El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way

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El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way


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*

      Sabía su dirección, en las afueras. Se había marchado de la casa de su madre y su padrastro al entrar en la universidad. También sabía que estudiaba Derecho, que era buena estudiante y que podía ser mejor si se aplicaba. Y lo sabía porque contaba con buenas fuentes de información en la facultad donde se había graduado con sobresalientes. Las mismas fuentes le habían contado que Carol Emmett era muy «famosa». No había fiesta a la que asistiera sin que la persiguieran los paparazzi. Por las fotos en la prensa, sabía que era increíblemente bonita, aunque diminuta, con una gloriosa cabellera de rizos rojizos, piel de porcelana y ojos azules.

      Y, por su trabajo, debía encontrarla lo antes posible.

      El piso que Carol Emmett compartía con dos amigas se encontraba en un edificio con una veintena de apartamentos alquilados en su mayoría por estudiantes universitarios. El edificio estaba en buenas condiciones, en una zona principalmente residencial y con un pequeño parque al lado.

      Damon se detuvo delante de la puerta número ocho e iba a pulsar el timbre cuando dos chicas salieron del ascensor. A juzgar por su indumentaria, y una de ellas llevaba una minifalda que mostraba bastante más que sus rollizas rodillas, iban de fiesta.

      Las chicas, entre risas, le miraron de arriba abajo. Nada de extrañar, ya que era un hombre de un metro ochenta y ocho de estatura, guapo y próspero.

      –¿A quién buscas, guapo? –le preguntó la más descarada de las dos, la de las rodillas rollizas.

      –A Carol Emmett –respondió él con tranquilidad, pero con autoridad.

      –¡No es posible que seas policía! –la atrevida se fijó en su traje de corte italiano, en la camisa, en la corbata e incluso en los zapatos.

      –No, claro que no. Mis intenciones son amistosas.

      –¡Vaya suerte que tiene Caro! –la chica lanzó un silbido–. Un poco mayor para ella, ¿no? Los chicos con los que sale Caro son de nuestra edad.

      ¿Treinta años era ser viejo? Deprimente.

      –¿La conocéis?

      –Claro –respondió la otra chica, de aspecto normal y corriente, con un mechón de cabello teñido de rosa, sin duda para desviar la atención de su pronunciada nariz–. Es nuestra compañera de piso. Pero no está en casa, ha salido a buscar a Trace.

      –¿Y quién es Trace?

      –Una amiga –respondió la más atrevida–. Trace siempre está metida en líos y Caro se encarga de ayudarla a salir de apuros.

      –¿Tenéis idea de adónde ha ido? Necesito hablar con ella urgentemente. Es muy importante.

      Las dos chicas se miraron antes de decidir si se merecía una contestación.

      –Supongo que en el agujero en el que vive Trace –contestó la atrevida–. No vive aquí, no puede permitírselo. Ni nosotras, de no ser por Caro. Caro nos ayuda económicamente. No se ha metido en un lío, ¿verdad? –de repente, las dos chicas parecieron preocupadas.

      –No, en absoluto. Es solo que tengo que hablar con ella. ¿Dónde… vive Trace?

      La atrevida le dio una dirección, en una de las zonas poco recomendables de la ciudad.

      * * *

      Damon aparcó detrás de un coche con matrícula personalizada que, poco más o menos, anunciaba a Carol Emmett. Las sospechas de sus compañeras de piso se veían confirmadas, Carol estaba en casa de Trace. Y a él no le gustó. A pesar de haber adoptado el apellido de su padrastro, todo el mundo sabía que era la nieta de Selwyn Chancellor. A las puertas de la muerte, su abuelo había expresado el deseo de que adoptara de nuevo el apellido de su padre. De ahora en adelante, Carol Chancellor necesitaría un guardaespaldas.

