El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way

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El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way


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Carol, no es necesario –dijo Damon, deteniéndola–. Deja que llame.

      –Eh, eso es nuevo –dijo Carol, con los ojos fijos en el panel donde estaba el interfono. El panel estaba empotrado en una columna de piedra.

      Damon bajó la ventanilla y tecleó los cinco dígitos, que pronunció en alto para que Carol los memorizara.

      –No se me olvidarán. Se me dan muy bien los números.

      –Eres muy lista.

      –No me queda más remedio, Damon Hunter.

      –Esta casa debería tener más seguridad –declaró él con seriedad–. Hay sitios por los que cualquiera…

      Damon se interrumpió cuando la voz de una mujer dijo por el altavoz:

      –¿Quién es?

      –Identifícate, Damon –dijo Carol medio en broma.

      Él le dedicó una sonrisa ladeada.

      –Soy Damon Hunter, vengo con mi cliente, Carol Emmett. Llamé para avisar que veníamos.

      La mujer no respondió, pero las gigantescas puertas comenzaron a abrirse.

      –Esa no era Dallas, ¿verdad, Damon?

      –No, era el ama de llaves, Amy Hoskins. No es la señora Danvers, pero se le parece.

      Carol reconoció el nombre de la intimidante ama de llaves en Rebeca, la famosa novela de Daphne du Maurier.

      –Supongo que podría echarla, si se da el caso; parece que está en mi contra, y eso que no me conoce. A propósito, he leído Rebeca dos veces, pero no he conseguido ver la película –Carol había hablado de corrido, los nervios.

      –En ese caso, como bien has dicho, puedes echarla. Esta casa es tuya, Carol. La finca entera es tuya. También te quedas con la casa de Point Piper, aunque el piso de Point Piper en el que vive tu primo lo hereda tu tío.

      –¿La casa de Point Piper? –dijo Carol con consternación–. ¿Qué voy a hacer yo con esa casa? No quiero tanto dinero ni tantas propiedades. La casa de Point Piper es todo un símbolo de la ciudad, debe valer…

      –Unos cincuenta millones de dólares –declaró Damon.

      –Esa cantidad de dinero es una obscenidad –comentó Carol–. ¿Cómo puede una casa valer tanto dinero?

      –Para empezar, tiene magníficas vistas al puerto de Sídney –explicó Damon en tono irónico.

      * * *

      Carol no podía creer haber vuelto, no podía creer que todo aquello fuera suyo… Jardines del tamaño de un parque, un lago artificial con preciosos helechos arborescentes en sus orillas, lirios de agua e irises.

      La casa se erguía delante de ellos, imponente. A pesar del tiempo transcurrido, seguía igual. El camino de grava describía un trayecto circular; en el centro, una hermosa fuente victoriana. Una banda de césped de unos sesenta centímetros de ancho bordeaba la zona de grava y servía de separación con una rosaleda. Ahí, en esa parte de los jardines, delante de la casa, todas las flores eran de color rosa en distintos tonos, haciendo juego con el enladrillado de la fachada y en contraste con las contraventanas de madera pintadas en azul.

      –No veo la alfombra roja por ninguna parte, pero no me extraña. En fin, y ahora… ¿qué? –preguntó Carol.

      Los dos habían salido del coche y estaban mirando la fachada de la casa. La ancha puerta delantera estaba cerrada.

      –Ahora haremos lo que tenemos que hacer –Damon, alto e imponente, le agarró la mano.

      Carol se sintió segura con él. Damon había tomado las riendas de la situación.

      Mientras ascendían por la pequeña escalinata de la entrada, se abrió la puerta y, a la vista, apareció una mujer alta, de anchas caderas y uniforme color azul oscuro. La expresión de la mujer era neutral, ni una leve sonrisa.

      –Buenas tardes, señora Hoskins –dijo Damon.

      –Buenas tardes, señor Hunter. Señorita Emmett –el ama de llaves miró a Carol de pies a cabeza, deteniéndose en el cabello rojizo, como si encontrara ese color ofensivo.

      –Dígame, ¿está reunida la familia? –preguntó Damon.

      La mujer, de repente, se sonrojó.

      –El señor Maurice está en la biblioteca. El señor Troy todavía no ha llegado. La señora Chancellor bajará pronto.

      –En ese caso, condúzcanos a la biblioteca –dijo Damon–. No puedo perder el tiempo.

      –Desde luego, señor Hunter –el ama de llaves enderezó los hombros–. ¿Puedo ofrecerles un café o un té?

      –¿Carol? –Damon se volvió a ella, que estaba pálida como la cera. Al parecer, era un momento muy traumático para Carol.

      –Un café. Gracias, señora Hoskins –respondió Carol con educación, pero con autoridad–. Y no se preocupe, conozco muy bien el camino a la biblioteca, así que no hace falta que nos acompañe.

      El ama de llaves alzó la cabeza, como si la pelirroja la hubiera ofendido.

      –Es mi obligación anunciarles.

      –Nos anunciaremos nosotros mismos –contestó Carol sin titubeos.

      Damon no abrió la boca y el ama de llaves, llevándose una mano a la frente, se dio media vuelta y se alejó.

      –Supongo que has empezado en la misma tónica en la que pretendes seguir, ¿no? –preguntó Damon con una sonrisa.

      –No tengo alternativa, ¿no crees? –respondió ella mirándole a los ojos–. Si creen que van a intimidarme, no saben lo equivocados que están.

      –Tranquila, Carol –le aconsejó él.

      Encontraron a Maurice Chancellor en la biblioteca, el centro de la casa. Maurice estaba sentado en un magnífico sillón ruso estilo imperio con patas delanteras doradas talladas en forma de garras y cabeza de león. Ella recordó que su abuelo, en una ocasión, le dijo que el león era símbolo de poder. Al parecer, su tío quería dejar clara su posición.

      La biblioteca era muy grande, las estanterías de caoba. Había un par de globos terráqueos de principios del siglo XIX, a ambos lados de la puerta, cerca de donde estaban ellos. Una magnífica alfombra de Agra, en la India, con estampado floral en rojo oscuro y bordes color verde, cubría prácticamente todo el suelo. También destacaban un escritorio de madera de palo de rosa estilo Jorge IV y una espléndida araña de bronce y cristal de Baccarat colgando del techo.

      En el momento en que les vio entrar, Maurice se puso en pie.

      Su tío. El hermano menor de su padre.

      Carol le habría reconocido en cualquier parte, se parecía mucho a su padre: alto, guapo, de espeso cabello rojizo y cejas oscuras, igual que ella. Por supuesto, había envejecido y había engordado, pero seguía siendo un hombre muy atractivo.

      Maurice se acercó a ellos con una sonrisa, quizá demasiado relajada.

      A Damon, acostumbrado a gente que se creía con poder, se le antojó una actitud calculada. El poder solía propiciar arrogancia y esnobismo. Al instante, se puso en guardia.

      –¡Querida, bienvenida! –exclamó Maurice con voz profunda–. Hunter.

      Carol, que debería haberse relajado, se vio presa del pánico. Su tío le sonreía y, sin embargo, ella sentía terror. El terror de una niña.

      Interpretando correctamente la reacción de ella, Damon se colocó a su lado, lo suficientemente cerca como para sentirla temblar. La reacción de Carol le pareció algo extraña. Era como si ella se hubiera quedado de piedra. Quizá fuera comprensible, pero ciertamente inesperado. Carol era una joven valiente, lo había demostrado al enfrentarse al exnovio de


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