Huellas del pasado. Catherine George

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Huellas del pasado - Catherine George


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      –Sí –dijo, rogando porque así lo fuera–. Para mostrársela, podemos inspeccionar los tres pisos de la torre a pie y luego llamar al ascensor para bajar.

      Deseando haberse forzado a inspeccionar la torre antes de que él llegase, Portia precedió a su cliente a la habitación de abajo, una estancia llena de luz, con ventanas en las tres paredes exteriores. Y vacía, como el vestíbulo. Se tranquilizó un poco.

      –Creo que la dueña de la casa usaba esta habitación durante la mañana cuando se construyó la casa. Esta puerta abre al ascensor y la de al lado esconde una escalera caracol al piso siguiente– con la espalda rígida, Portia lo guió hasta la segunda planta, similar a la anterior, y luego, con el pulso alterado, subió corriendo el último tramo hasta el último piso de la torre. Dio la luz y se quedó junto a la puerta apoyándose contra la pared, porque se sentía mareada del alivio.

      –La vista desde aquí es maravillosa durante el día –dijo, casi sin aliento.

      –Está usted muy pálida. ¿Se siente mal, mademoiselle?

      –No, estoy bien –logró sonreír–. Estoy un poco fuera de forma, tengo que hacer más ejercicio.

      No pareció convencerlo.

      –Pero ahora no. ¿Es éste el botón del ascensor? Probemos si funciona.

      En el claustrofóbico espacio reducido del ascensor, Portia se sintió mareada por la proximidad de su cliente, consciente de que la observaba mientas se deslizaban silenciosamente hacia abajo.

      –Muy impresionante –comentó, cuando salieron al vestíbulo.

      –Lo instalaron a principio de siglo, cuando pusieron la electricidad –dijo Portia escuetamente, sintiendo que la sangre le comenzaba a circular normalmente por las venas una vez que salieron de la torre–. ¿Ha visto todo lo que deseaba, Monsieur Brissat?

      –Por el momento, sí. Mañana, con luz natural, haré una inspección más detallada. ¿Creo que hay un sendero que lleva a la cala privada?

      –Pero no está en muy buenas condiciones –asintió Portia–. No sé si es seguro.

      –Si el tiempo lo permite, lo averiguaremos mañana –frunció el ceño levemente–. ¿No le ha mostrado Turret House a nadie más?

      –Oh, sí. Bastantes –lo contradijo de inmediato–. La propiedad atrae mucho interés.

      –Quiero decir usted personalmente, señorita Grant.

      –Yo misma, no. Mi colega el señor Parrish tiene una casa de fin de semana en la proximidades y se ocupa él –sonrió amablemente–. ¿Alguna otra pregunta?

      –Muchas más, por supuesto. Pero se las haré mañana –miró el reloj–. Pronto será hora de que cenemos. Vayamos al hotel.

      –¿Cenemos?

      –He invitado a unos clientes a cenar a Ravenswood –le leyó el pensamiento otra vez–. ¿Le gustaría comer con nosotros?

      –Muy amable, pero no, gracias. Mañana hay que madrugar, así que prefiero comer algo en mi habitación e irme a la cama pronto.

      –Un plan aburrido –comentó él, mientras Portia apagaba las luces.

      –Pero muy interesante para mí, después de una semana muy ocupada –le aseguró con una sonrisa amable.

      –Entonces, espero que lo disfrute. Alors, vaya usted adelante, así me aseguro que llega a Ravenswood a salvo.

      Sin ninguna intención de decirle que conocía la zona como la palma de su mano, Portia lo saludó, se metió en el coche y condujo velozmente por la tortuosa avenida, luego aceleró al llegar al camino, decidida a llegar a Ravenswood antes que él. Una vez que aparcó el coche y sacó el bolso del maletero, su cliente estaba a su lado, dispuesto a llevarle el equipaje y acompañarla al hotel.

      –Ésta es la señorita Grant de la Agencia Inmobiliaria Whitefriars –le dijo a la bonita recepcionista. La joven lo saludó calurosamente, consultó el ordenador y le dio a Portia una llave.

