mira a los turistas alrededor de nosotros y me aparta de la fila tomada por el codo. Su pulgar se hunde dolorosamente en mi brazo.
–Aparta tus manos de mí –sentencio, pero descubro que mantuve la voz baja, como si temiera provocar una escena. Arranco mi brazo de su mano y apunto un dedo a su bolsa de compras–. Esa bolsa está llena de artículos para hechicería. Lo que sea que estés haciendo, tiene que parar. Y ciertamente no me hechizarás a mí o yo…
–¿O tú qué? –Alza una ceja hacia mí y odio no poder demostrarle la magia que podría desatar si intentara lastimarme. Me obligo a respirar profundo y cambiar de estrategia.
–He trabajado en el Caldero desde los dieciséis –hago una pausa cuando una mujer arrastra a dos niños junto a nosotros. Cuando están fuera del radar, continúo–. Reconozco un embrujo cuando lo veo. Lastimar a las personas no es el modo de obtener lo que quieres.
–Algunas personas merecen ser castigadas. –Sus ojos destellan, brillan bajo la luz del sol. Su voz está cargada de dolor–. Algunas personas merecer ver cómo sus vidas se desmoronan. ¿Por qué no ser yo quien haga que eso suceda?
Su pregunta me toma desprevenida y no tengo una respuesta inmediata más que decir que