¡Escribirás y escribirás!. Carolina Romero

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¡Escribirás y escribirás! - Carolina Romero


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      A manera de carta de navegación por esta idea en que las nociones de “escrituras diarísticas” y “ética de la impotencia” se tejen con la artesanía del subrayado, el contagio y la intrusión, nos orientan los trabajos de Agamben, Barthes, Foucault, Deleuze, Lyotard, Blanchot y Benjamin, así como las investigaciones de la tradición crítica del género autobiográfico y el diario íntimo, que incluyen los aportes de Lejeune, Bou, Bruss, Didier, May, Girard, Miraux, Olney, Gusdorf, Giordano, Arfuch, Catelli, Molloy, entre otros.

      Valga destacar que el discurso autobiográfico es el marco que se impuso como primera lectura y estado de la cuestión, de modo que sus aportes y distanciamientos constantes nos permitieron transformar dificultades en hallazgos, en novedades. Con todo, creemos que la escritura diarística acontece en una intimidad que rápidamente podríamos llamar gestos caligráficos y tipográficos, esto es, la escritura manuscrita con sus conocidos soportes: papel, lápiz y máquina de escribir, con sus tipos y rollos de cinta, a lo cual se suma el trabajo del cuerpo, tanto muscular como de postura, con la búsqueda de la comodidad o la incomodidad, la práctica de la letra, entre otros.

      En las páginas siguientes, nuestro propósito es resaltar la centralidad de estos gestos, que, a nuestro juicio, no han sido suficientemente destacados. En efecto, lo que la tradición deja pasar, dándolo quizás como presupuesto, es la materialidad escrituraria, en cuanto experiencia de la materia mientras tiene lugar: su exposición. Valga decir que se trata de la materia como pura posibilidad de ser y no ser escritura, como potencia y potencia de no, como impotencia. Asimismo, buscaremos indagar la relación íntima que guarda dicha exposición con la reiteración de un tema de las escrituras diarísticas: la escritura de la imposibilidad de escribir y de no escribir.

      Por otro lado, de esta compulsión escrituraria se levanta un “personaje” capaz de evidenciar con tal fuerza la vida de la escritura, que, por momentos, logra confundir esta aparición con un elemento biográfico. Sin embargo, el “personaje” no es de ninguna manera un elemento narrativo de la ficción, es el resto poderoso de la impotencia de la escritura, de un proyecto de novela inconcluso, compartido por los dos diaristas que nos convocan. En el caso Pizarnik, la performatividad escrituraria se convierte en acto; en el caso Walsh, el proyecto de novela se sostiene en los restos de la pura impotencia.

      Los diarios

      Walsh denomina a algunos de sus papeles como «diarios» o journals. Además, muchos de estos documentos están fechados, lo que constituye una característica clave de identidad del género diarístico, según las consideraciones de varios críticos. Link también denomina «diario» a los papeles personales de Walsh, tanto en la primera edición del libro Rodolfo Walsh. Ese hombre y otros papeles personales, cuando señala «Los papeles que a continuación se presentan constituyen un diario» (1996, p. 7), como en la segunda, con las expresiones «el diario de Walsh» y «un diario de escritor» (2007, p. 5). Pizarnik, por su parte, también se refiere al «diario» en sus textos. Ambas delimitaciones de esta peculiar escritura, tanto la de «diario» como la de «diario de escritor», son categorías que han ido conformando una amplia tradición.

      Así, desde esta perspectiva —de la cual tomaremos distancia—, el diario quedaría subsumido dentro de la definición canónica de Lejeune sobre la autobiografía, esto es, como un «récit rétrospectif en prose qu’une personne réelle fait de sa propre existence, lorsqu’elle met l’accent sur sa vie individuelle, en particulier sur l’histoire de sa personnalité» (Lejeune, 1974, p. 14). Podríamos señalar distintas modalidades de esta lectura autobiográfica que resaltan otros términos que caracterizarían a los diarios en caso de considerarlos como escritos autobiográficos. Por ejemplo, Rosa (1990) señala cómo el discurso autobiográfico «siempre apareció intersticialmente entre el discurso de la historia (por su efecto memorialístico, su relación con un cierto pasado y, sobre todo, por su ficción de credibilidad) y el discurso del sujeto, por el espacio egocéntrico que parecía instaurar» (p. 33). Asimismo, Molloy (1996) ha señalado que la autobiografía es una «forma de la historia» (p. 18), la narración de una historia en primera persona.

