Desierto de tentaciones. Michelle Conder

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Desierto de tentaciones - Michelle Conder


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la vio ruborizarse y sonrió.

      Porque sabía que esa noche serían amantes. Esa noche, y la siguiente. Solo esperaba que no fuese de esas mujeres a las que les gustaba hacerse las duras, aunque eso solo haría que le interesase más, aunque eso era difícil, porque aquella mujer no habría podido interesarle más ni aunque hubiese querido.

      Capítulo 2

      ALEXA sintió la mirada del príncipe Rafaele y se dijo que aquel era el momento que había estado esperando. El momento de presentarse, aunque probablemente no hiciese falsa porque seguro que él ya sabía quién era. No obstante, se presentaría, empezarían a charlar y…

      Volvió a centrar la atención en el hombre que tenía delante, un noble ruso cuyo linaje databa de la época de Pedro el Grande, que le estaba hablando de su tren de vapor de juguete. Alexa pensó que aquel hombre no le serviría si el príncipe Rafaele se negaba a ayudarla. Lo único que podía fingir a su lado era una sonrisa, e incluso aquello le resultaba difícil.

      –¿Puedo interrumpir? –preguntó una voz masculina y profunda a su lado.

      Ella esperó que perteneciese al príncipe Rafaele, pero se giró y vio decepcionada que no era él y que tampoco estaba en el lugar en el que lo había visto por última vez.

      Sorprendida de que el príncipe la hubiese mirado con tanto descaro para después desaparecer, sonrió al hombre que acababa de pedirle que bailase con él.

      En realidad, no quería bailar, pero pensó que tal vez sus nervios se calmarían un poco con algo de movimiento.

      El príncipe la había recorrido de arriba abajo con la mirada y eso la había desconcertado y había hecho que se pusiese a sudar. Había sabido que era muy guapo, lo había visto en fotos antes, pero en persona… En persona lo era todavía más. Era más carismático, más poderoso, más sensual, más… todo.

      Más alto que las personas que lo rodeaban, de hombros anchos y caderas estrechas, con el pelo oscuro y relativamente largo, la mandíbula cuadrada y unos labios perfectamente esculpidos.

      Le había recordado al rey Jaeger, pero en una versión más sexy.

      Porque el rey Jaeger nunca le había parecido sexy, sí poderoso e intimidante, pero jamás había conseguido hacer que el corazón se le acelerase como cuando el príncipe Rafaele la había mirado.

      Alexa se sintió culpable por estar perdida en sus pensamientos y no hacerle caso al hombre con el que estaba bailando e intentó hacer algún comentario interesante.

      –Siento interrumpir, lord Stanton, pero han llamado de su despacho. Han dicho algo acerca de una prueba de paternidad.

      –¿Cómo? –inquirió su pareja de baile, soltándola al instante y frunciendo el ceño al hombre con el que Alexa llevaba toda la velada intentando coincidir–. Eso no puede ser cierto.

      El príncipe Rafaele se encogió de hombros.

      –Yo solo soy el mensajero.

      Alexa frunció el ceño y lord Stanton se disculpó atropelladamente y salió de la pista de baile.

      –Permítame –dijo el príncipe, tomándola entre sus brazos y acercándola a su cuerpo mucho más de lo que lord Stanton lo había hecho.

      Ella tardó un momento en darse cuenta de que había hecho aquello a propósito, y de que era probable que no hubiese ninguna prueba de paternidad.

      –Eso no ha estado bien –lo reprendió–. Le ha dado un buen susto al pobre lord Stanton.

      –Solo porque no es la primera vez que le ocurre.

      –¿En serio? –preguntó ella sorprendida–. ¿Cómo lo sabe? ¿Es amigo suyo?

      –Lo sé todo, pero no, no es amigo mío.

      –Pues no se va a poner contento cuando averigüe que le ha mentido.

      –Es probable, pero lo primero es lo primero. Ese acento suyo no es francés, ¿verdad?

