Fantasmas de la ciudad. Aitor Romero Ortega
Читать онлайн книгу.que son dos figuras especulares, perfectas en su asimetría. Cravan es el poeta que consiguió dejar atrás la contemplación para pasar directamente a la acción; la utopía de toda vanguardia que en última instancia anhela trascender lo artístico para hacer de la propia vida la verdadera materia compositiva. Trotski, por el contrario, es el hombre que ha elegido con pesar la acción en lugar de la contemplación por un fuerte sentido de la responsabilidad histórica, pero que, sin embargo, recuerda como periodos de felicidad extrema los años de reclusión en las prisiones del zar, cuando se pasaba el día tumbado en un catre leyendo.
Recientemente Arthur Cravan ha venido apareciendo y desapareciendo como una especie de misterioso espectro de la cultura en multitud de obras literarias y cinematográficas. Isaki Lacuesta le dedicó un falso documental: Cravan vs Cravan. Y también se puede seguir su rastro en la novela de Enrique Vila-Matas Bartleby y compañía como un miembro más de ese club de los escritores del No, formado por escritores que ya no escriben porque han decidido abrazar el silencio. Cravan es un miembro singular de esa extraña hermandad. En cierta forma, es un innovador en el campo de los escritores perdidos, pues apenas escribió y pasó directamente a la siguiente fase: la desaparición. De nuevo a bordo de un barco, esta vez en el Golfo de México en 1918, en una travesía rumbo a la Argentina. Y se convirtió en mito por la vía rápida, sin necesidad de enfangarse en la engorrosa tarea de escribir una obra.
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En un pasaje de ese endemoniado laberinto de voces que es la segunda parte de Los detectives salvajes aparece una tal Verónica Volkow. De ella se dice que es la bisnieta de Trotski, y se la describe como una rubia potable (literalmente, ese es el término que emplea el personaje que narra la escena), perteneciente a la buena sociedad mexicana. La primera vez que aparece en el libro, la historia transcurre en las instalaciones del periódico El Nacional, donde los personajes y otros jóvenes hacen cola para ser atendidos por un viejo republicano español al frente de la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional. Verónica Volkow viene a entregar unas traducciones del ruso y a cobrar por ellas.
Algún tiempo después de haber leído la novela, estaba yo una noche en la cafetería de un teatro de Barcelona con el poeta chileno Bruno Montané, a quien en Los detectives salvajes Roberto Bolaño rebautizó como Felipe Müller. Veníamos de un recital del poeta mexicano Orlando Guillén en el Aula de Escritores y éramos unos cuantos allí. Hablábamos de temas banales, hasta que en un momento me giré hacia Bruno y le pregunté si era cierto que habían conocido a la bisnieta de Trotski en sus años de juventud en México DF. Dibujó una sonrisa que evocaba algo, aunque no sabría decir exactamente qué, y dijo muy flojito: ah, Verónica. Por un momento su mirada se perdió en alguna esquina del Paseo de la Reforma o de la calle Bucarelli, como si acabara de traerle a la memoria algo muy lejano y agradable. Después le pregunté si Verónica era guapa, qué autores traducía del ruso al español, si todavía escribía poesía, aunque no sabría decir si formulé las preguntas en ese orden. Entonces alguien del grupo dijo algo muy gracioso que hizo reír a todo el mundo y la conversación se perdió por otros derroteros, dispersándose todas aquellas preguntas en el aire.
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En el texto Ernesto Guevara, el último lector de Ricardo Piglia encuentro el siguiente párrafo:
“Philip Rieff ha trabajado la figura del político que surge entre las ruinas del escritor. El escritor fracasado que renace como político intransigente, casi como no-político, o al menos como el político que está solo y hace política primero sobre sí mismo y sobre su vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la relación, antes que con Gramsci, es por supuesto con Trotski, el héroe trágico, “el profeta desarmado”, como lo llamó Isaac Deustcher. Hay también en Trotski una nostalgia por la literatura: “Desde mi juventud, más exactamente desde mi niñez, había soñado con ser escritor”, dice Trotski al final de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans Mayer, por su parte, en su libro sobre la tradición del outsider, también ha visto a Trotski como el escritor fracasado y, por lo tanto, el político “irreal”, opuesto a Stalin, el político práctico.”
