Retiro. Serguéi Dovlátov

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Retiro - Serguéi Dovlátov


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luz mortecina del anochecer veraniego inundaba la habitación. Todavía se podían contar las hojas del ficus en la ventana.

      Decidí reflexionar con calma. Tratar de que se desvaneciera aquella sensación de catástrofe, de callejón sin salida.

      La vida se extendía a mi alrededor como un inmenso campo minado. Y yo estaba en el centro. Había que parcelar ese campo y era hora ya de poner manos a la obra. Romper la cadena de circunstancias dramáticas. Analizar la sensación de fiasco. Estudiar cada factor… por separado.

      Llevas veinte años escribiendo relatos. Estás convencido de que te has servido de la pluma con cierto fundamento. Personas en cuyo juicio confías están dispuestas a testimoniarlo.

      Pero nunca te aceptan nada, no te publican. No te admiten en su compañía, en su partida de bandoleros. ¿No era eso con lo que soñabas cuando susurrabas tus primeros versos?

      ¿Estás pidiendo justicia? Ya puedes esperar sentado: esa fruta no crece por estas latitudes. Un puñado de deslumbrantes verdades deberían haber cambiado el mundo para mejor. ¿Y qué ha sucedido en realidad?…

      Tienes una docena de lectores. Ojalá fueran menos…

      Además, no te pagan: eso es lo malo. El dinero es libertad, espacio, son caprichos… Hasta la miseria se hace más llevadera cuando tienes dinero…

      Aprende a ganarlo sin convertirte en un hipócrita. Trabaja de estibador, escribe por las noches. La gente conservará de ti lo que deba conservar, como decía Mandelshtam8. Así que ponte a ello…

      Tienes facultades para eso, facultades de las que hubieras podido carecer. Escribe, crea una obra maestra. Provócale al lector una conmoción mental. Aunque solo sea a uno, con eso basta… Y es tarea para toda una vida.

      ¿Y si no lo lograses? Tú mismo has dicho que, en un sentido moral, un intento fracasado es mucho más noble que uno exitoso. Porque excluye la remuneración, creo que decías…

      Escribe, ya que te has puesto a hacerlo, arrastra esa carga. Cuanto más pesada te parezca, más ligera acabará resultándote…

      ¿Te agobian las deudas? ¡¿Quién no las ha tenido?! No te amargues con eso. Es lo único que de verdad te vincula con la gente…

      ¿Al mirar atrás ves ruinas? Era lo esperable. El que vive en su mundo de palabras no se lleva bien con las cosas.

      Envidias a todo aquel que se presenta como escritor. Al que puede justificarlo documentalmente exhibiendo un certificado.

      Pero ¿qué escriben tus coetáneos? En Volin9 te has encontrado con frases como esta:

      «… Se me hizo comprensiblemente claro…».

      Y en la misma página: «… Con una incomprensible claridad, Kim sintió…».

      La palabra está volcada patas arriba. El contenido se ha derramado. O, siendo más precisos, resulta que no había contenido alguno. Palabras intangibles, como sombras de botellas vacías…

      ¡Pero no es eso! ¡No es eso de lo que se trata!… ¡Me tienes harto con tus subterfugios!…

      Vivir es imposible. O se vive, o se escribe. O la palabra, o la acción. Pero en tu caso la acción es la palabra. Y cada acción, cada Tarea con mayúscula te produce rechazo. A su alrededor hay una zona de espacio muerto. Allí se extravía todo lo que estorbe a la Tarea. Allí se pierden las esperanzas, las ilusiones, los recuerdos. Reina allí un ruin, indiscutible, inequívoco materialismo…

      ¡Una vez más: no es esto, no es esto!…

      ¿En qué has convertido a tu mujer? Era sencilla, coqueta, le gustaba divertirse. Tú la has vuelto celosa, desconfiada, neurótica. Su constante «¿qué quieres decir con eso?» es un himno a tu hipocresía…

      Tus desmanes llegaban al ridículo. Acuérdate de esa vez que llegaste a casa a las cuatro de la mañana y comenzaste a desatarte los zapatos. Tu mujer se despertó y gimió:

      —¡Santo cielo! ¿A dónde vas a estas horas?