      –No.

      –Bien –respondió él, acercándola a su cuerpo todavía más–. Ahora ya puedo disfrutar de la sensación de tenerla entre mis brazos.

      Ella contuvo la respiración, era demasiado consciente del calor del cuerpo de aquel hombre y podía notar uno de sus muslos entre las piernas. Se dio cuenta de que nunca había sentido algo tan fuerte y, automáticamente, se apartó.

      Él sonrió.

      –¿He ido demasiado deprisa para su gusto?

      –Yo… –balbució ella, que no se había preparado para aquello–. Sí. No me gusta que invadan mi espacio personal.

      En realidad, no estaba acostumbrada a que la tocasen. Su padre nunca había sido de mucho tocar y, dado que su madre había fallecido al darla a ella a luz, había sido criada por todo un cortejo de niñeras que habían ido desapareciendo de su vida antes de que ni a Sol ni a ella les hubiese dado tiempo a encariñarse. Su padre lo había hecho a propósito, para hacerlos fuertes, objetivos y distantes, como debía ser todo monarca.

      Alexa todavía recordaba el día que su querida señorita Halstead se había marchado. Ella, con cinco años, había llorado hasta no poder más, lo que había demostrado que su padre tenía razón. Con el tiempo, Alexa había dejado de llorar cuando alguien se marchaba, pero después del error que había cometido con Stefano, era evidente que le había costado mucho más aprender la lección de la objetividad. Y en ocasiones todavía le preocupaba no dominarla. En especial, en esos momentos, cuando estaba intentando por todos los medios ser objetiva.

      –Puedo ir más despacio, por supuesto –le dijo él, sonriendo y mirándola fijamente a los ojos.

      A pesar de que se había vestido para llamar la atención, Alexa estaba tan poco acostumbrada a que la mirasen así que tardó un momento en asimilar sus palabras. Cuando lo hizo, sintió calor en la nuca. En realidad, no había pensado lo que le iba a decir al príncipe cuando por fin se encontrase con él, así que se quedó en blanco. Lo único que hacía que siguiese considerando poner en práctica su plan era el amor que sentía por su país y el deseo de apaciguar a su padre.

      Porque, en circunstancias normales, jamás se habría acercado a un hombre como aquel. Y no solo por su reputación de chico malo, sino porque era demasiado masculino.

      La orquesta cambió de pieza y ella pensó que el príncipe bailaba muy bien. Se preguntó cómo podía recuperar el control de la situación y sugerir que se sentasen un rato a charlar, y sintió que volvía a perder el control cuando él se acercó más y su masculino olor la invadió.

      –Es usted excepcionalmente bella –murmuró el príncipe, llevándose su mano izquierda a los labios al tiempo que sonreía–. Y soltera. Dos de mis atributos favoritos en una mujer.

      Procesó la pregunta del príncipe acerca de si era francesa y se apartó para mirarlo con sorpresa.

      ¿Acaso no sabía quién era?

      Llevaba toda la noche recibiendo miradas de compasión de aquellos que sabían que era la princesa de Berenia a la que el rey de Santara había rechazado.

      No era posible que él no la reconociese, pero, al fin y al cabo, llevaba diez años viviendo su vida mientras que ella no se había movido de su casa. Se le ocurrió que, dado que no la reconocía, intentaría averiguar lo dispuesto que podía estar a ayudarla con su plan sin tener que pasar la vergüenza de proponérselo directamente.

      La mirada color zafiro del príncipe, enmarcada en unas espesas y oscuras pestañas, se enfrentaba a la suya con seguridad, de manera directa, prometiéndole placeres con los que Alexa jamás había soñado, la atraía como si pudiese leer sus pensamientos y adivinar sus deseos más secretos. La idea la aterró y le resultó irresistible al mismo tiempo.

      Tuvo la sensación de que el príncipe sabía perfectamente lo mucho


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