Su alma gemela - Mi novio y otros enemigos. Nikki Logan

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Su alma gemela - Mi novio y otros enemigos - Nikki Logan


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eso parecía demasiado exótico. Al final de la lista escribió Ibiza. La capital de la fiesta de Europa. El lugar que les gustaría a los oyentes de EROS.

      –Puede que vaya añadiendo cosas sobre la marcha. Cosas que se me ocurran –que le gustaría hacer sin que Zander lo supiera. Aunque no permanecerían en secreto demasiado tiempo.

      –Perfecto. Arréglalo con Casey. Yo iré a donde ella me envíe.

      –Eres muy complaciente. La docilidad no ayudará mucho a tu reputación como jefe temible.

      –Yo no soy temible; solo quiero que piensen que lo soy.

      –¿Por qué? –no era manera de disfrutar del trabajo.

      –Porque así se consigue que las cosas se hagan. No estoy ahí para ser su amigo.

      Georgia pensó en su propio jefe. Un hombre divertido y brillante a quien adoraba.

      –¿No crees que la gente trabajaría con el mismo afán si sintiera respeto y admiración?

      –Me gusta pensar que me respetan. Simplemente, no necesito caerles bien.

      No había mucho que pudiera decir al respecto sin ofenderlo. Además, era la persona más triunfadora que conocía. Y, en realidad, no lo conocía.

      Reinó el silencio.

      –¿Qué haces los fines de semana? –preguntó ella al final.

      –¿Qué?

      –Dijiste que los fines de semana tenías cosas que hacer. ¿Qué clase de cosas?

      –Cosas de fin de semana –la miró fijamente y ella enarcó las cejas–. Entreno –repuso ceñudo.

      –¿Saltos? ¿Patinaje artístico? –se terminó el vino.

      Él esbozó una sonrisa renuente.

      –Carrera de resistencia. Compito en maratones.

      –¿En serio?

      –Sí –Zander se rio entre dientes.

      –Bueno, eso explica el cuerpo…

      El horror ante sus palabras la obligó a contenerse, pero no lo bastante deprisa. Despacio, apartó la copa vacía.

      –He de mantenerme en forma, así que corro todas las mañanas y hago carreras largas todos los fines de semana.

      –¿Todos?

      –Prácticamente.

      –Solo correr. ¿Sin parar durante horas?

      –O marcha dura. Por eso se le llama de resistencia.

      –Suena solitario –pero también… zen. Parecido a lo que ella hacía cuando se adentraba en los bosques.

      –La soledad no me molesta.

      –¿Por eso lo haces?

      –Lo hago por el desafío que representa. Porque puedo. Y ahí es donde mejor pienso.

      Cuarenta y tantos kilómetros. Mucho tiempo para pensar.

      –Vaya. Me siento impresionada.

      –No te entusiasmes demasiado. En una competición podemos hacerlo en menos de cuatro horas.

      –Añade maratón a la lista –pidió Georgia.

      –¿Quieres correr una maratón? –le preguntó sorprendido.

      –Dios, no. Solo me quedan dos pies. Pero jamás he presenciado una. Simplemente, puedo mirarte. Ayudarte a entrenar.

      La cara de él reflejó una intensa incomodidad.

      Una vez más ella había conseguido malinterpretar a un hombre. Eso no era una amistad. No estaban estableciendo lazos. Era un acuerdo de negocios con el único objetivo de seguir su actividad. ¿Por qué diablos él iba a quererla cerca durante los ratos libres que pudiera tener?

      –Yo… eh…

      Había metido bien la pata como para hacer que el hombre tartamudeara.

      –¿Sabes una cosa? He cambiado de idea –dijo con frivolidad, sin sentirse en absoluto frívola–. Dedicarme a mirarte no aportaría nada a la radio. Tacha eso de la lista –esperó ser una mentirosa convincente. Vio que la pluma de él aún flotaba sobre el papel, de modo que no había nada que tachar, por lo que dijo lo primero que se le pasó por la cabeza–. ¿Otra copa?

      La lista creció tanto como la velada. No tardaron en tener lecciones de baile, estrenos cinematográficos y un partido de polo.

      –¿Podemos permitirnos una plaza en un vuelo espacial comercial? –comentó ella–. Eso sería estimulante.

      –No –Zander sonrió–. No podemos. Y no tenemos tiempo hasta que su comercialización se generalice.

      –Bah. Eres un aguafiestas.

      La observó.

      –Creo que lo primero es conseguir que comas algo.

      Ella se irguió ofendida.

      –No estoy borracha.

      –No, no lo estás. Pero lo estarás si sigues así.

      –Quizá la nueva yo bebe más a menudo.

      Él recogió los papeles y la tableta con la que habían hecho consultas en Internet y los guardó en su maletín.

      –¿En serio? ¿Es así como quieres iniciar el Año de Georgia? ¿Recibiendo críticas feroces?

      Ella reflexionó en sus palabras.

      –¿Hemos empezado?

      –Es el primer día.

      –Entonces, deberíamos irnos –porque no quería empezarlo de esa manera.

      –Deja que te invite a cenar. Conozco un buen sitio. Podemos ir paseando. Te despejará.

      –¿Por qué tu mente no está embotada? Has bebido lo mismo que yo.

      –¿Masa corporal? –Zander se encogió de hombros.

      Ella volvió a reclinarse en el asiento y sonrió feliz.

      –Eso es tan injusto… –entonces se irguió con brusquedad y buscó su teléfono–. Debería llamar a Dan. Explicárselo.

      Zander le frenó la mano antes de que los dedos pudieran cerrarse en torno al móvil.

      –No. No lo hagas con el estómago vacío. Vayamos a comer algo.

      Tenía razón. Necesitaba hablar con Dan cara a cara. Se puso de pie.

      –De acuerdo. ¿Qué vamos a cenar?

      –Podríamos empezar tus clases de cocina esta noche. Algo informal.

      –Yo vivo a kilómetros de aquí.

      –Yo no –él sonrió.

      Y como con un chasquido mágico de los dedos, Georgia recobró la sobriedad. Zander Rush la iba a llevar a su casa. Para darle de comer. Para enseñarle a cocinar. Algo en todo eso parecía tan… íntimo.

      –¿Sabes? Tengo que hacer algunas cosas esta noche antes de ir a trabajar mañana –mintió–. Creo que lo mejor será que regrese a casa.

      –¿Y qué me dices de la cena?

      Si tenía la mente lo bastante despejada como para mentir, la tenía para ir en metro.

      –Estamos a una manzana de la estación.

      La sonrisa de él fue indulgente.

      –Lo sé. Tú nos trajiste aquí.

      –Es la misma línea de Kew Gardens. Solía tomarla todo el tiempo para ir a casa –la conocía bien.

      –Al menos deja que te acompañe


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