      —Tienes razón, qué temprano es. Es tempranísimo… —balbuceaste tú, te quitaste la ropa a toda prisa y te acostaste…

      En fin, que no hay mucho más que añadir

      La mañana. El sonido de pasos amortiguados sobre la alfombra roja del pasillo. Un farfulleo intermitente que suena de pronto por el altavoz. El goteo del agua tras la pared. Los camiones bajo las ventanas. El repentino y lejano cantar de un gallo…

      En tu infancia, los pitidos de las locomotoras ponían banda sonora al verano. Las casas de campo… El olor a quemado de las estaciones y la arena caliente… El tenis de mesa bajo las ramas… El ruido turgente y sonoro de la pelota… Los bailes en la veranda (tu primo el mayor te confiaba a ti el gramófono)… Gleb Románov… Ruzhena Sikora… «È una semplice canzone da due soldi…», «Yo te soñaba despierta en Bucarest…»10.

      La playa quemada por el sol, los rígidos juncos… Los calzoncillos largos y las huellas de los elásticos en las pantorrillas… Arena en las sandalias…

      Llamaron a la puerta.

      —¡Teléfono!

      —Debe tratarse de un error —farfullé.

      —¿No es usted Alijánov?

      Me llevaron a la habitación de la encargada del guardarropa. Tomé el auricular.

      —¿Estaba usted dormido? —preguntó Galina.

      Negué con determinación.

      Siempre me ha parecido que la gente reacciona a esta pregunta con excesiva vehemencia. Pregunta a cualquiera: «¿Tú le das a la botella?», y te responderá delicadamente que no. O lo reconocerá de buena gana, que también puede ser. La pregunta «¿Estabas dormido?», en cambio, es tomada por la mayor parte de la gente casi por un insulto. Un intento de pillarle a uno cometiendo una villanía…

      —He arreglado lo de la habitación.

      —No sabe cómo se lo agradezco.

      —En la aldea de Sosnovo. Está a cinco minutos de los edificios principales. Tiene una entrada aparte, para usted solo.

      —Fundamental, desde luego.

      —Aunque el dueño bebe.

      —Otra ventaja.

      —Memorice el apellido: Sorokin. Mijaíl Iványch… Puede dirigirse allí atravesando el campamento por el barranco. Desde la montaña se alcanza a ver la aldea. La cuarta casa. Quizá la quinta. Ya la encontrará. Por allí cerca hay un basurero…

      —Gracias, querida.

      El tono cambió bruscamente.

      —¿Pero qué querida, ni qué narices? Ay, que me da algo… Querida… Anda ya… ¡Qué voy a ser yo su querida!…

      Más de una vez me admiraría después con estas súbitas transfiguraciones de Galia. El más vivo interés, la cordialidad y la candidez eran reemplazadas de súbito por las histéricas protestas de un agraviado pudor. El habla normal, por un estridente deje provinciano…

      —¡Y que no se le pase por la cabeza nada de eso!

      —Eso… nunca. Y gracias otra vez…

      Me dirigí al complejo. Aquel día había mucha gente. Por todos lados se podían ver automóviles de colores vistosos. Los turistas, con sus gorritas de domingueros, merodeaban en grupo o en solitario. Ante el quiosco de periódicos se montó una cola. De las ventanas de la cafetería, abiertas de par en par, llegaba un tintineo de vajilla y los esporádicos chirridos de los taburetes ­metálicos. Por allí, en medio de toda la escena, retozaban algunos perros pastores bien cebados.

      A cada paso me encontraba con efigies de Pushkin. Incluso junto a una misteriosa cabinita de ladrillo con la inscripción «¡Inflamable!». Que evocasen al poeta era tarea encomendada a las patillas, cuyo tamaño


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