Fantasmas de la ciudad. Aitor Romero Ortega

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Fantasmas de la ciudad - Aitor Romero Ortega


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      Aitor Romero Ortega

Aitor Romero

      Aitor Romero Ortega nació en Barcelona en 1985. Estudió Ingeniería Industrial entre Barcelona y Lyon. Desde 2012 vive en Madrid. Ha obtenido una mención en la categoría de poesía experimental en el I Premio de Literatura Joan Brossa de la Universidad de La Habana y también es autor del poemario Avenidas de la Ciudad Desierta, inédito.

      En 2015 publicó Deflagración, que fue seleccionada como finalista del Festival de Primera Novela de la ciudad francesa de Chambéry, en la categoría de lengua española.

      Ha colaborado, con crónicas y ensayos, en revistas culturales y de viajes tan prestigiosas como Altaïr Magazine, Negratinta o Culturamas. Fantasmas de la ciudad es su primer libro de cuentos.

      Candaya Narrativa, 51

      FANTASMAS DE LA CIUDAD

      © Aitor Romero Ortega

      Primera edición impresa en la Editorial Candaya: mayo de 2018

      © Editorial Candaya S.L.

      Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

      08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

       www.candaya.com

       facebook.com/edcandaya

      Diseño de la colección:

      Francesc Fernández

      Imagen de la cubierta:

      © Sérgio Rola

      Maquetación y composición epub

      Miquel Robles

      BIC: FA

      ISBN: 978-84-15934-86-8

      Depósito Legal:B 8588-201

      Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

       La literatura se construye sobre las ruinas de la realidad.

      Ricardo Piglia

      Índice

       Portada

       Autor

       Créditos

       Cita

       Índice

       Prólogo inventado

       Conexión Monserrat

       El aeropuerto del sur

       Naima

       Hotel Torino

       La Colmena

       Spaghetti Western

       Fantasmas de la ciudad

       Puentes de Bosnia

       Nota

      PRÓLOGO INVENTADO

      Al poco de regresar a la ciudad, tras muchos años viviendo fuera, el escritor se encaramó a lo alto de esa sierra que los autóctonos llaman Collserola. Lo que desde allí vio le permitió distinguir unas pocas calles cuyo trazado desciende casi perfecto atravesando la ciudad en canal hasta morir poco antes de alcanzar el mar. Como larguísimas grietas sobre el tapiz urbano; como venas abiertas y paralelas, se dijo. Pensó inmediatamente en una matriz que se descompone gradualmente en dos de sus cuatro lados para convertirse en un incomprensible conglomerado urbano, allí donde la ciudad olvida su sueño cartesiano para convertirse en suburbio. En otro de sus lados la matriz, sin embargo, era detenida por la propia cordillera desde donde él miraba. Allí la urbe dejaba de ser urbe para devenir montaña y bosque mediterráneo. Era, no obstante, difícil de precisar el momento con exactitud, ya que sucedía de forma paulatina y, en algunos barrios, metrópoli y montaña se confundían aún: una villa rodeada de vegetación, un monasterio, un barrio de autoconstrucción entre los árboles. En el horizonte, en cambio, la ciudad era interrumpida de forma mucho más abrupta por el mar.

      El escritor no dijo a nadie que había regresado. Alquiló un pequeño estudio en el centro donde se encerraba cada noche a escribir. Tenía la impresión de estar viviendo como un extraño en su propia ciudad. Y esa pequeña grieta le pareció entonces llena de posibilidades. Por lo demás, la repetición diaria de las costumbres más insignificantes le hacía adentrarse en la pesadilla de un tiempo circular. Un eterno retorno claustrofóbico e insoportable pero que aun así juzgaba necesario, como precario anclaje a la realidad inmediata. Mientras escribía, por el contrario, tenía la percepción de habitar un tiempo rectilíneo. Algunas madrugadas, extasiado por la brega, llegó incluso a conjurar la vana esperanza, acaso desmesurada, de vivir en la multiplicidad de tiempos.

      Fue en la barra de un bar donde el escritor vio por primera y única vez al fantasma de Gràcia. Hoy es una noche calurosa, empezó diciendo, una de las más cortas del año, perfecta para permanecer desvelado escuchando historias. Yo soy el fantasma de Gràcia y conozco todas las historias de esta ciudad, dijo después de posar la botella vacía sobre la barra. El escritor supo entonces que hay momentos para hablar y momentos para callar, que hay historias que se inventan y hay historias que se roban, pues el narrador es a veces un infiltrado, un espía, un topo; es decir, alguien que escucha oculto en la oscuridad. Yo soy el fantasma de Gràcia, repitió todavía una vez más. Y después habló hasta el amanecer. El escritor fingió ser uno de esos lectores que cada cierto tiempo tienen que volver sobre lo leído para no perder el hilo de la trama y rescatar a algún personaje que habían extraviado por el camino. Siempre se había enorgullecido de ser un lector lento y de memoria infalible. No le fue difícil, por lo tanto, anotar mentalmente todo lo que dijo esa noche en aquella barra el fantasma de Gràcia. Después volvió a casa. Estaba amaneciendo y tenía la percepción de andar (y también de vivir) a contracorriente.

      Mientras escribía por las noches, combinando el material robado con una cruel reinvención de su propia experiencia, tenía a menudo la poderosa sensación de que, como Miles Davis con su trompeta, prefería escribir de espaldas al mundo para concentrarse mejor en lo que hacía. Eso le divertía muchísimo, casi tanto como estar en soledad en esa ciudad, la suya, y caminar como un completo desconocido, mezcla de despreocupado extranjero y viajero flotante, por esas calles que le eran tan familiares, pues eran las suyas: las calles que habían contribuido


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