Filosofía en la cocina. Francesca Rigotti

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Filosofía en la cocina - Francesca Rigotti


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y pequeños apuros, y a la Biblioteca de la Universidad de Gotinga, especialmente la parte ubicada en el interior del hospital, mucho más silenciosa, agradable, recogida y accesible que la sede central. Por último, al equipo editorial de Il Mulino y especialmente a dos personas: Carla Carloni, por haberme buscado, solicitado y seguido, haciendo que me sintiera casi un autor importante, de esos que tienen agente editorial, y a Ugo Berti Arnoaldi por sus constantes mensajes, en serio y en broma, por vía epistolar y electrónica.

      Debo señalar que el capítulo octavo, «Exceso de comida y de palabras o el pecado de gula», fue publicado en una versión más extensa en Intersezioni, XIX, 2, 1999, pp. 157-183.

      Capítulo primero

      Saber y sabor

      Figura 1

      Bibliotheque d’un Gourmand.

      Portada del primer volumen de Grimod de la Reynière,

      Almanach des Gourmands, Maradan, París, 18043, 3 vols.

      1. Palabra y comida

      Conocer y comer, palabra y comida, dice Alves, están hechos de la misma pasta, son hijos de la misma madre: el hambre. Puesto que todos hemos pasado por esta experiencia, entendemos y usamos con naturalidad el lenguaje del conocimiento alimentario, de la palabra que es comida. Es el lenguaje que se sirve de expresiones como ganas de conocer, sed de saber, hambre de información. O bien expresiones del tipo: devorar un libro, tener una indigestión de datos, estar saturados de leer, estar hartos de lectura; o incluso, mascar algo de latín, rumiar una idea, digerir un concepto; o, por último, usar palabras dulces, reproches amargos, anécdotas picantes, comparaciones sabrosas.

      Las palabras son el alimento de la mente, según estas expresiones que confirman el hecho de que las ideas son comida; comida y alimento que entran y salen de la sartén de nuestro cuerpo a través del orificio de la boca, para ser después amasados por la lengua, digeridos por el estómago, asimilados por el intestino. Comer y conocer son la misma cosa, y las palabras y los alimentos coinciden en el lugar de salida de las unas y de entrada de los otros, en la boca, órgano común a ambas funciones, y en el instrumento que los elabora y los amalgama, la lengua: «Por una parte, la boca es el lugar físico (el umbral) donde se cruzan palabra y alimento; por la otra, el mismo órgano, la lengua, desempeña la misma función (amalgamar) respecto a los alimentos y a las palabras»1.

      Tras haber cruzado el umbral de la boca y haber sido amasadas y amalgamadas por la lengua, las palabras van a parar al estómago, contenedor real y simbólico en cuya forma se inspiran los alambiques de la alquimia, y allí se guardan. Se convierten así en parte de los conocimientos adquiridos, de las experiencias sufridas. Como tales se mantienen allí, como dirá Agustín, en el «estómago de la memoria»:

      Podríamos decir que la memoria es una especie de estómago del alma, y la alegría y la tristeza como una comida suave o amarga. Cuando esta comida de las cosas se confía a la memoria, es como si pasara al estómago, donde puede guardarse pero no saborearse [...].

      ¿No salieron, quizá, de la memoria a través del recuerdo como sale la comida del vientre de los rumiantes?2

      estómago que desempeña aquí la misma función que la boca y la lengua, que consigue conservar los recuerdos porque los ingiere, digiere y asimila; en resumen, los posee íntegramente hasta convertirlos en parte de sí mismo. Comer guarda relación con el recuerdo, observa asimismo Rubem A. Alves; de no ser así, ¿por qué razón diría Jesús a sus discípulos: «comed y bebed en memoria mía...»?3 Lo observa también, más carnalmente, Ernest Hemingway cuando, en París era una fiesta, pone en boca de la mujer: «La memoria es apetito»4.

      Pero si palabra y comida son una misma cosa, si la afinidad entre conocimiento, recuerdo y alimentación nos resulta tan familiar que nos permite comprender inmediatamente las expresiones que hemos citado más arriba, también nos resultará natural el «lenguaje alimentario» aplicado a la literatura, al arte y a la filosofía.