Cabe preguntarse, entonces, por el origen de la fascinación que ha ejercido y sigue ejerciendo la figura de Trotski en la cultura moderna. Más allá de su aspecto de erudito oriental con su perilla rabínica, Trotski encarna como nadie dos arquetipos que están ya presentes en la cultura clásica y que el Romanticismo consigue reforzar con nuevas lecturas: el derrotado y el exiliado. El héroe trágico; el proscrito. Guevara, por ejemplo, en los instantes finales se convierte también en un derrotado, pero a lo largo de su vida encarna sobre todo la figura del nómada perpetuo. El encanto del nómada es distinto que el del exiliado. El primero tiene la férrea voluntad del viajero, del que siempre anhela irse a otro lugar para empezar otra vez desde el principio, en un círculo eterno y a la postre fatal; el segundo, en cambio, es expulsado de la sociedad a la que pertenece, del estado que él mismo contribuyó a crear, y emprende entonces un viaje forzoso a ninguna parte, pues la memoria permanece siempre anclada en el lugar del destierro. Ambos, como escribe Piglia, son escritores frustrados, algo que tal vez responda al hecho de que eligieron la acción como forma de vida y la Historia como hoja en blanco donde cifrar la trama de su existencia. Ambos rechazan la transacción, el cálculo, el pragmatismo; y entienden la política como una cuestión de todo o nada, que es, en suma, algo opuesto a la noción misma de política, porque se aparta de toda idea de negociación. La revolución, en este sentido, es un planteamiento que se sitúa más allá de la política y que aspira a su abolición. Tiene algo de advenimiento religioso: impugna la totalidad del orden actual y viene a transformar el mundo, pero también a restaurarlo.
El mito que se ha ido construyendo alrededor de Trotski y que, como todos los mitos, hace tiempo que se ha emancipado del ser humano que lo alimentó en un principio, no habría resistido el ejercicio en primera línea del poder: se habría consumido sin remedio en contacto con la gestión de los conflictos cotidianos. Además, era imprescindible un contramito. Ese es el papel de Stalin en el engranaje de esta historia. No solo el de déspota sanguinario, sino también, como bien apunta Piglia, el de político maquiavélico que negocia con Hitler un pacto de no-agresión.
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Pese a su accidentado viaje por España y a las impresiones, no siempre positivas, que le causó el país, en algún momento de su exilio itinerante, parece que Trotski exploró la posibilidad de regresar a España. Fue después de la muerte de Lenin, tras haber sido expulsado de la URSS, en los años treinta. Probablemente alrededor de 1936, después de pasar por Estambul y, cuando, estando en Noruega, las autoridades le mantuvieron en arresto domiciliario con el plácet de Moscú. De España tal vez le atrajo su situación política y una amable forma de nostalgia por el país de sus estrambóticas peripecias antes de ser el Trotski que todos conocemos. La cosa no resultó y en noviembre de 1936 el gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas, a instancias de Diego Rivera, le abrió los brazos y León Trotski partió hacia allí junto a su mujer, Natalia, a bordo de un petrolero noruego llamado Ruth (el segundo barco que cruza el Atlántico en esta historia). Como Cravan, podría añadirse, porque al final todos los caminos, de una u otra manera, conducen a México, con la diferencia de que al revolucionario lo recibieron con honores de Estado y el poeta-boxeador desapareció como un completo desconocido.
Fue leyendo a Hans Magnus Enzensberger, en su libro El corto verano de la anarquía (Vida y muerte de Durruti), como descubrí que a Trotski le había interesado tanto la Guerra Civil española. La obra de Enzensberger, que uno nunca llega a saber si se trata de una novela de no ficción o de un libro de historia, está construida en gran parte por una colección de testimonios de los protagonistas de la época. Los testimonios de Trotski, análisis políticos a menudo muy severos con las fuerzas obreras españolas, salpican gran parte del libro. En la Guerra Civil hay una figura que brilla como una suerte de reflejo pobremente autóctono, quizá la versión catalana de Trotski. Alguien de quien, con la tramposa visión panorámica que da observar el pasado desde el presente, se puede decir que incluso anticipa su destino. Se trata de Andreu Nin. La edición de Mis peripecias en España