      Damon salió del coche, lo cerró y miró hacia la casa victoriana dividida en apartamentos. Debía de haber sido impresionante en sus buenos tiempos; aún lo era, a pesar de estar tan descuidada. No había ningún tipo de seguridad, la puerta delantera incluso estaba entreabierta. La empujó suavemente, se adentró en el vestíbulo y leyó los nombres de los inquilinos listados en un panel en la pared: a pesar de no ser necesario, las chicas le habían dicho que Trace vivía en el apartamento número seis con su novio. Por cómo habían hablado de él, no creía que a las chicas les gustara el novio de Trace, que no era estudiante universitario.

      –Dice que es chef –le había dicho la avispada con un bufido–, y trabaja en un bar de bocadillos.

      –Era chef, Amanda, pero le despidieron –había explicado la otra.

      Damon estaba subiendo las escaleras cuando oyó gritos y palabras malsonantes. Subió el resto de las escaleras rápidamente, se acercó a la puerta de la que procedía el ruido y llamó con los nudillos.

      Le abrió un joven de unos veinticinco o veintiséis años, musculoso y no muy alto. Llevaba camiseta.

      –¿Qué quieres?

      –Quiero hablar con la señorita Emmett. Está aquí, ¿verdad?

      –¿Y si ella no quiere hablar contigo? –al joven se le hincharon las venas del cuello.

      –¿Y usted… cómo se llama? –preguntó Damon en tono seco.

      –¿Y a ti qué te importa?

      Damon le miró de arriba abajo.

      –Apártese, por favor. Quiero ver a la señorita Emmett y a su amiga, Tracey. ¿Es usted el novio de Tracey?

      –Márchate ahora mismo –gritó el joven–. Tú no eres policía.

      El joven fue a cerrar la puerta, pero Damon le dio un empujón y abrió la puerta del todo. Fue entonces cuando vio a una joven de cabello oscuro en una silla, tenía el pómulo amoratado y un ojo casi cerrado.

      Damon no soportaba la violencia de género. El daño era tanto físico como moral. Algunas víctimas se consideraban culpables.

      Otra joven, que tenía que ser Carol Emmett, apareció con una bolsa de hielo en las manos. Era infinitamente más guapa que en las fotos: una melena preciosa de rizos rojos, piel resplandeciente y unos ojos azul brillante. Llevaba un vestido corto de seda que dejaba ver unas bonitas piernas delgadas. Tenía el cuerpo de una bailarina de ballet.

      –¿Qué pasa aquí? –preguntó ella en tono imperioso con voz clara, a pesar de su poca estatura: como mucho, un metro cincuenta y ocho o cincuenta y nueve–. ¿Quién es usted?

      Damon casi se echó a reír. Fue entonces cuando el joven aprovechó la oportunidad y, tras agarrar las llaves de la puerta, cerró el puño y se abalanzó hacia él.

      En ese momento, Carol Emmett lanzó la bolsa con hielo a la cabeza del novio, aunque no consiguió atinar porque él había logrado pararle y, con una llave, le tenía de rodillas.

      –Estás acabado, amigo –le amenazó el novio tratando de liberarse.

      –Vaya, qué miedo me das –contestó Damon antes de poner en pie al novio, llevarle a una silla, que la señorita Emmett había levantado del suelo, y hacerle sentarse.

      –A esto se le llama trabajo de equipo –ella le miró, su encantadora boca sonriente.

      –A propósito, soy su nuevo abogado. Y estoy dispuesto a representar también a Tracey. ¿Es este el tipo que la ha atacado?

      –¡Por favor! –exclamó el novio al instante–. Apenas la he tocado. Y a ella le gusta.

      Tracey no dijo nada, pero Carol Emmett estalló:

      –¡Menos mal que he llegado a tiempo! –exclamó mirando directamente a Damon–. Si no, no sé qué podría haber pasado. Y no es la primera vez, ¿verdad, Tarik?

      –Tú no eres amiga de Tracey –gritó el novio–. ¡Tú tienes la culpa! Deberías dejar de meterte donde no te llaman. Lo vas a pagar caro, de eso puedes estar segura.

      Enfadado


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