      –¿Veintidós? –preguntó extrañado–. ¿Es lo mejor que hay? ¿Qué otras habitaciones libres hay hoy?

      –Me temo que ninguna, Monsieur Brissac –lo miró indecisa–. Algunos de los huéspedes no han llegado todavía. ¿Hago algún cambio?

      –No, deme a mí la veintidós y a la señorita Grant mi habitación. Le gustan las vistas.

      –Todas las habitaciones tienen vistas –sonrió la amable Frances.

      –Pero algunas son más hermosas que otras –la contradijo devolviéndole la sonrisa. Frances se ruborizó y le dio otra llave a Portia, que se quedó intrigada por la expresión en sus ojos.

      Más tarde, al ver la hermosa habitación con su vista al parque iluminado, se dio cuenta de que la mirada de la recepcionista había sido de envidia. Y con razón. Monsieur Brissac era un hombre increíblemente atractivo, con un encanto al que ella no se consideraba inmune tampoco, aunque le resultaba extrañamente familiar. Sin embargo, estaba segura de que no lo conocía de antes. Su cliente era el tipo de hombre que no se olvida fácilmente.

      Portia desempacó su bolso pensativa. Era evidente que la sonriente Frances conocía al señor Brissac muy bien. ¿Sería el gerente del hotel? Quizás era un cliente habitual y suficientemente respetado como para pedir un favor. En tal caso, ¿cuál era el favor exactamente? Quizás su habitación era la contigua y ése era el motivo de la envidia. Portia inspeccionó el cuarto rápidamente, pero no había puerta de comunicación, lo cual la hizo enfadarse consigo misma por sus sospechas. El comportamiento de Monsieur Brissac había sido impecable todo el tiempo. Enseguida se había dado cuenta de su incomodidad en Turret House, lo cual no era sorprendente, ya que su reticencia había sido difícil de disimular cuando entraron en la torre y su alivio al abandonarla demasiado evidente. Una vez superado el mal trago inicial, le resultaría más fácil al día siguiente.

      Portia había traído poca ropa. Como no tenía intención de bajar al comedor, no había sido necesario un vestido adecuado. Un par de novelas y el servicio de habitaciones completaban su plan para una agradable velada. La habitación era maravillosa, con lujosos sofás y doradas lámparas de bronce. En una mesita baja había revistas, una bandeja de plata con un botellón de cristal con jerez, copas, frutos secos y diminutos bizcochos. Y una cómoda antigua escondía un refrigerador con gaseosas y varios licores y vinos, incluido champán.

      Portia miró el menú y luego pidió por teléfono un té hasta que le trajeran la ensalada de langosta que había pedido para más tarde. Cuando la bandeja con el té llegó, le dio una propina al agradable camarero y echó el cerrojo cuando éste se fue.

      Se quitó el sombrero y se soltó el cabello, dejando que sus rizos de bronce se le desparramaran sobre los hombros, como si estuvieran deseando escaparse. Luego se quitó el traje de chaqueta y la camisa de seda y los colgó, se quitó las largas botas de ante y las medias y se puso el albornoz blanco del hotel. Con un suspiro de placer se hundió en el sofá con una taza de té y mordisqueó uno de los bocaditos que venían en la bandeja y miró por la ventana al parque, cuya iluminación estaba tan bien lograda que parecía bañado por la luna. Cuando era joven su sueño dorado era parar en el Ravenswood. Bastante distinto a los hoteles que frecuentaba cuando viajaba por trabajo. Así es que ahora podía retomar sus planes de fin de semana. Podía leer, ver la tele o pedir uno de los vídeos de la lista. La única diferencia era que después de un tranquilo baño se acostaría en una cama de lujo, leería hasta dormirse y por la mañana alguien le traería el desayuno. Maravilloso. Cuando los golpes en la puerta anunciaron la llegada de su cena, puntual al segundo, Portia se ajustó el cinturón d la bata y fue descalza a abrirle la puerta al camarero. Abrió y se encontró cara a cara con Monsieur Bissac.

      Se quedaron mirándose sorprendidos por un instante, luego él la miró desde los pies desnudos hasta la revuelta cabellera, que Portia se echó hacia atrás, ruborizándose. Era evidente que el francés se acababa de


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