La felicidad de la familia. Osamu Dazai

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La felicidad de la familia - Osamu Dazai


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      –¿Cuándo van a transmitir la grabación de hoy, señor?

      –No lo sé.

      Él lo sabe, pero le conviene decir que no, para que no lo vean como una persona complaciente. Puso entonces una cara seria, como si ya se hubiera olvidado de los sucesos de hoy. Luego dio inicio a sus labores habituales con un dejo de pereza.

      –No importa, estaré a la espera de la transmisión.

      De nuevo, el subordinado lo había adulado, esta vez en voz baja. Pero era mentira que esperara la transmisión del programa con ansiedad. De hecho, la noche de la emisión saldría a tomarse unos tragos de pésima calidad en un bar de mala muerte, y mientras estuvieran trasmitiendo el programa del debate callejero, él estaría vomitando.

      El único que aguardaba con verdadera emoción el programa de radio era el mismo funcionario que había participado en la grabación. Y también su familia, por supuesto.

      Finalmente, llegó la noche de la transmisión. Ese día, el funcionario volvería a su casa una hora antes de lo acostumbrado. Y media hora antes del inicio de la emisión del programa, todos los miembros de la familia se reunirían alrededor de la radio sin poder disimular su nerviosismo.

      –En unos instantes, a través de esa caja, van a escuchar la voz de su padre –informa la esposa del funcionario, con la hijita más pequeña en sus brazos.

      El niño, que estudia primero de secundaria, espera tranquilo y sereno, sentado en el suelo con las manos en las rodillas, el comienzo de la transmisión. Es un chico en verdad hermoso y su rendimiento en la escuela es más que notable. Admira a su padre con todo su corazón.

      Inicio de la transmisión.

      El padre comenzó a fumar como si nada. Sin embargo, apagó de inmediato el cigarrillo. No se había dado cuenta de que estaba apagado y le dio de nuevo otra calada, luego lo dejó como abandonado entre sus dedos. La reproducción de su intervención lo satisface más de lo esperado. No había ningún error, seguro que tendría una gran aceptación entre sus superiores. Había resultado todo un éxito. Además, se estaba transmitiendo a lo largo y ancho de Japón. Observó los rostros de los miembros de su familia. En todos brillaba el orgullo y la satisfacción.

      La felicidad de la familia. La paz del hogar.

      Era la máxima gloria de la vida.

      No se trataba de una ironía ni de nada parecido. Estábamos ante una escena a todas luces hermosa, pero aguarden un momento:

      El proceso de mi fantasía se había detenido momentáneamente. Un extraño pensamiento se había infiltrado en mi cerebro. La felicidad de la familia. ¿Acaso no es eso lo que todos deseamos? No estoy bromeando. La felicidad de la familia es el máximo objetivo de nuestras vidas y lograrlo sería el mayor goce que podemos imaginar. Probablemente, sea ésta nuestra última victoria.

      Sin embargo, aquel maldito me había hecho enojar, incluso llegué a llorar.

      La fantasía que había imaginado mientras dormía experimentó un cambio abrupto.

      De pronto surgió en mi mente el tema para un nuevo relato. En éste ya no aparece aquel funcionario. Desde el principio, su existencia había sido el producto de mi imaginación mientras me hallaba enfermo.

      … Es un hogar completamente feliz y en paz. El nombre completo del protagonista es, digamos, Shuji Tsushima. En realidad ése es mi nombre verdadero, el que aparece en mi acta de nacimiento. Si utilizo un nombre ficticio, existe la posibilidad de que coincida con el de alguna persona y no me gustaría causarle a alguien este tipo de molestia, sería embarazoso para mí que sucediese una confusión semejante, así que para evitar males mayores utilizaré mi propio nombre.

      El lugar donde trabaja Tsushima puede estar en cualquier lado. Basta que sea un distinguido funcionario público. Como acabo de hacer mención al acta de nacimiento, vamos a suponer que nuestro personaje es el encargado de las actas en una oficina municipal. Podría ocuparse de cualquier otra cosa, en realidad eso no importa. Ahora que ya tenemos listo el tema, una vez que definamos dónde trabaja Tsushima, podemos ir armando la trama.

