Demasiado odio. Sara Sefchovich

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Demasiado odio - Sara Sefchovich


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de enredo con blusa bordada, que cuando me la puse por primera vez me recitó unas palabras en purépecha: mian shan xarani/estoy pensando en ti.

      Apenas habíamos salido al camino, cuando me quedé dormida, agotada de tanto andar de acá para allá. Y no me enteré de nada hasta que alguien me tocó el hombro y me dijo que me tenía que bajar porque allí terminaba el viaje.

      ¿Ya llegamos a Morelia? pregunté completamente adormilada.

      Estamos en Apatzingán contestó el hombre.

      ¡Pero si yo iba a Morelia!

      Ah, se rio, pues ya no fue usted, eso quedó atrás hace muchas horas. Ahora está usted en Apatzingán, Apatzingán de la Constitución.

      6

      Me bajé del camión sin la menor idea de dónde estaba, pues con todo y mis viajes por México, jamás había escuchado hablar de este lugar.

      Empecé a caminar arrastrando mi maleta. Aquí tampoco había ni un alma en las calles y ningún negocio estaba abierto, quizá por el calor, quizá por las balaceras, quizá porque era demasiado temprano.

      En eso vi una casa en cuya puerta de metal de color negro colgaba un letrero anunciando que se rentaba habitación para señorita decente. Toqué mientras me encomendaba a todos los santos del cielo y de la tierra.

      Unos minutos después abrió una señora que dijo ser la dueña y me enseñó el cuarto de marras. Tenía una cama una mesa un ropero con espejo las paredes pintadas de verde y el piso de cemento. Enfrente, el baño recubierto de mosaico también verde un escusado un lavamanos una regadera sin cortina.

      Por supuesto, allí me quedé. No era cosa de ir a buscar otro lugar, considerando que de todos modos no conocía nada.

      Nos caímos bien la señora Lore y yo. Vivía en esa casa con su madre, que pasaba el tiempo sentada en un sillón mirando la televisión y a la que todos respetaban y cuidaban, dos niñas flacas que temprano se iban a la escuela y una muchachita muy joven que limpiaba la casa y lavaba la ropa.

      En las mañanas doña Lore guisaba y en las tardes se sentaba ella también frente al televisor. Entonces llegaban otras mujeres: que la vecina que la de las limosnas de la parroquia que la de la bonetería del jardín, y todas veían las novelas y platicaban.

      ¿Quién es esta señora? se oyó una noche decir a un joven que apareció junto a nosotros sin hacer ruido, como caído del cielo.

      Es la que me renta el cuarto le respondió doña Lore.

      El joven desapareció sin decir más. Es mi hijo me explicó, un buen muchacho que nos cuida nos da para el gasto nos compra ropa nos hace regalos, es el que me trajo la pantalla plana que ves en la sala.

      Ya tarde, después del último noticiero, me fui a mi cuarto a descansar.

      Me despertó un golpe brutal en plena cara. Mi nariz empezó a sangrar como llave abierta. Los golpes siguieron, en la cabeza en el estómago en el pecho. Dígame qué busca qué hace aquí a qué vino decía el que me golpeaba. Yo no podía ni siquiera verlo y no alcanzaba a decir nada cuando ya me caía encima el madrazo siguiente y la siguiente pregunta. La voy a matar si no me dice la verdad decía.

      Si no cumplió su amenaza fue porque entró doña Lore, pero qué haces por amor de Dios, deja en paz a esa mujer gritó mientras trataba de detenerlo.

      Quiero que diga a qué vino quién la mandó qué quiere de nosotros.

      Nadie me mandó y no quiero nada ni busco nada, respondí como pude, sólo ando paseando por México y vine a dar acá por error, porque me quedé dormida en el camión.

      Quiero que se largue de aquí ahorita mismo, y agradézcale a mi señora madre que la haya defendido, porque si no es por ella, ya no estaría usted en este mundo.

      Pero no me pude ir. Porque no me pude levantar. Me dolía todo el cuerpo, tenía la nariz la cara y el estómago hinchados hasta la deformidad, y el médico que trajeron aseguró que tenía rotas dos costillas y la clavícula.