      La autobiografía es siempre una representación, esto es, un volver a contar, ya que la vida a la que supuestamente se refiere es, de por sí, una suerte de construcción narrativa. La vida es siempre, necesariamente, relato: relato que nos contamos a nosotros mismos, como sujetos, a través de la rememoración […]. La autobiografía no depende de los sucesos, sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización. (Molloy, 1996, p. 16)

      Las categorías de autor y sujeto, al igual que las de relato, historia, representación, memoria, pasado, temporalidad cotidiana y pacto, tienen en común una ontología significativa, que se abre con la línea platónica y aristotélica (Cassin, 2008) donde la escritura ocupa el lugar subsidiario de instrumento que reproduce un relato sobre algo, en el caso que aquí nos ocupa, una vida, un sujeto. Tanto la vida vivida como el sujeto operarían como núcleos de un discurso escrito que los registraría en el plano del sentido, con el propósito de querer decir algo, algo que ya ha tenido lugar.

      Quizá la razón del interés académico por la ordenación y la tipificación de los diarios se encuentra en dos sentidos. Por un lado, en cierta idea de su naturaleza enigmática y su aprehensión escurridiza, debido a ciertas intenciones de esconderlos o rescatarlos en su arrebatado ser íntimo, en la ilusión, fallida siempre, de que allí se revela una verdad. Por el otro, en las dispares, desprolijas y disparatadas formas y soportes de escrituras, tales como papeles sueltos, papelitos, servilletas de papel, flores, bellísimos cuadernos, lapiceros especiales, excéntricos tamaños de letras, gramática dudosa, dibujos, tachaduras violentas, objetos pegados, solapas de libros, etcétera, que exigen decisiones determinantes de edición.

      En efecto, los diarios íntimos han sido objeto de diversos intentos de clasificación. Badiu (2002), por ejemplo, los clasifica en dos grandes grupos: aquellos que tienen funciones literarias y aquellos que no las tienen. En la primera categoría se ubican las funciones de ejercicio (estilo, croquis) y de archivo (asuntos, motivos, anécdotas); mientras que en la segunda se encuentran las funciones de terapia (confidente, refugio matricial y descarga); memoria (personal, familiar, profesional) y reflexión (sobre sí, filosófica y religiosa).

      Canetti (1992) atribuye al diario la función de tranquilizar. Sin embargo, aclara que él solo piensa en diarios auténticos y no en diarios falsificados. Los primeros son aquellos donde el diarista habla consigo mismo, con un yo ficticio que escucha de verdad, y que tiene diferentes papeles, dado que puede ser paciente, maligno, peligroso, independiente, conocedor profundo del otro yo (y que a veces se confunde con ese otro yo), consciente y consolador. Por el contrario, los diarios falsificados son aquellos en los cuales el diarista no se tiene a sí mismo como interlocutor, sino a un auditorio.

      En este sentido, Sontag (1996) considera que los escritores de diarios se ven en el género como sujetos despojados «de las máscaras de las obras del autor» (p. 74), por lo tanto, la búsqueda de sinceridad define sus modos de lectura. También, Lejeune (2007), cuando revisa sus trabajos a la luz de los diarios de escritor, en su especificidad cree que hay en ellos un afán de verdad como apuesta por lo antificcional, diferente del grado de invención que suele encontrarse en la literatura autobiográfica. Respecto a esto, que conlleva el presupuesto de una posible sinceridad, Giordano (2011) apunta que basta con una cita del diario de Byron para saber que «uno


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