A merced del rey del desierto. Jackie Ashenden

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A merced del rey del desierto - Jackie Ashenden


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un tono de voz agradable. Había perdido el pañuelo de la cabeza en algún momento y llevaba el pelo rubio recogido en una coleta, con algunos mechones sueltos sobre la frente. Su rostro ya no se veía tan enrojecido por el sol y estaba más bien sonrosado. Eso hacía que sobresaliese el color de sus ojos, que brillaban como estrellas. Llevaba los mismos pantalones amplios que en el desierto, pero no la camisa, sino únicamente una camiseta ajustada de tirantes.

      Tariq se había fijado en que, a pesar de ser una mujer menuda, tenía una figura sorprendentemente exuberante.

      –Estoy seguro de que no lo entiende –le respondió él–. Su pequeña excursión me ha colocado en una posición muy difícil.

      Ella lo miró con frialdad.

      –¿Ah, sí? ¿Y eso?

      No era la respuesta que Tariq había esperado. De hecho, su comportamiento no respondía en absoluto a lo que él esperaba. No parecía tener miedo. Cualquier otra mujer, cualquier otra persona, que se hubiese despertado en una celda, lo habría tenido. En especial, teniendo en cuenta lo que se contaba acerca de Ashkaraz.

      Tenía que haberse sentido aterrada de por vida y no estar allí mirándolo como si se encontrase ante un mero funcionario, no ante el rey de un país.

      –Señorita Devereaux –le dijo, conteniendo la ira–. No está mostrando usted el debido respeto.

      –¿Ah, no? Lo siento, no sé cuáles son sus costumbres…

      –Se inclinaría ante su reina, ¿no? –la interrumpió Tariq–. Aquí yo soy el rey. Mi palabra es la ley.

      –Ah –repitió ella, bajando la mirada–. No pretendía ofender.

      Y entonces hizo una torpe reverencia.

      Tariq frunció el ceño, ¿se estaba burlando de él? No lo parecía, pero con los extranjeros nunca se sabía.

      Eso no mejoró su mal humor.

      Pero no iba a pagar su ira con ella. Como su padre siempre le había dicho, un rey debía evitar ese tipo de cosas. Un jefe de Estado debía ser duro, frío y distante.

      Salvo que la ira quería escapar a su control. Quería que aquella mujer se arrodillase ante él, que le rogase que la perdonase.

      «¿Estás seguro de que es el único motivo por el que quieres que se arrodille?».

      Notó algo extraño en su interior.

      Era una mujer… guapa. Y le atraía físicamente, sí. Tal vez aquel fuese el motivo por el que lo enfadaba tanto. Aunque, tal y como ya le había dicho a Faisal en el desierto, la iba a tratar como trataba a todos los intrusos.

      –Es demasiado tarde para eso –le replicó de manera implacable–. Ya ha ofendido. Ha escapado de la celda y ha estado en la ciudad.

      Ella tenía las manos agarradas, pero la expresión de su rostro era más bien insegura que fría.

      –Sí, bueno… como iba a explicarle, no pretendía hacerlo, pero no sabía qué pensaban hacer conmigo o con mi padre.

      –Habríamos hecho lo que hacemos con cualquier visitante ilegal. Los habríamos enviado de vuelta a su país de origen –le respondió él–, pero ahora ya no podemos hacer eso.

      –¿Por qué no?

      –Porque ha estado en la calle principal de Kharan y ha visto la verdad.

      –¿Qué? ¿Se refiere a los edificios? ¿A los coches nuevos y los teléfonos de última generación?

      Sus bonitos labios esbozaron una sonrisa.

      –Es una ciudad preciosa. ¿Qué problema me plantea eso?

      –Que lo va a contar a todo el mundo, señorita Devereaux. La noticia irá de boca en boca y, al final, todo el mundo sabrá la verdad. Y no puedo permitir que ocurra eso.

      Ella frunció el ceño.

      –No lo entiendo…

      –Por supuesto que no, pero tendrá tiempo más que suficiente para entenderlo.

      –Eso suena a amenaza. ¿Qué quiere decir?

      –Quiero decir que no puedo mandarla de vuelta a Inglaterra. Tendrá que quedarse en Ashkaraz –le explicó–. De manera indefinida.

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