      Fue la abuela la que se enfrentó al muchacho. Siete semanas ella no se debe mover para que los huesos le peguen dijo, así que aquí se queda la señora.

      Y allí me quedé. A esperar a que mis huesos pegaran.

      Los primeros días el dolor era tan grande, que se me salían las lágrimas. Las mujeres de la casa me daban a tomar agua y me ponían la bacinica. Dormía yo mucho tiempo, creo que por las medicinas tan fuertes que me recetaron, unas inyecciones que la abuela me aplicaba. Y yo, que tan miedosa era de las agujas, ni chistaba.

      Entre sueños escuchaba: cuando el hijo se iba cuando regresaba cuando venían las vecinas cuando la muchacha salía al mercado. También oía las pláticas de las mujeres: que si agarraron a fulano y su esposa jaloneó a los policías gritando que lo suelten que si mengano ya no pudo seguir con el limón y tuvo que juntarse con los malos qué podía hacer el pobre si tiene montón de hijos y además se encarga de sus padres y de varios hermanos que si eso que andan diciendo de que el ejército va a patrullar servirá de algo yo creo que no porque los soldados a los que mandaron tienen el miedo puesto en la cara.

      Mucho tiempo estuve así, no se cuánto. Me familiaricé con los ruidos de la casa con sus olores con sus ires y venires. Y las mujeres que allí vivían se familiarizaron con la idea de que había una mujer más en su hogar a la que cuidaban y alimentaban.

      Hasta que me sentí mejor. Hasta que ya me pude sentar en la cama y mirar por la ventana la calle solitaria, en la que a veces algún perro buscaba algo de comer en las bolsas de basura que dejaban allí nomás sobre la banqueta. Hasta que pude comer los purés que la abuela ordenó que me cocinaran. Hasta que logré ir al baño apoyada en las hijas de doña Lore que se volvieron mis muletas. Y por fin, hasta que conseguí bajar las escaleras y sentarme en la mesa y comer la comida y empezar a ayudar en la cocina: me pasaban los frijoles para limpiarlos los ejotes para cortarles las puntas las verduras para picarlas las papas para pelarlas.

      Así pasaron los días y las semanas y los meses. Hasta que mis huesos pegaron y ya no me dolían más. Entonces me paré en la sala cuando estaban viendo el noticiero y les dije a doña Lore y a la abuela: ya estoy curada, ya me voy.

      Pero cuál no sería mi sorpresa cuando las dos dijeron que no, que por ningún motivo me podía ir, y cuál no sería todavía más mi sorpresa cuando el muchacho, que en ese momento entraba a la casa, ordenó: ni se le ocurra, aquí se queda la señora.

      Y allí me quedé. Porque ésas fueron sus órdenes.

      Y porque la verdad es que no tenía a dónde ir ni con quién ir ni para qué ir.

      Empezó entonces mi vida en Apatzingán de la Constitución Michoacán de Ocampo México.

      7

      Una noche mientras dormía, el muchacho se subió encima de mí y sin más trámite me violó. Y antes de que pudiera yo siquiera chistar habló: en esta casa mando yo, soy el mero mero y todos lo saben, también usted lo debe saber y por eso ahorita se lo estoy haciendo saber.

      Y así fue. Me lo hizo saber y lo supe. Y desde entonces tuve que aceptarlo encima de mí noche tras noche madrugada tras madrugada, aunque mi cuerpo lo último que quería era sexo. Y tuve que bailar con él pieza tras pieza cuando puso música a un volumen insoportable, aunque mi cuerpo lo último que quería era moverse. Y tuve que beber con él vaso tras vaso de las botellas que traía con líquidos de sabor horrible, aunque mi cuerpo lo último que quería era alcohol. Y tuve que escucharlo cantar canción tras canción, si eso que salía de su garganta se podía considerar canto.

      En algún momento estuve tentada a pedirle ayuda a la madre o a la abuela, pero ellas hacían como si nada pasara, como si no se hubieran enterado o no les importara.

      Y no sólo eso. En una de esas mañanas en que preparábamos el guisado en la cocina, doña Lore me la soltó: mi hijo es el rey de esta casa, ya te habrás dado cuenta. Él tiene el derecho


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