      Shuji Tsushima trabajaba en una oficina municipal en algún lugar de Tokio. Era el encargado de las actas de nacimiento. Su edad: treinta años. Sonreía siempre. No era apuesto, pero parecía sano, como quien dice, tenía buena pinta. La anciana encargada de repartir las raciones de comida en la oficina había dicho que por el solo hecho de hablar con el señor Tsushima se le olvidaban todos sus sufrimientos. Tsushima se había casado a los veinticuatro años. A su primogénita, que tiene seis años, le sigue un niño de tres. Son cinco los miembros de su familia: los dos niños, su esposa, su anciana madre y él. Y lo más importante, su hogar era feliz. Hasta el momento, en lo que se refiere a su trabajo en la oficina, no había cometido ningún error y se le consideraba un funcionario ejemplar. También era un modelo de esposo y un amantísimo hijo. Y, por supuesto, un excelente padre. No bebía sake y tampoco fumaba. Simplemente no le gustaba hacerlo. Su esposa había vendido todas sus pertenencias en el mercado negro para comprar las cosas que alegraran a su suegra y a sus hijos. No eran tacaños. Tanto él como su mujer se esforzaban por hacer del hogar un lugar divertido. La familia, originalmente, tenía su domicilio legal en el distrito rural de Kitatama, pero como su difunto padre había sido director de varias escuelas secundarias femeninas, habían cambiado de casa continuamente. Al cabo de tres años de estar trabajando como director de una escuela secundaria en Sendai, el padre enfermó y falleció. Tsushima comprendió que su anciana madre quería volver a su tierra natal, y así, después de liquidar las pertenencias dejadas por su padre, compró en un lugar de Musashino una casa nueva que combinaba estilos japoneses y occidentales. Tenía cuatro aposentos de ocho, seis, cuatro y medio, y tres tatamis respectivamente. Gracias a la ayuda de unos parientes, Tsushima logró encontrar trabajo en una oficina de la ciudad de Mitaka. Por suerte, se libraron de los incendios y desgracias de la guerra, los dos niños engordaron como bolas y la relación entre su anciana madre y su esposa era buena. Él se levantaba al amanecer, se lavaba la cara con agua fresca y se sentía tan bien que, girándose en dirección al sol, aplaudía dos veces con las palmas abiertas, haciendo una reverencia en señal de agradecimiento. Cada vez que pensaba en las sonrientes caras de los miembros de su familia, se prometía seguir haciendo lo que fuera para mantenerlos felices. Para él no representaba ningún esfuerzo llevar la compra del mercado, trabajar en la huerta, cargar agua, cortar leña, leerle cuentos a sus hijos, hacer de caballito para el más pequeño, o jugar con los cubos de madera. Era bueno jugando con ellos, y mientras lo hacía tenía la sensación de que en su hogar siempre soplaban vientos de primavera. En el jardín, más o menos extenso, se cultivaban con esmero las hortalizas, pero su dueño no lo hacía solamente por un fin utilitario, ya que las plantas estaban bien cuidadas durante las cuatro estaciones del año. En el gallinero, ubicado en una esquina de la casa, cada vez que las gallinas de Livorno cacareaban anunciando que habían puesto un huevo, se escuchaban gritos de júbilo. Sin duda alguna, el suyo era un hogar feliz.

      Hacía unos días que uno de sus compañeros lo había obligado a comprar dos billetes de lotería. Uno salió premiado con mil yenes, pero como él siempre había sido una persona tranquila, no se excitó ni gritó, y tampoco se lo contó a ninguno de los miembros de su familia ni a sus compañeros de trabajo. Algunos días después, aprovechando que tenía que ir al banco por un asunto pendiente, cobró el premio en efectivo. Como no era tacaño, gastó el dinero para la felicidad de su familia. Era tan buena persona... En su casa había una radio estropeada desde hacía varios años que al parecer no tenía reparación. Durante ese tiempo el aparato había permanecido sobre una mesa como un adorno inútil. Su anciana madre y su esposa se quejaban a menudo de la presencia de aquel trasto. Se acordó entonces de este asunto, y al salir del banco se encaminó de inmediato hacia la tienda donde vendían radios y, sin vacilar ni un instante y sin remordimiento alguno, compró un aparato nuevo. Ordenó que se lo enviaran a su casa, regresó a la oficina como si no hubiera pasado nada y comenzó su trabajo.

      Sin embargo, en su interior bullía de emoción. Imaginaba la sorpresa de su madre y la alegría de su esposa cuando les llegara el aparato. Y se sentía dichoso al pensar que su primogénita, que ya estaba


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