      Ya el poeta griego Píndaro decía que en su poesía había algo de comer, que su lírica era una bebida deliciosa y su canto (mélos) le parecía, gracias al juego de las asonancias, dulce como la miel (méli)5. Incluso algunos géneros literarios se expresaban en la antigüedad clásica con metáforas culinarias: la «sátira» tenía el significado de plato formado con varios ingredientes, de «plato combinado»6; la «farsa», en cambio, se relaciona con la idea del relleno, y originariamente designaba un breve entreacto cómico que servía de relleno en una representación seria7. Son frecuentes las metáforas de la escritura entendida como el arte de mezclar y cocer materiales crudos: reflejan la idea de que cocineros y literatos son artesanos que producen un revoltillo agradable para ofrecer como alimento a la boca o al intelecto, para saciar el hambre de los verbíboros.

      Pero es en la Biblia donde encontramos la fuente más rica de metáforas alimentarias, incluidas las dos escenas dramáticas relacionadas con la comida: la del pecado de Adán y Eva y la de la última cena. En cualquier caso, son tantas las referencias literales y metafóricas vinculadas con la comida en el Antiguo Testamento que no tiene sentido enumerarlas y exponerlas. Me limitaré, pues, a recordar un significativo pasaje de Ezequiel en el que aparece, con más fuerza que en ningún otro, la analogía entre comida y palabra.

      El Señor ofrece a Ezequiel, su profeta, un rollo escrito por dentro y por fuera, lleno de «lamentaciones, gemidos y ayes».

      Me dijo: «Hijo de hombre, come lo que encuentres, come este rollo; y después ve, habla a la casa de Israel». Abrí la boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: «Hijo de hombre, nutre tu vientre y llena tus entrañas de este rollo que te doy». Lo comí y fue en mi boca como miel por su dulzura.

      Me reservo la interpretación de este pasaje para la última parte del libro, la que está dedicada al pecado de gula. Por ahora, obsérvese tan solo que para retener las palabras del Señor el profeta se come el rollo en que están escritas; es dulce como la miel, como el librito del Apocalipsis tomado de la mano del ángel:

      Y tomé el librito de mano del ángel y lo devoré. En mi boca era dulce como la miel. Mas cuando lo hube comido se amargaron mis entrañas.8

      También en el Nuevo Testamento abundan extraordinariamente las metáforas alimentarias. Basta echar una mirada al evangelio de Mateo: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios»; «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia»; «vosotros sois la sal de la tierra», o «semejante es el reino de los cielos a la levadura que tomó una mujer, y la mezcló con tres medidas de harina, con lo que toda la pasta fermentó». O bien véase el capítulo XIV del evangelio de Lucas, enteramente dedicado a comidas y banquetes, o el pasaje sobre «Jesús el pan de la vida» del evangelio según san Juan: «Yo soy el pan de la vida. El que a mí viene jamás tendrá hambre y el que en mí cree jamás padecerá sed... Yo soy el pan viviente... Y el pan que yo daré es mi carne...».9

      Asomados a una ventana abierta sobre el jardín de la casa donde vivían cerca de Ostia, en la desembocadura del Tíber (Ostia viene de ostium, boca, desembocadura), Agustín y su madre Mónica hablaban entre sí dulcemente dirigiéndose con la mente a Dios: «Dirigíamos los labios de nuestro corazón [os cordis] hacia aquella corriente celestial que mana de tu fuente». Sus pensamientos vagaban, pensando en el Señor, «a la región de la abundancia indeficiente, donde tú apacientas a Israel con el alimento de la verdad [veritate pabulo]». Hambre, pues, como inquietud y deseo, que buscan saciarse en Dios, porque Dios es, escribe Agustín, «pan interior», y la «verdad es alimento».

      A su vez, los escritos de Agustín son para Gregorio Magno «harina de trigo»; mientras que los suyos son tan solo «salvado». Además, según Gregorio Magno,


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